LECTURAS | “El cielo está incompleto”, un cuaderno de viaje en Palestina: Irmgard Emmelhainz

03/03/2018 - 12:03 am

¿Qué va a pasar con Palestina? El cielo está incompleto: cuadernos de viaje en Palestina es el fruto de trabajo de edición y reescritura de las reflexiones, notas, cartas a amigos, profesores y familiares al igual que una colección de imágenes, todas apropiadas o encontradas durante sus estancias prolongadas en Palestina de la autora. La narración evoca al famoso cuento de Julio Cortázar, “Casa tomada” y relata la forma de control que es una paranoia, según la escritora.

Ciudad de México, 24 de febrero (SinEmbargo).- “El objetivo de estos textos escritos durante mi estadía y visitas a Palestina e Israel entre 2007 y 2015, es proporcionar un esbozo de cómo se vive bajo uno de los conflictos políticos más urgentes de hoy en día. El cuelo está incompleto es un collage de distintas formas de escritura con referencias y ecos entretejidos de Hannah Arendt, Mahmoud Darwish, Edward Said, entre otros. Quise expresar un proceso de visualización y de articulación de este conflicto. La visión se convirtió para mí en la posibilidad de ver, reconstruyendo un lugar desde el cual procesar las tensiones, resonancias, transformaciones, resistencias, complicidades y dolor, frustración, sometimiento, odio, memoria y lo que los palestinos llaman “la tiranía de la incertidumbre” de la vida bajo la ocupación. Esta experiencia hizo presente en mí los aspectos sensoriales y corpóreos de la visión y el padecimiento del “pánico de altruismo”: la naturaleza de la empatía como bucle, porque nunca hay separación entre lo que soy y lo que veo. Y descubrí que ver no es describir, sino ver asediada por la ansiedad de ceguera. Es decir, intento ver.”

Un libro auténtico y estremecedor. Foto: Especial

Fragmento de El cielo está incompleto, de Irmgard Emmelhainz, publicado con autorización de Taurus

El cielo está incompleto: Cuadernos de viaje en Palestina es una recopilación de notas, cartas y reflexiones que escribí durante mi estadía y mis visitas a Ramallah en los Territorios Ocupados (Cisjordania), Palestina, entre 2007 y 2016. En un inicio, iba tras los rastros que habrían quedado de la solidaridad occidental y tricontinental con las luchas tercermundistas durante los años sesenta y setenta. En esa época, artistas, militantes, cineastas y escritores visitaron revoluciones en países como Cuba, Argelia, Palestina, Mozambique, Chad, la China Maoísta, Chile, etcétera, para darles voz y apoyarles desde la perspectiva antiimperialista. Una vez que se dio por sentado que las revoluciones para tomar el poder e instaurar regímenes socialistas fracasaron, se estableció un nuevo marco de relación con los conflictos y las catástrofes ajenos: el humanitarista. Este marco presupone que los habitantes de las zonas marginales y periféricas, zonas de guerra o de desastre, necesitan ayuda para autodeterminarse políticamente e infraestructura para proporcionar servicios básicos a la población. Por esa razón, la premisa del humanitarismo —que sustenta las acciones de organizaciones no gubernamentales (ONG) subsidiadas por gobiernos, organizaciones mundiales o corporaciones— es que las víctimas de la opresión y la guerra demandan restitución y ayuda material y ­psicológica, ya que como víctimas no pueden proporcionárselas ellas mismas. Mi inquietud por conocer a los palestinos e israelíes implicaba ir más allá de una dinámica de ayuda humanitaria, periodismo de investigación, intercambio cultural o de los espacios que existen para expresar activamente la solidaridad como el ISM (Movimiento de Solidaridad Internacional) o la miríada de ONG que allí operan. Sin ser árabe ni judía, todo el tiempo consciente de las trampas de la antropología, el orientalismo y la colonización, me esforzaba por trascender mi punto de vista como extranjera, de otra, e ir más allá del impacto que me causaba lo duro y lacerante de aquella situación. Me encontré viviendo en carne propia formas de poder sumamente complejas, efectivas y dolorosas, al igual que la actual crisis de organización política a nivel global. Al mismo tiempo me preguntaba, ¿Qué significa ser radical hoy en día? ¿Ir al extremo, a la raíz del problema de la injusticia? ¿Qué lleva a alguien a ser radical? ¿Quiénes son los más radicales en el conflicto israelí-palestino; los islamistas, los sionistas o los activistas seculares?

