LECTURAS | “El color del silencio”, novela sobre la constelación: Elia Barceló

03/03/2018 - 12:03 am

Islas Canarias, 16 de julio de 1936. Una muerte que abrirá las puertas al golpe de Estado y a la Guerra Civil Española. Rabat, Marruecos, 20 de julio de 1969. Una fiesta en el jardín de una antigua mansión. Un asesinato que quedará sin resolver y destruirá una familia. Madrid, época actual. Una mujer busca respuestas a lo que sucedió.

Ciudad de México, 3 de marzo (SinEmbargo).- Helena Guerrero es una artista de renombre internacional, conocida por las sombras que invaden sus cuadros y que, aparentemente, reflejan un misterio de su pasado que nadie ha sabido explicar.

Ahora, después de muchos años de alejamiento, una terapia psicológica llamada “constelación”, una boda en la familia y un e-mail de su cuñado ofreciéndole información, la traen de vuelta a Madrid desde Australia, donde vive. Al llegar se encuentra también con unas cajas donde su madre, antes de morir, ha dejado fotografías y documentos que podrían explicar el asesinato de su hermana Alicia en 1969.

Junto con su pareja, Carlos, Helena viajará a Rabat, a La Mora, la antigua casa familiar, al maravilloso jardín que guarda las sombras del pasado y las terribles respuestas a las preguntas que la han acompañado toda su vida.

Una novela sobre la constelación. Foto: Especial

1 Australia. Época actual

Había pasado mala noche, revolviéndose en la cama, despertando brevemente, angustiada, para volver a caer en unos sueños inquietos que no llegaban a ser pesadillas y ya no recordaba pero que le habían dejado una sensación de miedo difuso, una vaga inquietud, como si las sombras que siempre la habían acompañado y que ella llevaba toda la vida exorcizando a través de sus lienzos, estuvieran a punto de encarnarse, salir de la oscuridad y atacarla a plena luz hasta devorarla por completo.

No tendría que haberse dejado convencer. Si se hubiera negado, ahora se habría despertado en su propia cama, en su propia casa y, después de nadar un rato en el estanque, podría meterse en su taller y seguir con el cuadro que había empezado la semana anterior. Sin embargo, aquí estaba, en un hotel de Sidney, a apenas una hora de entrar en un ambiente que le resultaba desasosegante y extraño, en busca de algo probablemente inalcanzable que de todas maneras reabriría muchas de las heridas que con tanto mimo había ido cuidando hasta que se habían convertido en retorcidos costurones del alma, ocultos a casi todos.

“¿Por qué te empeñas en hurgar en el pasado, Helena? —se preguntó mirando su reflejo en el gran espejo del tocador—. A tu edad y con tu experiencia deberías saber que el pasado no se puede cambiar, que ni siquiera se puede comprender, que la mayor parte de las cosas que sucedieron se han desdibujado hasta el punto de que ni tú misma sabes si fueron como las recuerdas o si, con el tiempo y la narración, han ido cambiando sutilmente hasta acabar convertidas en otra cosa, en otra historia que es la que has elegido contar a base de omitir detalles, de resumir, de tratar de dar coherencia a lo que sucedió.” Esa curiosa manía de los seres humanos de buscar el sentido de las cosas, ese impulso que nos hace ver figuras en las nubes de verano, en las manchas en el techo de una habitación, en las grietas de las paredes, hasta en la superficie de la luna. Pareidolia, se llama. El mismo impulso que nos hace creer que nuestra vida es un todo coherente, que tiene sentido, que todo lo que nos sucedió sirvió para algo positivo, algo que no tendríamos si no hubiéramos pasado por todos esos momentos de dolor, de sacrificio, de fracaso, de renuncia.

