“LA BOQUITAS”: 12 AÑOS, 60 HOMBRES AL DÍA

03/12/2013 - 12:00 am

Esta es la historia de La Boquitas. La convenció un padrote con un dulce y en los siguientes años debió soportar hasta a 60 hombres diarios. En este relato se exhibe la vida de esclavitud a la que muchas mexicanas son sometidas, pero también revela el modus operandi de una industria que hace lo que quiere cuando quiere gracias a la impunidad que le da el dinero…

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Imagen: Especial

Ciudad de México, 3 de diciembre (SinEmbargo).– Delgada, con la espalda y las piernas descubiertas; la boca, pequeña y rojísima, seguía con la cara fruncida en un hotel de la calle Catorce Poniente, en Puebla.

Los gritos habían cesado. Imelda escuchó cómo las voces entre los policías federales bajaban de intensidad y cómo, poco a poco, aparecían las palabras del encargado del negocio.

Los hombres vestidos de azul cubrieron sus cabezas con pasamontañas y eligieron a algunas de las muchachas. Las más pequeñas parecían ser de su mayor interés. Por eso la eligieron a ella, porque fácilmente se le notaban los 12 años de edad. Y llamaba la atención.

Por eso se le quedó La Boquitas.

Así, o como Imelda, pide que se le identifique ahora, a pocos años, pero años luz de los días en que sobrevivía con 60 cuerpos al día encima del suyo.

Imelda nació y creció en el centro del Distrito Federal. La Plaza Pino Suárez le resultaba un lugar seguro. Una tarde se citó ahí con los amigos. Se le acercó un vendedor de dulces y le extendió uno.

–Él te lo manda –señaló el ambulante hacia la multitud de la que apareció la cara de un joven que empezaba a parecer hombre, amable y sonriente. Un bigote de peluza de durazno se le asomaba sobre los labios gruesos.

La niña aceptó el caramelo, acariciada por la idea del cortejo que venía.

–¿Cómo te llamas? –se acercó al fin–. ¿Eres de aquí? Creo que eres muy confiada.

–Me llamo tal. Sí, soy de aquí –respondió ella, confiada.

–¿Quieres comer? ¿Vamos por un helado? Eres muy bonita.

–Ya llegaron mis amigos…

La muchacha miró a un grupo de compañeros de la secundaria. Miró una pelota y se sintió infantil.

–Vamos aquí cerca.

Y ella fue.

***

Él dejó que ella escogiera primero el sabor del helado y caminaron lento, apenas tocando con los tacones la banqueta de Pino Suárez. Pasaron al lado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de Palacio Nacional y del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, sede del Gobierno del Distrito Federal.

Tomaron la calle de Madero y, cuando llegaron al Palacio de Bellas Artes, ella ya estaba hipnotizada. La chica escuchó el amargo relato del muchacho: golpeado desde muy niño por su padre, pobre hasta la adolescencia, venido a más como vendedor de autos, exitoso a sus 22 años.

–Soy de Puebla. Es el mejor lugar que puedes conocer. Hay cultura –deslizó él, mientras ambos observaban el mármol blanco traído de Italia.

Ella sólo asentía.

–¿Quieres ir a Puebla? –Gerardo hizo el lance.

La muchacha sintió vértigo.

–Apenas te conozco y ya me estás ofreciendo algo que no… –la muchacha de primero de secundaria quiso pasar como mujer experimentada.

–¡Ándale! ¿No tienes más amigas? ¿No tienes amigas que puedas llevar para que no pierdas la confianza?

–No. En realidad me junto con puros niños. No me junto con niñas.

–No te preocupes.

–No, no me preocupo, pero en realmente no tengo amigas.

–¿Y tu mamá?

La muchacha calló. Su madre, de acuerdo con los testimonios que daría después, la golpeada todos los días y desde los cinco años fue violada.

–Eres muy linda… Estoy enamorado de ti… Te pongo casa, podemos tener una familia –dijo Gerardo, un cazador de debilidades. Sabía que la muchacha iba a salir corriendo de ahí en ese mismo instante.

“Y entonces, en ese momento, confíe en él. No sé por qué lo hice”, recordaría levantando las cejas, frunciendo su boca pequeña. “Pensé que yo podía estar bien con él”.

Intercambiaron teléfonos.

***

Ella marcó a los pocos días. Coincidieron en que se amaban y acordaron que se irían de la Ciudad de México.

