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Tomás Calvillo Unna

03/01/2018 - 12:02 am

La veneración del lugar

La derrota de lo sagrado facilitó el saqueo de la tierra, de la naturaleza. Sin la aniquilación de la visión trascendente, es difícil imaginar la explotación desmedida de los llamados antiguamente bienes terrenales. También la virtualidad, en parte, cumplió esa función, agilizó la destrucción física de múltiples lugares valorados por distintas comunidades y pueblos como […]

La destrucción cotidiana del hábitat es posible porque en estos procesos de inversión, en el sentido múltiple de esta palabra, hemos despreciado e ignorado otras vías de conocimiento y convivencia. Foto: Especial

La derrota de lo sagrado facilitó el saqueo de la tierra, de la naturaleza. Sin la aniquilación de la visión trascendente, es difícil imaginar la explotación desmedida de los llamados antiguamente bienes terrenales.

También la virtualidad, en parte, cumplió esa función, agilizó la destrucción física de múltiples lugares valorados por distintas comunidades y pueblos como experiencia del misterio mismo de la vida.

La virtualidad los enajenó en una presencia prácticamente evaporada, visual, descontextualizada al perder su peso específico de materialidad.

Se reemplazó el entorno y el propio hábitat, con imágenes primero de papel, postales y hoy electrónicas.

La contemplación, como vía de conocimiento, se marginó; la velocidad se apoderó del proceso cognoscitivo y marcó el ritmo sustancial del “uso”, nombrado aprovechamiento, como la práctica común ante la naturaleza.

La mirada sobre ella, fue de dominio, de explotación, de expoliación incluso para futuras generaciones; una irrupción violenta en el mismo concepto del tiempo.

Esa opción se convirtió en hegemónica e impactó en todo nuestro quehacer. Nosotros mismos nos convertimos en seres instrumentales, manipulables y de desecho.

Nuestra naturaleza perenne subrayó esa práctica y la sociedad industrial, a pesar del desarrollo de sus códigos jurídicos humanistas, terminó por implementarla al enaltecer la aparición a plenitud del homus consumus.

El uso del árbol de navidad es un buen ejemplo, expresa una veneración pérdida por la naturaleza, transformada en una práctica decorativa y en el mejor de los casos lúdica. Mercaderes invidentes del bosque, puede ser una buena metáfora de ese consumo que ha extraviado incluso su propio lugar.

La destrucción cotidiana del hábitat es posible porque en estos procesos de inversión, en el sentido múltiple de esta palabra, hemos despreciado e ignorado otras vías de conocimiento y convivencia, que son claves para lograr articular la experiencia de vida personal y comunitaria.

Tal vez una de las más significativas de ellas sea la devoción del lugar. La comprensión del entorno no sólo en su dimensión práctica, sino en su propio don de vida, más allá de nuestra presencia y necesidades, estas últimas sin contención alguna al subordinarse a la expansión de los deseos de la impactante sociedad de consumo.

No obstante, en muchos lugares de México y el planeta, perdura un hilo de conciencia, que advierte: mirar y tocar con prudencia, escuchar e intuir, apreciar y compartir y contemplar, esa parte sustancial de la luz que habitamos.

Las grandes maquinarias del dinero no lo ven así, ejércitos de sombras rodean y cercan, montañas, valles y lagos. El dios de la plusvalía acompañado por los ídolos de barro de la política, horadan este día y el mañana. El tiempo es dinero, es su oración, su mantra.

Lo más valioso es saber que la devoción del lugar es un conocimiento interior que perdura y tarde o temprano deberá encontrar su expresión plena en la batalla por la libertad del territorio de la mente.

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