“¿Serías lo que ahora eres si no hubiera sucedido nada aquella noche de 1969? Si Alicia no hubiera muerto, te habrías limitado a ser la tercera socia en la empresa, a ocuparte de la administración, a pintar solo como hobby, en los ratos libres. Si no hubiera muerto, no habrías salido huyendo despavorida, no te habrías casado con Íñigo, ni habrías tenido un hijo por casualidad, ni los habrías abandonado a todos para lanzarte a la vida de artista que te llevó a recorrer el mundo en los años setenta, una más de los miles de drifters que pululaban por Asia buscando algo que Asia no podía darles porque no estaba dentro de ellos. No habrías tenido tantos amantes, tantas relaciones fallidas.O quizá sí, quizás ese impulso de cazadora estaba desde siempre en tu naturaleza y, de haber elegido una vida más convencional, te habría traído muchos más problemas, ya que, por muy moderno que se crea un marido, a casi ninguno le gusta que su mujer sea sexualmente libre.”

Sacudió la cabeza y terminó de pintarse los labios con el nuevo color rojo anaranjado que daba más luz a su piel bronceada. “Deja de darle vueltas. Ya has decidido. Tu vida es lo que es, y no está nada mal. Ahora a ese puñetero seminario, taller o lo que sea, y luego a España, a la boda de la niña, a disfrutar de Madrid unos días, ver si se concreta lo de la exposición y a volver a casa, a Adelaida, a seguir trabajando. El pasado está muerto y enterrado. Nunca sabrás lo que sucedió aquella noche. Te morirás sin saberlo y en el fondo dará igual. Los seres humanos tenemos que aprender a vivir con nuestra ignorancia. Basta ya. ¡A la calle!”.

Salió del hotel con tiempo de sobra para llegar puntual. Su maldito sentido de la puntualidad, inculcado por su padre, que siempre le había repetido: “La puntualidad es la cortesía de los grandes”. Los grandes. La arrogancia de su padre, que también había heredado.

Todavía no había conseguido explicarse a sí misma por qué había cedido a la suave y persistente presión de Carlos y se había inscrito en aquella “constelación”, que le ocuparía un fin de semana completo y que ni siquiera sabía bien qué era. Algo así como una terapia psicológica, una dinámica de grupo poco convencional, una de esas cosas que ella asociaba con la New Age y las tonterías pensadas para sacarle el dinero a hombres y mujeres, sobre todo mujeres, bien situados, de mediana edad y más bien crédulos. Horroroso.

Pero ya no era momento de darle más vueltas: lo había hecho y ahora tenía que apechugar. Igual hasta le servía de algo.

Dando la espalda al puerto, se internó por las callejuelas de The Rocks, el viejo barrio portuario de Sídney, llegó a la dirección que figuraba en la invitación, vio una puerta de madera pintada de azul turquesa con una placa sencilla de metal mate y subió la angosta escalera sin tener que tocar ningún timbre.

Se oía un murmullo de voces, casi todas femeninas, le pareció. Efectivamente, al llegar, sus ojos se cruzaron con otros cuatro pares de ojos de mujer y, en un instante, todas le sonrieron el color del silencio casi como dándole ánimos por haberse atrevido a comparecer. Lo que esperaba: detestable.

Sonrió también, aunque hubiera preferido salir de allí dando gritos, y enseguida la “consteladora” se acercó a ella con la mano tendida. Era una mujer grande y huesuda, de largo pelo gris trenzado a la espalda, vestida con una especie de saco suelto de color violeta sobre el que llevaba un collar aborigen. Seguramente era más joven que ella, pero el pelo sin teñir y el vestido que negaba todas sus formas de mujer la hacían parecer más vieja. Tenía ese aire semiesotérico que a Helena le hacía hervir la sangre, pero parecía genuinamente contenta de verla. Sería porque acababa de cobrar la transferencia por el importe del fin de semana, que no era precisamente barato.

—Bienvenida. Soy Maggie. Encantada de recibirte. ¿Tú eres?

—Helena. Helena Guerrero.