Una mañana de 2003, Imelda dejó un mensaje de despedida. Se iba a trabajar, garabateó sobre un papel que dejó arriba de la mesa de la cocina. No ofreció un solo detalle más. Salió de casa y se dirigió a la central camionera.

Subió al autobús rumbo a Puebla. Imposible saber que aún podía bajar del camión y volver a casa. La niña no tenía manera de suponer que quedaría atada a miles de caras desconocidas restregándose contra la suya. Que estaba a pocas horas de dejar de ser ella y convertirse en La Boquitas.

Gerardo la esperó al pie de la escalera del camión. La abrazó y explicó que el viaje no terminaba ahí, sino que debían seguir unos minutos más hasta San Miguel Tenancingo, ya en el estado de Tlaxcala. Imelda nunca había escuchado siquiera el nombre del lugar. Pequeña, distraída, nunca consideró extraña la cantidad de bares y centros nocturnos al pie de la carretera. Tampoco la afición de los ricos del pueblo por rematar sus casas con coronas de yeso y cemento.

Ella se aferraba a Gerardo, el hombre que la salvaba de la eterna amargura de su madre, del doloroso recuerdo del abuso sexual de un cercano a la familia.

La pareja buscó el vestido de novia que ella, a sus 12 años de edad, vistió con orgullo en una boda simulada. El joven instaló el hogar en el mismo edificio de departamentos en que vivían sus primos. Cada vez con más frecuencia, él dejaba el pueblo argumentando asuntos de negocios en varias partes del país. En eso no mentía.

Con el paso de los días, Imelda amistó con la familia de Gerardo, especialmente las mujeres de la casa: una multitud de hermanas, tías y primas de su joven esposo, quienes aprovechaban cada oportunidad para subrayar cómo su primo nunca dejaba sin dinero a la nueva mujer de la familia.

“Y te regaló una blusa” […] “Y te trajo un celular nuevo” […]. Y “ya te llevó otra vez de fiesta”.

Imelda se sentía halagada y privilegiada entre esas mujeres que tenían como otro de sus temas de conversación preferidos el de sus parientes en el gobierno de San Miguel Tenancingo, de sus amistades con policías de todos tipos en Tlaxcala.

Tiempo después, la niña entendería cómo esas conversaciones darían peso a las amenazas bajo las que viviría.

Pero en ese momento, la muchacha construyó una relación íntima especialmente con una de ellas a quien apodaban La Morena, una persona que se decía comerciante en el centro del Distrito Federal.

Imelda la admiraba porque le parecía la mujer más segura de sí misma que hubiese conocido. Lo que dijera era verdad y nadie parecía dispuesto a contradecirla. Por si fuera poco, se sentía protegida por esa mujer de voz gruesa y andar firme.

***

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Imagen: Especial

Un fin de semana, a los tres meses de unión, Gerardo apareció compungido. Imelda le buscó la cara, pero él la escondía, avergonzado.

Al fin, Gerardo se sentó a la orilla de la cama y susurró.

–Si un día nos falta dinero, tendrás que trabajar –dijo él.

–Sí, sí voy a trabajar, puedo lavar, puedo planchar. Todo eso hacía con mi mamá –se solidarizó la muchacha.

–No, no vas a trabajar en eso. Vas trabajar en el sexoservicio –soltó él, pero apenas notó el azoro de su esposa, cambió la gravedad del gesto por una risa.

Gerardo, como los de su especie, los padrotes, es un prestidigitador de emociones.

–Pues bueno –se unió ella a la broma.

Pero Gerardo regresó el puchero a su cara y, con lágrimas en los ojos, le explicó cómo sería asesinado si no pagaba una deuda.

–Si lo pago, me van a matar.

En realidad actuaba bien e Imelda creyó. La chica quiso aparentar seguridad y hablar con voz aplomada, como La Morena, pero sólo le salió un sollozo.

–Puedo trabajar de lo que sea. Te quiero.

Gerardo la encargó con una mujer y ambas caminaron hacia la calle Catorce Poniente de la capital poblana. Todavía la luz del día rebotaba contra la ceja de una cortina metálica cerrada que funcionaba como el aparador de un negocio de baños, éste fachada de lo que ahí verdaderamente se comerciaba.

La otra mujer e Imelda atravesaron el local y, medio escondida, una tela reveló, tras de una puertita, una fila de mujeres con la cara oculta bajo una gruesa capa de maquillaje para trucar la edad, fuera para simular más o para aparentar menos.

–Todo va a estar bien; no va a pasar nada –dijo la mujer que la dirigía antes de encarar al dueño del hotel.

