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Maite Azuela

01/11/2016 - 12:00 am

Cuando supe que Karla ya no vendría más al jardín de niños

Compartimos pareja para bailar Zorba el Griego en el festival del 10 de mayo, porque en el salón de clases sólo había ocho niños y éramos 12 niñas. La última vez que la vi nos despedimos en nuestros triciclos decorados de alegoría rodante en celebración de la primavera. Ella vivía más cerca del Juan Jacobo Rousseau, yo en cambio tenía que recorrer varias cuadras sobre el polvoso camino que el municipio de Naucalpan no había todavía pavimentado.

La maestra lo permitía y me insistía que esas pruebas de destreza que mostraban el desarrollo infantil, delataban que mi ingreso al jardín de niños había sido anticipado. Foto: Shutterstock
La maestra lo permitía y me insistía que esas pruebas de destreza que mostraban el desarrollo infantil, delataban que mi ingreso al jardín de niños había sido anticipado. Foto: Shutterstock

Mi compañera de banca en el segundo año de preescolar se llamaba Karla. Era más pequeña que yo en complexión y estatura, la piel acanelada, el pelo tan lacio como el agua y tan brillante que incluso dudé varias veces si en vez de tenerlo negro lo tenía azul oscuro. La K con la que empezaba su nombre me parecía poco común y eso me orillaba a querer buscarme un nombre menos típico que María y más cordial que Esther.

Me despertaba ternura, aunque no era una emoción que aceptaba públicamente. En realidad, a pesar de que mis zapatos de charol se veían inmensos junto a su diminuta valerina de terciopelo, debía ser yo la rescatada porque cuando se trataba de recortar líneas en zigzag ella hacía el trabajo por mí. La maestra lo permitía y me insistía que esas pruebas de destreza que mostraban el desarrollo infantil, delataban que mi ingreso al jardín de niños había sido anticipado.

Compartimos pareja para bailar Zorba el Griego en el festival del 10 de mayo, porque en el salón de clases sólo había ocho niños y éramos 12 niñas. La última vez que la vi nos despedimos en nuestros triciclos decorados de alegoría rodante en celebración de la primavera. Ella vivía más cerca del Juan Jacobo Rousseau, yo en cambio tenía que recorrer varias cuadras sobre el polvoso camino que el municipio de Naucalpan no había todavía pavimentado.

Recuerdo que al siguiente lunes mi mamá entró conmigo al patio de la escuela y se quedó a que terminara el acto cívico. Era parte de la escolta, pero nunca me tocó cargar la bandera. Karla no marchaba, por eso no noté que ese día no había llegado. Fue hasta que la Directora, Miss Hortensia tomó el micrófono que me percaté de su ausencia. – Queridos niños, quiero anunciarles que su compañerita Karla Santibáñez no vendrá más a la escuela, está ya en el cielo y desde ahí nos acompañará siempre- Apagó el micrófono y no contestó preguntas.

Tardé en entender bien lo que decía. Me enojé con Karla un buen rato, caminé al salón de clase sin decir palabra, enfurecí mientras veía a la Miss Ruth levantar sus cuadernos y llevarse las tijeras con las que Karla me ayudaba. Mi mamá me observaba desde la ventana y se hacía señas con la maestra para ver si podía irse tranquila. Mis compañeros balbuceaban, se preguntaban qué había pasado, cómo alguien tan pequeño había muerto así nada más en domingo. Lloré en las noches, cuando ya todos estaban dormidos.

Enmudecí dos semanas porque nadie me decía cómo había muerto. Hasta que una mañana la Miss Hortensia me pidió que la acompañara a la Dirección. Ahí me contó que Karla y su hermano Germán, habían encontrado una pistola en el clóset de su papá y que jugando con ella se había disparado. ¿Su papá era policía? Pregunté, porque cuando la recogía a la salida nunca lo vi uniformado. No. Me contestó sin más ni más.

Recuperé la voz y pude a la hora de la comida preguntarle a mi papá cómo era que un señor podía tener una pistola entre sus corbatas. Recuerdo que me dijo que era muy raro porque esos permisos eran difíciles de conseguir y que él por ninguna razón consideraría tener un arma de fuego en casa.

Este recuerdo se quedó bloqueado en mi memoria, hasta que hace un par de semanas me encontré con la propuesta del Senador panista Jorge Luis Preciado para legalizar la portación de armas entre ciudadanos. Las falacias que expone se centran básicamente en el derecho a matar en defensa propia.

Preciado no atiende el crecimiento de la violencia delictiva que genera la portación de armas en manos de cualquiera. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción Sobre Seguridad Pública 2015 señala que, de los 18 millones de delitos registrados, en 48.6 por ciento los delincuentes portaban armas, de las cuales 33 por ciento correspondieron a artefactos de fuego.

No podemos ignorar que las armas son el ingrediente principal de la violencia y la actividad delictiva y que incluso hoy en día la legislación sobre su portación es laxa y limita su control. Alarmarnos frente a la propuesta absurda de Preciado no es suficiente, se requiere una propuesta que prevea criterios no discrecionales para la obtención de licencias, permisos y registros para la posesión y portación de armas de fuego.

La muerte de Karla fue un accidente que con una regulación rigurosa de portación de armas pudo haberse evitado. Su padre nunca calculó que la muerte que estaba dispuesto provocar en caso de sentir peligro sería la de su hija quien estaba apenas por cumplir 5 años.

 

Maite Azuela
Analista Política y Activista por los derechos humanos y la rendición de cuentas. Maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Concordia, Canadá. Colaboradora de Uno Noticias. Dirige la organización Dejemos de Hacernos Pendejos y forma parte de redes ciudadanas para el impulso de los derechos políticos y la defensa de los derechos humanos. Fue servidora pública durante una década y entre las instituciones para las que laboró están el Instituto Nacional Electoral (INE), el Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF) y el Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública (INAI).

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