—Perfecto. Vienes de Adelaida, ¿no?

—Eso es.

—¿Hablas inglés sin dificultad?

—Claro. —Le pareció casi ofensiva la pregunta, aunque enseguida se dio cuenta de que su nombre no era en absoluto anglosajón y Maggie no podía saber que ella llevaba más de veinte años viviendo en Australia, más de cuarenta hablando en inglés.

—Bien, pues ponte cómoda. Tendremos las sesiones en esa sala de la derecha, elige la silla que prefieras. En los descansos aquí fuera habrá agua, té, café y zumos, algo de picar dulce y salado. Ah, y frutos secos. Todo entra en el precio que has pagado.

Le dedicó una última sonrisa y se marchó a recibir a otra participante, dejándola junto a la puerta de la sala donde iba a pasar los próximos tres días.

Era un espacio diáfano de unos sesenta metros cuadrados, con ventanas en tres de las paredes y un círculo de dieciocho o veinte sillas iguales de las que siete ya estaban ocupadas: cinco hombres y dos mujeres que cabecearon con amabilidad al verla entrar.

Pensó en sentarse en la silla que estaba más cerca de la puerta pero acabó decidiéndose por la de la mitad exacta del círculo. No tenía ni idea de si la “consteladora” sacaría conclusiones a partir de la posición elegida por cada uno, pero prefería que la considerara arrogante al haber elegido la posición central a que supusiera que tenía miedo y quería estar cerca de la salida.

Poco a poco fueron entrando los demás, hasta completar el círculo. Dieciocho personas: seis hombres, doce mujeres y Maggie. Todos tenían un aspecto normal y, sin darse cuenta, esta se descubrió pensando si no serían psicópatas disfrazados. Sacudió mentalmente la cabeza. ¡Qué idioteces se le ocurrían! Carlos había asistido a varias «constelaciones» y era perfectamente normal. Ella también lo era y estaba a punto de participar en una. Lo más probable era que todas aquellas personas fueran gente sensata con una gran curiosidad por descubrir cosas sobre sí mismos, o bien gente que llevaba tanto tiempo intentando sin éxito superar un dolor psíquico, un trauma, una herida que no cicatrizaba, que habían decidido darle una oportunidad a algo tan poco convencional como una “constelación”. Al menos a ella le parecía poco convencional, aunque por cómo se comportaban algunos de los asistentes, daba la sensación de que para varios no era su primera vez. Si la gente se animaba a volver, eso podía querer decir que no estaba tan mal.

Helena apenas sabía qué iba a suceder allí, a pesar de que Carlos y también Stefanie habían intentado explicárselo varias veces. Por lo que había podido comprender, se trataba de una especie de terapia de grupo que consistía en que cada uno de los asistentes, por turno, planteaba un problema íntimo que deseaba resolver, algo que normalmente llevaba muchos años  arrastrando. La persona en cuestión formulaba frente a los demás el problema y luego elegía de entre los asistentes a las personas que iban a representar a los familiares, amigos o enemigos que estaban relacionados con esa cuestión en concreto. Una vez elegidos, de modo absolutamente misterioso e incomprensible, al parecer empezaba una dinámica entre ellos que ponía de manifiesto aspectos del problema que en muchos casos nunca habían salido a la luz. Lo que le habían contado Carlos y Stefanie rayaba en lo esotérico y por eso durante muchos años se había negado a participar en una “constelación”, a pesar de que sentía curiosidad por ver si aquello podía ayudarla a superar el peor dolor de su vida, ese terrible dolor que yacía enquistado en lo más profundo de su alma y había marcado toda su existencia desde los veintidós años. No albergaba muchas esperanzas, pero no podía negar que muy dentro de ella titilaba una lucecilla de ilusionado deseo, como el de una niña que ha dejado de creer en los Reyes Magos, que sabe muy bien que son solo los padres, pero que aún quiere que exista la magia.