Para plasmar el conflicto, experimento con varios ángulos de visión combinando historias contadas, la actualidad y la Historia escrita. El objetivo de este compendio de textos es proporcionarles a mis lectores un dibujo de cómo se vive bajo uno de los conflictos políticos más urgentes hoy en día. Narro mi experiencia en los Territorios Ocupados a través de reflexiones, cartas, textos experimentales, ensayos críticos, ficciones, crítica de arte, descripciones del paisaje y encuentros con amigos, discusiones intelectuales, vivencias en las que la ocupación se hace presente (o no). Una vez allá, comencé rápidamente a habitar los puentes que unen las culturas árabe y latina. Sintiéndome rápido en casa, encontré interlocutores que se convirtieron en amigos entrañables: escritores, poetas, maestros, cineastas, estudiantes, amas de casa, artistas y niños.

Además de hurgar los rastros que quedaban de la solidaridad antiimperialista con la lucha palestina de los años sesenta y setenta, me interesaba pensar el conflicto cuestionando el lugar discursivo que le habían conferido la instauración del “Imperio” y las teorías liberales que sustentan la tolerancia y el antagonismo como bases de la democracia. Para los noventa, los palestinos habían logrado un espacio —condicionado, relativo, provisional y precario, como lo describo más abajo— y una voz para articular su lucha bajo la utopía multicultural que trajo la globalización. La teoría poscolonial surgió en los países que comenzaron a independizarse de las potencias europeas a partir de la segunda mitad del siglo XX, como la India y Sudáfrica, y consistió en luchar para abrir posiciones discursivas revindicando las voces de los oprimidos y condenados de la Tierra. Esta apertura de lugares discursivos, principalmente en el mundo anglosajón, dio lugar a una cacofonía de voces e imágenes multiculturales de oprimidos que contaron y reescribieron sus historias, los testigos denunciaron sus calvarios. De este modo, los “otros” de occidente se liberaron de las narrativas del colonizador y pudieron comenzar a escribir las propias. Durante los años gloriosos de esta utopía liberal de multiculturalismo global, se le dio a todo el mundo voz para hablar a partir de su punto de vista ya fuera étnico, religioso histórico, nacional o de género.