–No. No les voy a dar cuarto. Se ve muy menor de edad. Ni credencial ha de tener –refunfuñó el hotelero escrutando a la niña de arriba abajo: los ojos asustados, el pecho casi plano.

–Mañana te la traigo con la credencial –prometió la mujer.

–Sí, pero si hay operativo… No la podemos aceptar aquí, porque se la van a llevar y no queremos problemas –endureció el gesto el hombre.

Abandonaron el lugar. Afuera, Gerardo hacia guardia arriba de su auto.

–No la dejaron trabajar porque no tiene credencial de elector.

El joven respiró hondo. Para Imelda, su compungido marido se desenvolvía ahora con una muy incómoda familiaridad con la situación. Gerardo se dirigió a ella.

–Te vas a sacar unas fotos infantiles. Te peinas con el pelo recogido –ordenó el cinturita. A las pocas horas, la muchacha tenía entre las manos una tarjeta que acreditaba su mayoría de edad.

El primer cliente de la chica de 12 años tenía entre 50 y 60.

“Yo gritaba, lloraba… Te empiezan a tocar y sientes asco y te quisieras morir en ese momento y lo único que haces para no sentir es cerrar los ojos, cerrar los ojos y sentir que se te pasa el tiempo volando”, recordaría Imelda en entrevista, casi una década después.

***

Dejaron Puebla. Si algo tiene una fecha de caducidad corta eso es una niña prostituida. El mercado exige caras nuevas, cuerpos desconocidos. “Carne fresca”, se dice en el argot de ese mundo.

Imelda ya sabía que Gerardo no estaba amenazado por nadie. También que no era la única y que repartidas por las calles de La Merced, en el Distrito Federal; Catorce Poniente, de Puebla; Isabel la Católica, de Irapuato, o Revolución, en Tijuana, tenía dos o tres carnalas, como se le llama a las mujeres que son explotadas por un mismo lenón.

Tomaron camino y se detuvieron en una casa de citas en Guadalajara, Jalisco.

Tras una corta estancia continuaron a Irapuato, Guanajuato. La zona de explotación sexual en esa ciudad ocupa la calle Isabel La Católica, una larga cuadra con tres o cuatro hoteles con lámparas repletas de insectos muertos. A las mujeres que ahí se prostituyen o que ahí se les prostituye se les dice “Chabelas”, hipocorístico del nombre de la avenida cercana a la central camionera de esa ciudad de El Bajío.

La Boquitas quedó anclada al Corsario, un antro con terraza ocupada como puesto de vigilancia por los tratantes.

Entre semana, Imelda comenzaba la jornada a las 10 de la mañana hasta la noche y, los fines de semana, de esa misma hora hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Cinco horas de descanso y de vuelta a la cantina.

En Irapuato, una de las ciudades más conservadoras del país, existía la obligación de obtener un carnet de identidad en la presidencia municipal. Del mismo hotel hacían el envío a la alcaldía de las mujeres para obtener una orden de revisión médica y asistir con ella al centro de salud. Ahí se lleva o llevaba un control de VIH que de resultar negativo, permitía la continuidad del trámite en el gobierno local: una credencial con fotos y datos. Esta es la defensa de una mujer ante un arresto durante un operativo de la policía.

Sin importar su evidente minoría de edad, Imelda obtuvo su carnet para trabajar entre Las Chabelas.

***

Desde Puebla, a los pocos días de que la llevara al hotel, Gerardo comenzó a golpear a Imelda. La violencia es práctica común entre los proxenetas del sur de Tlaxcala, descendientes de una casta de esclavizadores que, según algunos informes, data de la Conquista. Otros estudios apuntan a que la práctica y enseñanza del lenocinio en ese sitio está originada en los años cuarenta del siglo pasado.

Como sea, los padrotes de Tlaxcala golpean a las mujeres que seducen para menguar su resistencia. Una práctica frecuente para retenerlas en las calles es el secuestro de sus hijos, a sus propios hijos, a los que tienen con las mujeres a las que comercian. Con el tiempo, algunos de esos niños se convierten en explotadores de mujeres que llegan a sus vidas como lo hicieran sus madres a las de sus padres.

–¿Cómo te golpeaba? –pregunto a Imelda, quien atraviesa un programa de recuperación psicológica y aprendizaje laboral en la organización no gubernamental de Camino a Casa.

–Hubo una ocasión en que llegué con un chupetón el cuello, porque un cliente se puso agresivo y me lo hizo. Cuando Gerardo lo notó, me gritó que si yo andaba con alguien, que si me gustaba dar servicio, que si yo estaba muy caliente. Me desnudó, me fotografió y conectó una plancha. “Vas a sentir lo que es estar verdaderamente caliente”, me dijo. Me acostó, me abrió de piernas y me puso la plancha.