—Bienvenidos —dijo Maggie recorriéndolos con la vista—. ¿Os parece que empecemos?

Dos días después, Helena había presenciado ya doce constelaciones e incluso había sido elegida para participar en tres de ellas como figura actuante. Había visto a sus compañeros de seminario llorar, reír, retorcerse por el suelo, aullar de dolor, maravillarse de pronto ante la repentina comprensión de algo que llevaban toda la vida persiguiendo. Del pasado de aquellas personas se habían levantado terribles fantasmas que habían envenenado sus sueños y sus vidas durante años; algunos se sentían ahora más ligeros y liberados, otros no habían logrado comprender todavía lo que había sucedido en el tiempo de la constelación, otros más no se habían atrevido aún a plantear sus preguntas. Mientras tanto, todos recordaban los nombres de los demás y en la mayor parte de los casos aquellos dos días habían creado una relación más cercana e intensa que la que, en circunstancias normales, habrían logrado en dos años de relación. El conocimiento del dolor de los demás, de las heridas que aún marcaban sus vidas, guiados por la experta mano de Maggie, era lo que los había acercado entre sí, al menos a la mayoría de ellos.

Helena, sin embargo, se mantenía algo distante, como siempre; discretamente en la periferia. Y a pesar de que ya se había dado cuenta de que aquel sistema podía ayudar, no conseguía liberarse lo suficiente como para exponer delante de todas aquellas personas lo que solo había contado a unos pocos amantes y amigos a lo largo de su vida. Tampoco estaba convencida de que escenificando lo que sucedió en 1969 pudiera romperse la dura cáscara de culpabilidad y autorreproches que la había acompañado desde entonces.

De hecho, no quería regresar a aquellos días ni siquiera en sus propios recuerdos; no quería volver a la luz candente de Marruecos, a la magia de aquel jardín a finales de julio, al horror de lo que vino después.

—¿Quieres empezar tú la sesión de la mañana, Helena? La voz de Maggie la sobresaltó.

—No —contestó sin pararse a pensarlo.

—¿No? Vamos, mujer, estoy segura de que lo tienes ya formulado para ti misma; solo te falta decirlo en voz alta. Venga, ¿cuántas figuras necesitas? ¿A quién quieres elegir para que te represente? ¿Quién va a ser Helena mientras tú miras lo que sucede?

Sin ser consciente de haber tomado la decisión, pasó la vista por el círculo de sillas y detuvo su mirada en Claire, una mujer entrada en la treintena, rubia, pequeña, que parecía tener mucha experiencia participando en constelaciones. Era terapeuta familiar pero no la había elegido por eso, sino porque de algún modo tenía la sensación de que había algo en aquella chica aparentemente frágil que la representaba mejor que cualquiera de los otros, a pesar de que físicamente no podían ser más distintas. Claire inclinó la cabeza en un asentimiento y se puso de pie.

—Cuéntanos, Helena —dijo Maggie.

Como todos los australianos que había conocido, Maggie pronunciaba su nombre como “Jélena”, con hache aspirada y acento en la primera sílaba. Y eso, que en muchas ocasiones le molestaba, ahora le resultaba tranquilizador, como si la Jélena que estaba a punto de desnudar su alma en público fuera otra persona.

El primer día, en las presentaciones, ya les había dicho que era española pero que llevaba mucho tiempo viviendo fuera de su país, primero en Tailandia, luego en Bali, después en Australia. Sabían también de su infancia a caballo entre España, Marruecos y Suiza. No les había dicho a qué se dedicaba y nadie había tenido interés en saberlo.

