LECTURAS | El lado oculto de la luna, de Anthony O’Neill

04/03/2017 - 12:04 am

Un relato que salta con gusto en la ingravidez lunar, repartiendo a su paso cadáveres y sangre. Los días oscuros en el Purgatorio.

Ciudad de México, 4 de marzo (SinEmbargo).- Anthony O’Neill escritor origen australiano. Ha publicado las novelas The Lamplighter, The Empire of Eternity, The Unscratchables. Su obra ha sido traducida a 13 idiomas. En octubre de 2014, 20th Century Fox compró los derechos de la película de El lado oculto de la luna y en marzo, con traducción de Raquel Castro y Alberto Chimal, sale la novela en español.

Es una novela negra de ciencia ficción. En El lado oculto de la luna existe una colonia llamada Purgatorio donde están recluidos asesinos, criminales y otros seres humano con un sombrío perfil. Hasta esa colonia llegará un investigador policíaco para desentrañar el misterio de varios asesinatos en serie. Así conoceremos a un androide amnésico que quiere conquistar el Purgatorio y todo lo que sucede a partir de estos hechos.

Editorial Océano nos permite publicar unas páginas de este libro tan esperado.

El lado oculto de la luna, con traducción de Raquel Castro y Alberto Chimal.

Toda persona es una luna, y tiene un lado oscuro que nunca le muestra a nadie. Mark Twain Selecciones del Código Brass No tomes; apodérate. Mata las hierbas antes de que echen raíz. Sonríe. Sonríe. Sonríe. Mata. Sonríe. Enójate mucho a menudo. Y hazlo bien. ¿Rrendirce? Ni siquiera lo podemos deletrear bien. Si le pones suficientes plumas, puedes hacer que cualquier cosa vuele. Nunca dejes que la mosca sepa cuándo vas a dar el golpe. Los obreros son como los perros: dales palmaditas en la cabeza de vez en cuando. Y ponlos a dormir cuando sea necesario. Miente. Miente. Miente. Pero recuerda. Muévete. Muévete. Mientras los otros duermen, muévete. Nunca sabes dónde va a llover. Así que siempre lleva contigo una negativa. Encuentra Oz. Y sé el Mago.

Es bueno tener un rival. Es mucho mejor aplastar su cráneo. Si no puedes cubrir tus huellas, cubre a los que las vean. Es piadoso ir a la yugular. Niégate a enfermarte. Que sea tu principio. Da la mano en público. Decapita en privado. Los amigos te ayudan a llegar a tu meta. Los demás son gusanos. El amor al dinero es la raíz de todo progreso. Visualiza El Dorado. Toma El Dorado. Encuentra otro El Dorado. La envidia de los otros es un banquete que se repone solo. Una racionalización al día mantiene alegre tu conciencia. Nunca golpees tu cabeza contra la pared. Golpea la de alguien más. No violes una ley. Viola La Ley. Los perdedores se ponen obstáculos. Los ganadores brincan a los perdedores como si fueran obstáculos. Los genios son sus propios salvadores. No puedes servir a dios y a la Riqueza. Serás un verdadero conquistador cuando sostengas en alto la cabeza del rey. La depresión es para los indolentes.

¿Cuál es el sentido de ponerse en los zapatos de alguien más? A menos de que sus zapatos sean mejores que los tuyos. Sólo un lunático viviría en la luna. La luna es una roca muerta. O más bien, ochenta y un trillones de toneladas de roca muerta. Ha estado muerta por cerca de cuatro mil millones de años. Y te quiere muerto a ti también, tanto como una piedra muerta puede querer algo. Así que puedes ir de prisa. Una avalancha puede sepultarte. Una tubería de lava puede derrumbarse sobre ti. Puedes caer de cabeza en un cráter. Un meteorito puede chocar contra tu hábitat a setenta mil kilómetros por hora. Un micrometeorito puede hacer explotar tu traje espacial.

Una súbita descarga de electricidad estática puede hacerte pedazos en una esclusa de aire. Un resbalón, una cortada, un sello roto, un tanque de oxígeno defectuoso puede matarte en minutos. O puedes ir un poco más despacio. Un mal funcionamiento de un cableado puede hacer que se cierren los filtros de aire. Un programa de computadora corrompido puede hacer un caos en el sistema de control de clima. Un patógeno particularmente desagradable (por ejemplo, una variedad mutante de bacteria que haya prosperado en un ambiente cerrado) puede matarte en días.

Si estás afuera, en la superficie, un descenso súbito en la temperatura entre una zona iluminada y una de sombra puede causarte un choque térmico. Una tormenta solar puede tostarte como un platillo para microondas. Una falla en un vehículo puede hacer que te quedes sofocado en tu traje espacial. O puedes ir por incrementos en el curso de varios años.