–¿Cómo se llama él?

–Gerardo Altamirano Olivedo. Es el nombre supuestamente real, pero como lo tengo en el acta de mi hija es Gerardo Altamirano Campos. Lamentablemente es el padre de mi hija. Mi hija está conmigo, bueno no exactamente conmigo… Ya cumple cinco años. La tuve a los 15 años. Nació en Tlaxcala.

–¿Te obligó a trabajar encinta?

–Sí, hasta los siete meses de embarazo y debía hacer la misma cuenta, porque también embarazada me pegaba.

–¿Secuestró a tu hija para obligarte a trabajar?

–Me la quitó al mes y no la pude ver hasta un año después. La cuidó una mujer conocida como La Comadre. Mi niña siempre tenía moretones. Y me la quemaron en la mejilla, no sé con qué, cuando me la traje ya tenía una quemadura aquí –se señala el rostro.

***

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Imagen: Especial

Las mujeres vendidas en las calles de México se mantienen durante varios años en un circuito comercial. Algunas son llevadas a Estados Unidos, donde los explotadores de Tlaxcala mantienen redes desde Los Ángeles hasta Nueva York. Una de las compañeras de Imelda relata su relación con un cliente frecuente, un policía de Nueva York, a quien le pidió ayuda para escapar. Regresó a México al día siguiente con ambos ojos morados. El policía la denunció.

De regreso a Puebla, hacia el 2006, Imelda fue vestida para trabajar en otro hotel de la Catorce Poniente llamado La Rosa. Una noche, una horda de hombres irrumpió en el sitio.

“¡Policía Federal!”, vociferó alguno de ellos, mientras otros tomaban por el cuello al encargado del tugurio y los demás bloqueaban la salida del hotel. Unos más abrieron puerta por puerta para concentrar a la veintena de mujeres y niñas en el patio central del sitio.

No era la primera vez que los agentes llenaban el lugar, mejor conocido en el ambiente como “La Roca”.

–¿Qué pasó? –pregunto a Imelda.

–Durante el segundo operativo entraron policías federales. Sacaron a los clientes y nos dejaron encerradas. Nos pidieron las credenciales y se empezaron a meter con las chicas a los cuartos. A otras nos grabaron desnudas. Decían que si no nos dejábamos se enterarían nuestros padres. Golpearon a una de las chicas y le pidieron 50 mil pesos al dueño para no clausurar el hotel. Los pagó en ese momento. Como yo era la única menor de edad ese día, me culparon y dijeron que debía trabajar más. En el tercer operativo ocurrió lo mismo. Unas 30 chavas fueron ocupadas por los federales de un total de 60 que hay en ese lugar. Yo fui una de ellas.

–¿Cómo era el Policía Federal que te ocupó?

–Tenía capucha. Ellos me decían que yo era un perra y que era una puta y que nada más para eso servía y que pobrecitas de nosotras que estábamos ahí. Eran como clientes normales, pero nos decían más estupideces.

–¿Cuáles son los criterios por los que para un padrote vale una mujer?

–La más joven vale más al principio, pero la que dura más años, la que aguanta más es la mejor. Esa es a la que más consienten, es a la que más quieren, ella es la que va y enseña a las nuevas chicas.

–¿Cuando tú tenías 12 años o durante los cuatro años que estuviste ahí viste chicas más jóvenes?

–De entre ocho y diez años. Eran dos, ellas vendidas por sus papás. Su padrote, un hombre como de 50 años, también era de Tenancingo.

–¿Supiste que mataran a alguna de las chicas?

–En una ocasión, en Tenancingo, mataron a siete. Las encontraron desnudas en una iglesia. Nunca salió en el periódico ni nada por el estilo. Yo tenía 13 o 14 años cuando los rumores corrieron por todos los hoteles.

***

Imelda conoció otros proxenetas, primos y amigos de Tlaxcala de Gerardo: El Güero, El Chicote, El Cabañas, El Polluelo, El Conejo, El Panzas, El Oso, El Bambam, El Moreno, El Alien.

A Gerardo le llamaban Zaragoza. Imelda notó que los hombres dedicados a esclavizar mujeres les resultaba bastante entretenido ponerse a sí mismos sobrenombres relacionados con el pene.