—Sucedió hace muchos años —comenzó, titubeante—, el 20 de julio de 1969; bueno, entre el 20 y el 21, el día o más bien la noche en que la especie humana llegó a la Luna. Yo tenía veintidós años y estaba de vacaciones en una casa que mis padres tenían en Marruecos, donde había pasado casi todas las vacaciones de mi infancia. Estaban mis padres, mi hermana y mi cuñado. Y un montón de amigos de varias nacionalidades. Dábamos una fiesta en el jardín para celebrar el alunizaje. Mi hermana salió por la tarde a recoger unas telas que habíamos encargado para la decoración. —Helena tragó saliva, mirando al suelo—. No volvió. La policía la encontró al día siguiente. Su cadáver había aparecido entre la playa y las rocas en la desembocadura del río, debajo de la antigua fortaleza de los Oudayas. La habían violado y asesinado, seguramente para robarle la pulsera de oro con monedas de adorno que llevaba. Una pulsera que era mía, herencia de la abuela, y que yo le había prestado para la fiesta porque le iba mejor que el collar de perlas auténticas que había heredado ella.

“Desde entonces me he sentido…

Se interrumpió y todos se quedaron mirándola en silencio, esperando que terminara la frase. Maggie le hizo un gesto suave de invitación.

—No sé bien… —terminó—. Culpable… supongo.

—¿Por estar viva? —ayudó Maggie al cabo de un minuto de silencio total—. ¿Por haber podido seguir viviendo cuando tu hermana ya no podía hacerlo? Helena asintió con la cabeza.

—Pero también… impotente, estúpida, furiosa por no saber quién lo hizo, por no haber podido vengar a Alicia —continuó—. Llevo toda la vida luchando por pasar página y dejar todo aquello atrás. Sé que no tiene solución y, sin embargo… aquí estoy, como una idiota. Maggie no comentó sus palabras. Se limitó a asentir y preguntó:

—A ver, dinos a quién quieres ver representado. ¿Tus padres?

—Sí. —Háblanos un poco de ellos.

—Mi padre era comerciante, empresario… un hombre de negocios que se hizo muy rico en la época de la posguerra española. Era un franquista convencido, un hombre de derechas, que tenía una gran mano para los negocios de todo tipo. —Hizo una pequeña pausa mientras recorría los rostros de sus compañeros—. ¿Te importaría representar a mi padre, Ted?

El hombre se puso en pie.

—¿Y tu madre? —siguió preguntando Maggie.

—Una mujer muy guapa. Madre, esposa, ama de casa. —Se le escapó una risa nerviosa—. Bueno, ama de casa en el sentido de que sabía dirigir a los criados, organizar fiestas, relacionarse con la comunidad diplomática… cosas así. Sandra, me gustaría que lo hicieras tú, por favor.

—¿Quién más?

—Mi hermana, Alicia. Mi hermana mayor. Una chica maravillosa, cuatro años y medio mayor que yo. Rubia, fina, elegante. Estudió diseño en Milán y París. Ella y mi cuñado tenían una casa de modas que empezaba a irles realmente bien cuando… cuando sucedió. ¿Querrías hacerlo tú, Lily?

—Ahora quizá tu cuñado, ¿no?

—Mi cuñado no era de la familia. —Helena apretó los labios—. Quiero decir, que no era consanguíneo. No veo qué pinta él en esto.

—Se trata de un sistema familiar, no de vínculos de sangre. Tiene que estar.

Cerró los ojos con fuerza y la imagen de Jean Paul en 1969 explotó en su mente: guapo, bronceado, carismático, con su sonrisa blanca y su pelo largo. Pasó la vista por los compañeros y eligió al que menos se le parecía.

—Entonces hazlo tú, Tom, si no te importa.

—¿Alguien más? —insistió Maggie. Helena sacudió la cabeza.

—¿Quieres que pongamos también a la Culpa? Parece que es lo que más te ha preocupado todos estos años.

—Si va a servir de algo…

—Vamos a probar. ¿Alguien se siente llamado a hacer de Culpa? Gracias, Andy. Vamos, Helena, ven aquí a mi lado, siéntate y obsérvalos. Mira lo que sucede y lo iremos comentando.