El año 2001 marca, sin embargo, el fin del potencial radical de este espacio discursivo y, por lo tanto, de esta era: es el culmen y el decaimiento de la utopía multicultural global enterrada definitivamente con la ola de neofascismos emergentes en Europa y Norteamérica luego de la crisis financiera de 2008-2009. Otro evento histórico significativo en este contexto ocurre en marzo de 2001, cuando siete años después de haberle declarado la guerra al Estado mexicano, el movimiento guerrillero zapatista emprendió una marcha a la Ciudad de México en una campaña de cabildeo y diálogo para enmendar la Constitución del país y lograr autonomía formal para la población indígena de la nación. En vez de fugarse o esconderse como cuando las tropas de Emiliano Zapata entraron en la capital en 1915, la clase política mexicana recibió con los brazos abiertos a los insurgentes, invitándolos a la Cámara de Diputados a pronunciar sus discursos. El entonces presidente Vicente Fox les había garantizado el salvoconducto a la capital e hizo concesiones a los zapatistas declarando su apoyo ante sus propuestas de reformas constitucionales para garantizarles autonomía. Bajo el marco de la democracia participativa, se hizo una alianza política de los zapatistas con la derecha del país: el poder les concedió —nominalmente— apoyo a su exigencia de autonomía y derecho a la libre determinación. A 16 años de los hechos, se hace aparente que las garantías que el gobierno mexicano concedió a los grupos étnicos, basadas en su especificidad cultural, sucumbirían ante el nuevo sistema de opresión y destrucción necrocapitalista de los gobiernos neoliberales y extractivistas que han perseguido, desplazado y reprimido a las comunidades indígenas no sólo en México, sino en todo el mundo. Si la entrada del Ejército Zapatista a la Ciudad de México fue permitida en el momento en que el poder les garantizaba visibilidad y autonomía cultural en nombre de la tolerancia e inclusividad, en paralelo al logro de los palestinos de alcanzar visibilidad en el campo político global como pueblo oprimido, los atentados del 11 de septiembre al World Trade Center en Nueva York implicaron el fin de dicha tolerancia y de la coexistencia antagonista de visibilidades oprimidas con las hegemónicas. Los atentados en Nueva York intensificaron la xenofobia, propagaron la intolerancia y el fundamentalismo religioso en los tres monoteísmos. Al mismo tiempo, se empezó a gestar una nueva división del mundo propiciada por la predominancia del capitalismo financiero que trajo un nuevo acomodo de privilegios al dividir a la población mundial entre el 1% y el 99%; al mismo tiempo, se comenzaron a gestar nuevas formas de esclavitud, de opresión, de control y de vigilancia, y las guerras de apropiación y en defensa de los comunes. Y aquí es cuando la relevancia de la lucha palestina es más vigente que nunca. Más allá de su etiqueta de “conflicto étnico”, tiene un papel clave y ejemplar para luchas vitales que están teniendo lugar por todo el orbe en defensa del territorio y en contra de las medidas ­neoliberales de extracción y destrucción de los comunes como en Chhattisgarh, India, en las montañas de Columbia Británica, en Canadá, en la Sierra norte de Puebla, en innumerables lugares del continente africano y América Latina.

El 2001 marca también el momento en que los códigos del modernismo occidental comienzan a hacerse ubicuos a nivel global; en ese momento, el inglés y la cultura corporativa se establecen como la lingua franca de los intercambios globales. De este modo se instaura una forma de “modernismo” occidental (en algunos lados como ideal de progeso y desarrollo) con especificidades locales, al tiempo que la liberalización del comercio global trae homogeneización en el consumo de mercancías materiales, audiovisuales, de experiencias, de metas políticas (específi­camente: la democracia parlamentaria) y de subjetividades.

Hay que tomar en cuenta también que más allá del espacio democrático de encuentro “entre” culturas que se abrió en los años noventa en los albores de la globalización y a partir de la caída del Muro de Berlín y del bloque comunista, en 2001 desaparece la frágil posibilidad de tomar una postura que considerara ambas partes del conflicto israelí-palestino como antagónicas, en vez de enemigas, con lo cual se abrió la posibilidad de simpatizar con ambas, de situarse en un lugar discursivo de comprensión de la ordalía de las dos partes. Ésta es una de las características de las “guerras culturales” o étnicas: las especificidades culturales y religiosas funcionan como marcos y objetivos de lucha bajo la aparente “neutralidad” del imperio que les permite coexistir de manera antagónica. Sin embargo, enmarcar las luchas desde la cultura, la religión o la etnia ha tenido como consecuencia el agotamiento de referentes políticos que pudieran pluralizar las luchas y los movimientos más allá de especificidades culturales y locales. Es decir, al enmarcarse y tener como objetivo la salvaguarda de un territorio en nombre de la etnia o de la religión, comenzaron a predominar las particularidades culturales y las ­especificidades locales a costa de la potencial pluriversalización de las luchas de emancipación, dándole el golpe final al último clavo que selló el féretro de la lucha anticapitalista y al antiimperialista que inspiró la solidaridad con el pueblo palestino en los años sesenta y setenta.

Más o menos a partir de los noventa, el conflicto israelí-palestino comenzó a plantearse como una guerra de víctimas contra víctimas, ambas partes reclamando restitución y derecho sobre la tierra a partir de una diferencia religiosa y cultural asimétrica entre “judíos” y “árabes”.