“Todo el tiempo se pelean entre ellos el título del ‘más verga’”, habla Imelda. “Les gusta las cosas extravagantes: lentes, anillos, reloj, se pintan el cabello de rayos. Rubio o rojo. Usan mucho oro y tenis marca Nike, Puma, Adidas. Eso es lo único que usan ellos. Otros visten bien raro: botas vaqueras, sombrero con cosas de oro. Su música es de corridos, de banda. Ni saben de música, pobrecitos.

–¿Tatuajes?

–De la Santa Muerte. El mío sí tenía tatuajes en cada brazo. Uno era un óvulo fecundado por espermas. Tenía una boca de los Rolling Stones y a una mujer desnuda y en el otro brazo una espada con una serpiente y un corazón atravesado. El mío no hacía ejercicio, pero algunos levantan pesas. Les gustan sus cuerpos. Algunos se hacen cirugías plásticas, se afilan la nariz. El mío no, pero sí se depilaba las cejas Lo que sí tenía era un arete de oro en una de sus orejas y coronas de oro en los dientes de enfrente. Siempre se dejaba el bigote y a veces una barba de candado que se fue cerrando con el paso de los seis o siete años que esclavizó a Imelda.

Imelda no sólo trató con padrotes. Amistó con un cliente, un hombre que de 62 años de edad de quien sólo recuerda sus nombre de pila, José Víctor. La niña aprendió que la discreción es una puerta de escape y a nadie confió las recurrentes visitas de ese hombre que no le pedía sexo.

“Entraba conmigo, pagaba el servicio, pero nada más platicaba. Sólo sé que estaba enamorado de mí. Al principio no quería decirle nada porque no le tenía confianza, pero me visitaba cada tercer día. Me daba 1 mil 500 pesos sólo por platicar con él una hora. Decía que esa vida no era para mí, que si tenía sueños los podía realizar. Me lavó la cabeza y me llevó dos años decidirme”.

El hombre mayor ahorró dinero. Compró ropa para la Imelda y su hija. Consiguió maletas que ella escondió debajo de su cama. A la vez, ella dedicó un año en ganar la confianza de su padrote a quien complacía con la entrega de más dinero del exigido. Comenzó a participar en el negocio y llevó una niña enganchada por el hermano de Gerardo a Irapuato para que trabajara.

Así ascienden las mujeres en ese sistema. Las más afortunadas se vuelven las esposas de sus chulos y madres de futuros chulos. Imelda ganó, al fin, un día de descanso a la semana. Por esos mismos días, la familia de Imelda se mostraba especialmente insistente en verla. La muchacha pidió permiso a Gerardo de visitarlos. Él se negó, pero una vez le tocó atender la llamada telefónica de algún familiar de ella y se embrolló cuando le reclamaron una explicación por la permanente indisposición de su esposa y de su hija.

El padrote dudaba. Sentía que no debía confiar en la confianza que le inspiraba Imelda, pero también lo incomodaba la manera en que la familia de Imelda se asomaba.

–No puedes ir, porque no hay dinero –se justificó ante Imelda.

–¿No hay dinero? Si te traigo más de la cuenta.

–Te dejaré ir el día de tu descanso, en dos semanas, pero vas de ida y regreso –Gerardo resolvió mostrar su magnanimidad.

En la semana siguiente, Imelda y José Víctor reunieron 45 mil pesos que ella puso ante la mirada aprobatoria de Gerardo, a quien le daba por ponerse generoso y obsequió mil pesos a Imelda.

–Ten, para que gastes. Te quiero temprano de regreso. No te puedes quedar con tus papás –y le entregó a la niña.

Imelda aguardó. Esperó al día siguiente, un martes, en que comenzaba su permiso y tomó lo indispensable de ropa y zapatos. La señora que rentaba el sitio en que vivía le consiguió un taxi y un empleado de la tienda en la esquina la acompañó a la terminal de camiones.

Tomó el autobús y llegó a casa de su tía. Al día siguiente volvió a la Ciudad de México a presentar la denuncia ante el Ministerio Público. Terminó el día en un albergue.

“Nos amenazaron a mí y mi familia. Pero ya no volví. Nunca regresé a La Merced. Escapé hace seis años. Trabajo y estudio para cultora de belleza. Aprendo a poner uñas de acrílico. Ahí la llevo. Me despiertan las pesadillas, pero sé que voy para adelante. En tres meses seré mamá otra vez y mi novio está conmigo”.

–¿Y el hombre que te ayudó a escapar?

– José Víctor estaba mal del corazón. Murió hace dos años. Murió después de cumplir su misión. *

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