A pesar de que ya lo había visto en las constelaciones de los demás participantes y de que ella misma, cuando había sido figura, también había notado esa curiosa sensación de no ser la misma de un momento a otro, le sorprendió que, nada más empezar, Ted, el que representaba a su padre, un hombre de unos cuarenta años más bien fofo y con barriga, pareciera envararse, estirarse y adoptar la actitud deportiva, casi militar, que su padre había mostrado siempre, hasta su vejez. ¿Cómo podía saber Ted qué tipo de hombre había sido su padre? Maggie también lo notó enseguida y empezó a preguntarle:

—¿Cómo te sientes? ¿Qué sientes hacia los demás? Ted empezó a caminar a pasos largos, decididos, abriendo y cerrando los puños, mirando en todas direcciones.

—Furia. Sobre todo furia, rabia. Me gustaría poder coger a alguien del cuello y apretar fuerte.

—¿A quién?

—No sé. Me da igual. Me gustaría romper cosas. Necesito relajarme, sacar esta rabia de dentro.

—¿Quieres pegarle a tu mujer? ¿A tus hijas? A la izquierda de Helena, dos de las mujeres que no “actuaban” en esa constelación, comentaron en voz baja:

—Podría ser un abusador.

—No —casi gritó Helena—. Mi padre jamás nos puso la mano encima. Y a mi madre la adoraba. No va por ahí la cosa.

Ted contestó también.

—Nunca le haría daño a mi familia.

—Entonces, esa rabia… ¿contra quién es? Se detuvo a pensarlo, en el mismo centro de la sala. Mientras tanto tenía dos rosetones encendidos en las mejillas y se le marcaban los tendones del cuello y las venas de las sienes. El resto de su “familia” ocupaba posiciones exteriores.

—Contra el asesino de mi hija. Nunca en toda mi vida había sentido una furia así, una rabia roja, que casi no me deja pensar. Y… no sé… hay algo más, alguien más, pero no sé qué es. Alguien me ha jodido la vida, me ha traicionado. Me ahogo solo de pensarlo.

—¿Tu mujer?

—No. Esa rabia no tiene nada que ver con ella.

Hubo una pequeña pausa. La que representaba a Alicia, la hermana asesinada, estaba casi de espaldas a los demás, con la mirada perdida por la ventana. Jean Paul estaba muy cerca de Helena y apoyaba una mano en su hombro. La Culpa se apretaba contra la madre, que intentaba rechazarla sin éxito.

—Entonces, si no ha habido traición por su parte, ¿por qué se siente tan culpable la madre? —preguntó alguien desde el círculo.

—¿Por qué te sientes tan culpable? —Maggie dirigió la pregunta a Sandra, la que representaba a la madre de Helena.

Sandra se retorcía las manos, trataba de apartarse de la Culpa y había empezado a llorar, con los hombros vencidos de dolor.

—No lo sé. Sé que hay un peso terrible encima de mí. Algo que nunca debí haber hecho. —De repente se dobló sobre sí misma agarrándose el vientre con las dos manos.

—¿Un aborto clandestino? —susurró alguien.

—No que yo sepa —dijo Helena maravillada por el sesgo que estaban tomando las cosas.

—¿Hubo más hijos en tu familia? —preguntó Maggie.

—Ahora que lo preguntas, sí. Entre Alicia y yo hubo un chico, Goyito, que murió de pequeño, de una meningitis.

—Quizá tu madre se sintiera culpable de su muerte.

Helena se encogió de hombros.

—Se pasó años vestida de negro, ella, que era tan guapa y tan amante de seguir la moda. Tardó mucho en superarlo, pero no tenía la culpa de nada. Fue una enfermedad que en aquella época era mortal con frecuencia. Nosotras éramos pequeñas, al menos yo. Apenas lo recuerdo.

—¿Y tú, Alicia? Lily, la chica que representaba a Alicia, volvió la cabeza por encima de su hombro, apartando por unos momentos la vista de la ventana.