Al hurgar en lo que queda de la solidaridad antiimperialista enmarcada por el marxismo-leninismo, buscaba un lugar desde donde ­pensar lazos de solidaridad más allá del multiculturalismo, lo poscolonial, la especificidad cultural y el humanitarismo. ¡Y no me encontraba sola! Cineastas, artistas e investigadores hacían búsquedas paralelas a la mía: las películas Ça sera beau (2005) de Wael Noureddine, Nervus Rerum (2009) del Otolith Group, The Anabsis of May and Fusako Shigenobu, Masao Adachi and 27 Years Without Images (2011) de Eric Baudelaire y When I saw You (2012) de Annemarie Jacir; la plataforma de investigación, proyección y rescate de imagen de Mohannad Yaqubi y Reem Schilleh, Militant Cinema and the Adjudicating Gaze (Subversive Films), quienes desde 2009 se han dado a la tarea de recuperar el archivo de cine de la Organización para la Liberación de Palestina (Fatah, OLP), perdido en Beirut en 1982; asimismo está la investigación sobre el tricontinentalismo de Olivier Hadouchi, y Pasado inquieto: narrativas y fantasmas, de Rasha Salti y Kristine Khouri, quienes reconstruyeron una exposición de arte que se hizo en 1978 en solidaridad con la lucha palestina con 200 obras de artistas simpatizantes de 30 países de todo el planeta. La inquietud de hurgar en la historia de las luchas políticas del pasado para repensar la actual fragmentación de las luchas políticas globales —que sufrieron otro embate en 2001 con la represión masiva en Génova del movimiento globalofóbico de la cual el movimiento nunca logró recuperarse, y de la que se puede derivar la lección de que las luchas contra la ­globalización sólo pueden ser locales—, está ligado a cierto Zeitgeist de mi generación que busca repensar la actual disociación entre teoría y práctica política, el impasse de la ­izquierda, la fractura entre la historia y el presente. La urgente necesidad de superar el marco de ayuda humanitaria como contenedor de la solidaridad global. Parte del ­interés en este momento específico de la historia deriva de una búsqueda del conocimiento perdido por la depresión y melancolía que sufrió la izquierda occidental durante los Años de invierno (descrito por Félix Guattari en su libro con ese título) de la experiencia política de esa generación, y justo en los albores de las Primaveras árabes, Occupy Wall Street y otros movimientos a nivel global que tuvieron efervescencia momentánea y luego se disolvieron entre 2011-2013.

Teniendo también muy presente la lucha zapatista, las fantasías orientalistas, y pensando en el incipiente marco de la descolonización en América Latina, me cuestionaba sobre los privilegios que la neocolonización y la globalización permiten gozar, hoy en día, a una casta cosmopolita de intelectuales, artistas, escritores y productores culturales de todo el mundo. En primer lugar está el privilegio de movilidad sin restricciones por el mundo, y segundo, el de tener espacios de intercambio y encuentro facilitados por gobiernos, corporaciones y organizaciones culturales a lo largo y ancho del orbe donde nos reunimos a discutir temas de urgencia política a partir de la defensa de derechos, denuncia y urgencia de la contrain­formación y visibilización. Mientras este tipo de encuentros eran ya habituales en la Rusia comunista, y ordinarias en Cuba, Palestina, Vietnam, Nicaragua, Chile, la profesionalización actual de la producción intelectual y su instrumentalización como paliativo de los estragos causados por las reformas neoliberales, han creado una extraña plataforma de expresión de solidaridad desde la cultura, pero incipientemente despolitizada (en cuanto a que no apunta a la organización política ni a la emancipación, sino a medidas de “mejora” a corto plazo y a instancias de diálogo e intercambio cultural), de expresión de consternación pero sin compromiso a mediano o largo plazo. Un fenómeno que me parecía extraño era observar cómo productores culturales visitaban, exponían y presentaban su trabajo en los Territorios Ocupados seguidos de un viaje a Israel con el mismo propósito, sin que las contradicciones de transitar por ambos territorios les causaran el más mínimo empacho. Habitar esta zona gris de tolerancia y tomar la postura de simpatizar con los dos bandos va en detrimento del compromiso con los procesos políticos reales. Por esa razón se me hacía urgente cuestionar estos lugares de privilegio, un tipo de bolsillos o burbujas para periodistas, diplomáticos, emprendedores de negocios y productores culturales en donde se conectan los nodos y se activan los pistones para hacer circular los flujos de la globalización, desde donde se discute y administra la realidad política y se crean nuevas realidades con signos y símbolos, pero que al mismo tiempo, se encuentran sumamente distantes de dicha realidad.

