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Jorge Javier Romero Vadillo

01/06/2017 - 12:00 am

De Manuel Buendía a Javier Valdez

En el México del PRI a los periodistas más frecuentemente se les compraba, no se les mataba. De ahí que la muerte de Buendía tuviera signos ominosos de fin de época.

En el México del PRI a los periodistas más frecuentemente se les compraba, no se les mataba. De ahí que la muerte de Buendía tuviera signos ominosos de fin de época. Foto: Cuartoscuro.

La efeméride activó mi memoria. El viernes 25 de mayo de 1984 presenté el examen profesional para obtener la licenciatura en Ciencia Política en la UAM Iztapalapa. Mis sinodales fueron Vicente Fuentes Díaz, priista de cepa, uno de los primeros autores en estudiar a los partidos políticos en México, Arnaldo Córdova, con quien ya para entonces tenía una relación académica muy estrecha y quien de hecho había dirigido mi tesis, y Carlos Juárez Villalvazo, profesor de la UAM, formalmente mi asesor de investigación y mi jefe en el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, del PSUM, donde militábamos.

El lunes 28 vi a Carlos para que firmara el acta del examen, sin saber, por supuesto, que sería la última vez que lo vería con vida, pues el miércoles 30 por la noche tuvo una muerte trágica, aunque sus amigos no nos enteraríamos hasta el viernes 1 de junio. En cambio, aquel penúltimo día de mayo de 1984 el país se sacudió con el asesinato de uno de los periodistas más conocidos de México, columnista de Excélsior, investigador acucioso, polémico y valiente: Manuel Buendía. La mezcla entre la conmoción pública y la impactante noticia de la muerte de mi amigo, después, han hecho que esa semana permanezca de manera vívida en mi recuerdo con extraordinario detalle.

Yo había visto a Buendía varias veces una década antes, cuando, adolescente, iba con frecuencia a visitar a mi padre a su oficina de el periódico El Día, del que era subdirector y articulista, y donde Buendía escribía una columna, Para control de usted, que firmaba con sus iniciales y su apellido materno: J. M. Téllezgirón. Recuerdo que su aspecto me intimidaba, con sus lentes verdes de fondo de botella. Después, la lectura de sus indagaciones y filtraciones obtenidas por sus múltiples contactos con el poder se volvió una lectura indispensable cuando se convirtieron en cotidianas como Red privada en Excélsior.

La noche del asesinato acompañé a mi padre al velatorio. Estaba ahí todo el periodismo y toda la política de la época. Recuerdo a Julio Scherer colgado de los hombros de mi padre en un gesto muy suyo, consternado, especulando sobre quién pudo haber ordenado el asesinato. El jueves, la noticia centró la atención de la prensa nacional, pues se trataba de un hecho insólito. En aquellos tiempos de monopolio político y control férreo del régimen del PRI, aunque la crisis económica ya había estallado y el monolito comenzaba a resquebrajarse, a los periodistas no los asesinaban por hacer su trabajo. No al menos en el centro de la capital, de día y en público. Menos sabíamos de lo que ocurría fuera de la ciudad de México, pero sin duda lo ocurrido aquel día de mayo era absolutamente excepcional. Si hubo periodistas muertos a tiros, fueron más por pleitos de cantina o, como en el caso de Carlos Denegri catorce años antes, por algún lío pasional.

En el México del PRI a los periodistas más frecuentemente se les compraba, no se les mataba. De ahí que la muerte de Buendía tuviera signos ominosos de fin de época. Cuando avanzaron las investigaciones y se dijo que el orquestador del crimen había sido José Antonio Zorrilla Pérez, cabeza de la inefable Dirección federal de seguridad, debido al temor de que Buendía revelara su venta de protecciones a algunos capos del narcotráfico, surgió la sensación pública de que los viejos pactos de reducción de la violencia comenzaban a resquebrajarse.

Treinta y tres años después, ser periodista en México e investigar en las cloacas de las redes de complicidad entre el crimen organizado y el poder o en las sangrientas luchas entre grupos de especialistas en sacar provecho de los mercados clandestinos se ha vuelto una actividad de alto riesgo. Si cuando empezaba a crecer la fuerza del narcotráfico, alentado por la guerra contra las drogas impuesta por el gobierno de Ronald Reagan a México, el asesinato de Buendía se vivió como una sacudida que cimbró a toda la sociedad mexicana, hoy se ha vuelto cotidiano leer sobre periodistas muertos por informar o por investigar sobre la descarnada violencia en la que esa guerra, agudizada hasta el extremo a partir del gobierno de Felipe Calderón, ha sumido al país.

Los asesinatos de periodistas se repiten y quedan impunes debido a la descomposición estatal, que ha llevado a que la aplicación obligatoria y eficaz del orden jurídico alcance mínimos históricos, sin que la negociación de la desobediencia y la venta de protecciones particulares sirvan ya como mecanismos eficaces para reducir la violencia. El homicidio de Jesús Valdez, a plena luz del día y en un centro urbano, como el de Buendía hace tres décadas, ha impactado más que otros tal vez porque se trató de un personaje más conocido en los círculos nacionales, pero son demasiados ya los periodistas de medios locales que han muerto por intentar echar luz sobre el sórdido campo de batalla en el que se han convertido grandes regiones del país.

Como cuerpo con fuerza propia de negociación, los periodistas han pugnado por protecciones específicas a su labor; ojalá que estas, como el mecanismo de protección puesto en marcha hace meses, sirvieran para algo. Sin embargo, la muerte de periodistas por su trabajo es solo una más de las muestras de la descomposición del viejo entramado estatal mexicano, que no ha sido posible sustituir por un nuevo arreglo institucional, basado estrictamente en el orden jurídico y en la profesionalización de las fuerzas policiacas, las fiscalías y la judicatura. En lugar de avanzar en la reconstrucción del orden estatal con una base constitucional sólida y con criterios de profesionalismo y mérito, se ha echado mano de las fuerzas armadas como el último recurso para evitar el desmoronamiento del control estatal. Se trata de una estrategia errónea, que no ha hecho otra cosa que prolongar la decadencia.

Si queremos parar la descomposición, es urgente empezar por lo indispensable: profesionalizar la seguridad y la justicia con base en el orden constitucional y los derechos, en lugar de seguir echándole gasolina al fuego de la guerra.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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