—Siento una pena lejana, difusa. Nada intenso.

—¿Y qué más?

—Quiero irme lejos. Los quiero mucho a todos, pero necesito irme, apartarme, me siento oprimida, como en una jaula demasiado estrecha. Ven, Helena, dame un abrazo; tenemos que despedirnos.

Helena se puso en pie tan violentamente que su silla cayó al suelo con estrépito. Maggie le puso la mano en el brazo.

—Tú aún no. La otra Helena, la que te representa.

Claire se acercó a Lily y se abrazaron estrechamente mucho tiempo. Las dos sonreían, felices. Luego Lily aflojó el abrazo y se desligó de su hermana.

—Tengo que irme, Helena, pero siempre estaré contigo.

A la Helena real se le llenaron los ojos de lágrimas mientras la Helena de dentro de la constelación se arrojaba en brazos de Jean Paul, que la consolaba con una expresión pétrea. La Culpa se fue apartando lentamente de la madre y se colocó detrás de ellos dos, sin tocarlos, pero mirándolos fijamente.

—¿Qué sientes tú como marido de Alicia? —preguntó Maggie.

—Dolor. Un gran dolor. Y necesidad de proteger a Helena. Quiero estar a su lado.

—¿No sientes necesidad de estar al lado de Alicia, tu mujer?

—Ella ya se ha ido. No me necesita. La madre se acercó a Alicia por detrás, a pasos cortos, vacilantes. La abrazó por la espalda, apoyando la barbilla en su hombro y susurró:

—Perdóname.

—¿Por qué tiene que perdonarte tu hija? —intervino Maggie.

—No lo sé. Me ha venido a los labios sin más. No sé por qué. Maggie se volvió hacia Helena, que estaba secándose los ojos con un gurruño de pañuelos de papel.

—¿Te dice algo todo esto? ¿Ves cosas que los demás no sabemos cómo interpretar? ¿Reconoces algo? Antes de que Helena pudiera contestar, Martha, una mujer de mediana edad que había estado callada casi todo el tiempo, se puso de pie de golpe y entró en el círculo con decisión.

—Maggie, yo tengo que estar ahí. Hace falta algo más. ¿Puedo entrar?

La consteladora hizo un gesto de invitación con la mano mientras preguntaba:

—¿Por qué? ¿Quién eres?

—Mmm…

—Martha dio un par de vueltas por el círculo, acercándose y alejándose de todas las figuras—. Es difícil de decir… Creo que no soy un “quién”… —Todos la miraron, expectantes—. Creo… —continuó— creo… que soy un “qué”.

—¿Un qué? —preguntó Maggie sin inmutarse—. ¿Qué tipo de qué?

—Soy una sombra. Sí. Eso es. Una sombra. Helena se quedó mirándola horrorizada. Una sombra. Martha había dicho que era una sombra y que tenía que estar en la constelación. ¿Cómo podía saber esa mujer que en su vida siempre había habido una sombra, que en todos sus cuadros había una sombra? Se tapó la boca con la mano para no gritar, se puso en pie y huyó por el pasillo hasta encerrarse en el lavabo.

Una de las narradoras catalanas más destacadas del momento. Foto: Especial

Elia Barceló (Elda, Alicante, 1957) es profesora de Literatura Hispánica en la Universidad de Innsbruck, en Austria. Ha publicado novelas como El secreto del orfebre, que le valió el reconocimiento internacional y el título de “la dama de los mil mundos”, El vuelo del hipogrifo, Disfraces terribles, Las largas sombras y la serie Anima Mundi. También es autora de La inquietante familiaridad, una tesis sobre los arquetipos del terror en los relatos de Julio Cortázar. Su obra ha sido traducida a 18 idiomas, con gran recepción de lectores y críticos, consolidándose como una de las autoras españolas más reconocidas de la narrativa actual.

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