A pesar de la aparente apertura y tolerancia del imperio, hace más o menos diez años, expresar solidaridad abiertamente con los palestinos comenzó a perseguirse alrededor del mundo como un nuevo tipo de macartismo. La actividad pro palestina empezó a ser condenada en Israel, los israelíes pro palestinos y los disidentes del ejército comenzaron a ser aislados y rechazados por la sociedad; los extranjeros solidarios con la causa palestina, expulsados. Algunos miembros del movimiento israelí Peace Now fueron amenazados de muerte hace poco; en 2010 el FBI (Federal Bureau of Investigation) hizo una incursión a siete casas de activistas pro palestinos en Chicago; en Mineápolis, Estados Unidos; 60 agentes se movilizaron para confiscar documentos, teléfonos celulares, computadoras y cosas personales de 14 activistas que fueron citados a comparecer delante de un jurado federal. En Estados Unidos e Israel, el cargo de profesor de tiempo completo ha sido negado a investigadores de renombre dedicados a denunciar las políticas israelíes como Norman Finkelstein, Ariella Azoulay, Steven Salaita e Ilan Pappé. También en 2010, una ­pequeña exposición de dibujos de niños de Gaza, que ilustraba su visión de la guerra entre 2008 y 2009, fue censurada en el Museum of Children’s Arts en Oakland. Los adherentes al movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), iniciado por los palestinos en 2005, que en los últimos años ha cobrado fuerza y ha comenzado a recibir más apoyo de instituciones y organizaciones académicas y culturales a nivel global, son también perseguidos y acosados. No sólo se les niega —aparentemente al azar— la entrada a Israel a palestinos exiliados, musulmanes en general y árabes en específico, sino también son deportados adherentes al BDS, al ISM (International Solidarity Movement) y otros organismos internacionales de apoyo a los palestinos o iniciativas como la Flotilla de la libertad que salió en 2010 desde varios puntos en el Mediterráneo —en cinco embarcaciones, una de las cuales, el Mavi Marmara, fue brutalmente atacada por el Ejército de Defensa Israelí (EDI) en aguas ­internacionales (hubo nueve muertos y toda la tripulación fue llevada a centros de detención en Israel para luego ser deportados). Novedosas formas de censura y represión caracterizadas por la apertura selectiva de fronteras, incertidumbre, profiling racial y económico, aunadas a los elevados niveles de opresión y precarización administrada que los palestinos viven de manera cotidiana en Cisjordania, se unen al cerco de la Franja de Gaza desde 2006, junto a las penurias de los que están en el exilio o refugiados con estatus precario en el país donde residen.

El reciente endurecimiento de la persecución de las formas de solidaridad con la lucha palestina es tal vez sintomática de lo que el conflicto representa: lo que está en jaque ideológica y geopolíticamente en nuestros tiempos es una forma de gobierno diferenciado sobre un territorio unificado por una administración general, pero dividido en zonas exclusivas en donde los ciudadanos gozan de privilegios distintos. Las zonas son, sin embargo, interdependientes y están interconectadas, pero en mayor o menor grado conectadas con los procesos globales, incluyendo el derecho a la movilidad y al acceso ­diferenciado de bienes, servicios, mercancías, educación y trabajos. La manera en que Ariella Azoulay describe la ocupación israelí de Palestina es iluminadora: ella explica cómo los palestinos son cogobernados junto con los israelíes pero bajo un estatus definido como no ciudadanos, con un conjunto de leyes y ­derechos distintos a los de sus contrapartes.1 Esta forma de gobierno se caracteriza por administrar los recursos para destinar su uso a las zonas donde habitan las poblaciones más privilegiadas. Dicho modelo gubernamental es el que caracteriza a los gobiernos neoliberales, los cuales administran poblaciones y recursos en aras de la diferenciación de acceso a bienes, servicios y recursos. De esta manera, se llevan a cabo la expropiación, el despojo y la administración de poblaciones, siguiendo el mismo formato, por ejemplo, que el de los beduinos del Negev o el de los indígenas de la Sierra de Guerrero. Esto implica relocalizar a las comunidades bajo el ­pretexto de “­modernizarlas” en casas habitación proporcionadas por el gobierno. La consecuencia es que se termina alienando a las poblaciones de sus formas de vida y de sus modos de ganarse la vida, acabando con su sustentabilidad y, a mediano plazo, empobreciéndolos material y culturalmente, lo que lleva a la inevitable destrucción de estas poblaciones.

Otro elemento que el conflicto pone en juego es que el modelo de opresión, militarización y seguridad que aplica Israel en contra de los palestinos está siendo exportado a nivel internacional como know how de control de las poblaciones que se consideran indeseables o redundantes por estar desconectadas de los procesos globales. En fin, la ocupación israelí de los territorios palestinos implica la utilización de armas, tecnología de opresión y las formas de poder más sofisticadas que existen y que además son producto de exportación mundial. Ejemplo de ello es la justificación que Rafael Moreno Valle, gobernador de Puebla, usó ante el asesinato de un niño de 13 años por fuerzas estatales en una manifestación: culpó a los manifestantes de haber usado al infante como “escudo humano”. En los Territorios Ocupados, los extranjeros participan como “escudos humanos”, es decir, como defensa de “rostro blanco” de los palestinos (los soldados israelíes pueden ser más ­clementes con los palestinos en una confrontación si hay presencia extranjera). Sin embargo, desde los ataques de Gaza en 2008-2009 conocidos como la “Operación Plomo Fundido”, los escudos humanos son blanco legítimo de ataque porque defienden a los terroristas. Por lo tanto, la justificación de ­muertos por ser “escudos humanos” es ya una retórica común para justificar los abusos del ejército israelí contra los palestinos. Otro ejemplo de la reterritorialización en México de la tecnología israelí de guerra es el empleo de gas lacrimógeno como munición contra los manifestantes en protestas en Cisjordania. En la manifestación del 1° de diciembre de 2012 en contra de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, a un costado de San Lázaro, la misma técnica de represión fue utilizada. El activista y director de teatro Juan Francisco Kuykendall murió después de haber estado poco más de un año en coma, secuela de una fractura craneoencefálica causada por una granada de gas lacrimógeno, herida común también en las manifestaciones en los Territorios Ocupados.

Se hace evidente que el conflicto no puede ser reducido al marco de la colonización o al caso de un pueblo que ocupa a otro, como tantos ejemplos a lo largo de la historia, o descartado porque se considera que Medio Oriente es una “zona milenariamente conflictiva”, argumento que le ha permitido a muchos la comodidad de la ceguera ante la urgencia y relevancia geopolítica de la ocupación israelí de Palestina. En los albores del siglo XXI, la ocupación israelí refleja un modelo altamente desarrollado de control social y de formas de vida, de administración de conflicto, de expropiación de tierras y recursos, segregación de comunidades y familias, fragmentación del tejido social y de implementación de mecanismos psicológicos de opresión que generan paranoia y autodes­trucción; de empobrecimiento ­cultural y económico, de aplicación de tecnologías de seguridad y de tortura culturalmente específicas. Los israelíes oprimen a los palestinos administrando su espacio-tiempo, denigrando a diario de manera lenta y casi imperceptible a un pueblo entero. Por su parte, los palestinos han sido ejemplo de ­resistencia y por su esfuerzo ininterrumpido de lucha por la autodeterminación política a partir de las fronteras determinadas por la guerra de 1967, el derecho al retorno y Jerusalén como capital del Estado palestino. Han recurrido ya sea a luchas armadas, como la revolución en los sesenta y setenta, la Intifada o el levantamiento en los ­ochenta y a comienzos de los dos mil; la resistencia armada de Hamás al lanzar qassams a blancos civiles en Israel, o por medio de estrategias no violentas como la campaña BDS y el sumud. Sumud se puede traducir como entereza, firmeza, perseverancia. Es aguantar con firmeza y paciencia frente a una situación muy dura y oprimente que uno no puede cambiar de inmediato. Para los palestinos, sumud es una ideología y una estrategia política que consiste en resistir a ser desenraizados y en reafirmar constantemente su presencia en su tierra. Sumud es la actitud de estar para quedarse, tomar acción; es un arte de vida, de existir y de trabajar.

El cielo está incompleto: cuadernos de viaje en Palestina es el fruto de trabajo de edición y reescritura de mis reflexiones, notas, cartas a amigos, profesores y familiares al igual que una colección de imágenes —todas apropiadas o encontradas durante mis estancias prolongadas en Palestina. El texto constituye un experimento con grados de distancia entre Palestina y yo, Palestina y los lectores a través de un collage de distintas formas de escritura, puntos de vista e intensidades de mi experiencia en los Territorios Ocupados. Combino información factual y opinión personal o de amigos con historias oídas y palabras robadas que buscan transferir una acumulación de percepciones codificadas en diversos formatos. Busco expresar un proceso de visualización y de articulación de un campo de visión paraláctico de la Cuestión Palestina. Con paraláctico me refiero al hecho de que el objeto enfocado varía con la posición del punto de vista, con el propósito de ofrecer un caleidoscopio de miradas al conflicto desde la vida en Ramallah. Al reescribir estas notas, la relación entre espacio y lenguaje se convierte en un reto: la escritura a partir de la ­distancia que abre la memoria tiene también que ver con mi condición de expatriada y de dislocación. ¿Cómo es hablar desde un lugar?

La primera vez que visité Ramallah me enamoré del sonido del nombre de la ciudad al ser pronunciado en árabe: Ram-allah. Mi primera anfitriona palestina, Reem, me había explicado dónde se toma el camión en ­Jerusalén para llegar a los Territorios Ocupados. Llevaba exactamente una semana pululando en Jerusalén, preguntándole a la gente que me parecía confiable cómo se llegaba allí. Me veían con una mezcla de horror y sorpresa, me tomaban por loca. Obviamente desconocía por completo el territorio donde comenzaba a sumergirme. Hasta que una conocida de una amiga me puso en contacto con Reem, quien me dio instrucciones de caminar hasta el Santo Sepulcro, sobre la calle que sale de la puerta Bab Al’mud de Jerusalén viejo. Un par de horas más tarde, cuando la conocí en persona, le pedí que me repitiera varias veces en voz alta el nombre de la ciudad: Ram-allah. Me dieron unas ganas terribles de aprender a pronunciarla con la familiaridad y naturalidad de quien ha crecido o vive allí; mi amiga Nathalie decía que el sonido del nombre de la ciudad se escucha como un collar de perlas deslizándose entre los dedos. La forma esférica de las perlas evoca el carácter de ciudad prometida de Ramallah, de ser una burbuja donde se puede alucinar una vida en libertad bajo el espejismo de la normalidad. El lugar es habitado por palestinos procedentes de distintas ciudades, países, estratos socioeconómicos: los que regresaron de la diáspora con los tratados de Oslo en los años noventa, palestinos de 1948 (o árabes-israelíes; palestinos con ciudadanía israelí), los que dan clases en las universidades o trabajan en las instituciones de gobierno afincadas allí. Ramallah es una ciudad cosmopolita con palestinos de Venezuela, Brasil, Colombia, Dubai, Túnez, Líbano, Siria, Jordania, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia. Es la sede de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), de consulados y centros culturales, ONG, periódicos y medios masivos de ­comunicación de todo el ­mundo. Su sociedad se compone de una clase media que es parte de la clase global de consumidores, de titulares de hipotecas y deudores de crédito que sueñan con vivir en condominios con vista al mar Mediterráneo al que no tienen acceso. Ramallah es la capital temporal de un Estado que no llega. Es punto de reunión de la clase simbólica global que comprende tanto ejecutivos y hombres de negocios como periodistas, trabajadores culturales, intelectuales y rockstars de la ­izquierda globalizada. Ramallah es punto de encuentro de los que participan de manera directa en la red global profesional de intercambio económico, político y cultural.

La importancia global de la ciudad y su papel de nodo clave se hizo valer en junio de 2011 cuando el museo Van Abben, apoyando un proyecto del artista palestino Khaled Hourani,2 le prestó a la Academia de Arte de Palestina la obra Buste de Femme (1943), de Pablo Picasso, durante un mes. El traslado de la pintura a los Territorios Ocupados despuntó la convergencia entre la lucha política y cultural. Para poder trasladar el Picasso a Ramallah, tuvieron lugar arduas negociaciones entre el museo, las autoridades israelíes y las palestinas. La acción desgranó la complejidad burocrática y espacial de la ocupación israelí, poniendo en evidencia lo que está en juego en el conflicto: la visibilidad y el reconocimiento internacionales de los palestinos en el ámbito cultural, que contrastan con la situación de ocupación, acoso y destrucción gradual por las políticas expansivas y de seguridad israelíes.

Ramallah es también el centro político, mediático, artístico y económico de Palestina, enriquecido por todos los viajeros que pasan por allí. Ramallah me recuerda a lo que me imagino sería el París de los años sesenta, en plena efervescencia de la revolución cultural. La ciudad es fruto de un proyecto político que la trasciende y que es bastante ­opaco porque es la capital de un país que de facto no existe. ¿Será un lugar de resistencia o un sitio cooptado? En todas las ciudades palestinas, la ocupación se hace presente de diversas maneras y en grados especí­ficos de intensidad, lo cual afecta el tejido social y psicológico colectivos con incursiones, toques de queda, arrestos, ataques y acoso cotidianos en diversos grados de intensidad. La situación de la ocupación no es la misma en Nablus, Hebrón o Jenin; en la Franja de Gaza o en Belén, en Nazareth o en Haifa. ¿Cómo negociar los distintos puntos de vista surgidos de diversos tejidos de experiencia para brindar una imagen caleidoscópica de los palestinos, del conflicto?

En un párrafo notable de Memoria para el olvido (agosto, Beirut, 1982), el poeta palestino Mahmoud Darwish3 diagnosticó que la imagen que los palestinos se construyeron de sí mismos se convirtió en un ancla problemática de visión.4 Esto se debe a que dicha imagen situó la realidad política de Palestina en contra de su propia materialidad, al tiempo que invocó una forma de representación que, al devenir imagen, se convirtió en su propia realidad; lo que Jean Baudrillard llamó lo “hiperreal.” Con este libro ­busco atravesar lo hiperreal de esa imagen de Palestina. También trascender las primeras impresiones, mostrar lo que está más allá del cliché. Me viene a la mente mi colección de fotos de fedayines (soldados revo …

Irmgard Emmelhainz. Foto: Especial

Irmgard Emmelhainz es escritora e investigadora independiente. En 2016 se publicó su libro La tiranía del sentido común: la reconversión neoliberal de México. Ha sido invitada a impartir en seminarios, conferencias y cursos a instituciones de talla internacional como The Americas Society (2013), la Universidad Distrital de Bogotá (2013), KASK, Escuela de las Artes (Gante, 2014), Graduate School of Design, Harvard (2014), el March Meeting en Sharjah (EUA, 2015), OBORO (Montreal, 2016), University of California, San Diego (2017). Su trabajo ha sido traducido al chino, alemán, italiano, serbio, noruego, inglés, francés, árabe, español y hebreo para revistas y journals especializados en cine, arte, política y cultura. Ha publicado entre otros, en e-flux journal, Blog de Nexos, Horizontal, Caín, Le magazine du Jeu de Paume, October, Third Text y Campo de Relámpagos.

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