El polvo lunar puede avanzar como el asbesto por las fisuras más profundas de tus pulmones. La exposición prolongada a los vapores químicos y fugas de gas puede arruinar tu aparato respiratorio completo. La gravedad reducida (una sexta parte que la de la Tierra) puede debilitar mortalmente tu corazón. La radiación cósmica (los rayos galácticos de soles muertos y agujeros negros) puede deformar tus células. Eso sin mencionar un coctel de factores psicológicos (privación sensorial, insomnio, paranoia, claustrofobia, soledad, alucinaciones) que pueden desordenar tu mente como si fuera un mazo de barajas.

En la Luna, para abreviar, puedes morir a causa del ambiente. Puedes morir por accidente. O puedes matarte tú mismo. Y, por supuesto, también puedes ser asesinado. Por gángsteres. Por terroristas. Por psicópatas. Por ideólogos. O simplemente porque sale muy caro mantenerte vivo. Sólo un lunático (o un renegado, un paria, un misántropo, un adicto al riesgo o un asesino múltiple) podría vivir en la Luna permanentemente. Kleef Dijkstra es un lunático. Y un asesino múltiple. Hace veintiocho años, dos semanas antes de las elecciones nacionales en los Países Bajos, hizo explotar las oficinas en Ámsterdam del recién formado Nederlandse Volksbond, cuyos principios él apoyaba ostensiblemente, en un intento fallido de culpar a activistas pro inmigración y ganar así votos para el partido. Seis personas murieron y treinta resultaron heridas. Más adelante, durante el mismo mes, enfurecido porque el Partij van de Arbeid ganó un número jamás antes visto de escaños en la Cámara de Representantes, se armó con una Beretta arx 190, se abrió paso a disparos a través del cordón de seguridad en el Hotel Van Buuren en La Haya, y asesinó a cuarenta y siete miembros del partido. Combinando las cifras de estas dos masacres y de otros incidentes aislados, más pequeños, Kleef Dijkstra es responsable de la muerte de sesenta y dos personas. Después de su arresto, los psiquiatras forenses de la Corte determinaron que Kleef Dijkstra era un esquizofrénico paranoide. Argumentaron que tenía tendencias sociópatas, desorden narcisista de la personalidad, delirio de grandeza y episodios psicóticos. No mostraba arrepentimiento por sus crímenes y les informó en algún momento a sus examinadores que le hubiera gustado matarlos a ellos también. Los psiquiatras concluyeron que había muy pocas posibilidades de rehabilitación, incluso utilizando las técnicas más modernas y sofisticadas, y recomendaron una estancia de larga duración en una cárcel de alta seguridad. Muchos otros estuvieron en desacuerdo.

Pese a la aversión europea hacia la pena capital, muchos comentaristas en los Países Bajos y en otros lugares argumentaron que Dijkstra, de acuerdo con sus propios y muy personales valores, tendría que ser sentenciado a muerte. El encarcelamiento, después de todo, sería costoso y dejaría abierta la posibilidad de que se convirtiera en un héroe tras los barrotes, inspirando a gente con sus mismos ideales por medio de misivas de contrabando. Dijkstra, alarmantemente magnético a su modo, ya había declarado que “la batalla apenas había comenzado” y que en cien años “habrá monumentos con mi efigie en las plazas de toda Europa”. Se encontró una solución.

En ese momento, la Luna estaba en las primeras etapas de su desarrollo: la minería había comenzado en la Cara Visible y había abierto el primer hotel en la Base Doppelmayer. Pero los efectos físicos y psicológicos a largo plazo eran aún prácticamente desconocidos. Las expediciones por la superficie eran necesariamente breves, y a menudo tenían efectos secundarios perturbadores: desde envenenamiento y ceguera temporal por radiación hasta alucinaciones y colapsos nerviosos. En un incidente famoso, un minero se volvió completamente loco y mató a hachazos a cinco de sus compañeros de trabajo en una pequeña base prefabricada, ubicada en el Mar de las Tormentas. Así que los prisioneros con condenas largas, primero en Rusia y Estados Unidos y después en el resto del mundo, recibieron la opción de cumplir su sentencia en la Cara Oscura de la Luna. Estarían lejos de la Tierra por al menos 356,700 kilómetros (la distancia de la Tierra a la Luna en su punto más cercano) más otros 3,500 kilómetros de roca lunar (el diámetro del propio satélite). Estarían confinados en hábitats aislados (llamados iglús) del tamaño de un departamento citadino de dos recámaras y protegidos de la radiación por arena lunar compactada, también llamada regolith.

No tendrían trajes espaciales o vehículos de transportación lunar, lrv, por sus siglas en inglés. Todos los suministros les serían entregados a través de una serie de escotillas a prueba de errores. Toda comunicación, tanto de entrada como de salida, sería por medio de cable de fibra óptica subterráneo y estaría debidamente monitoreada. Si la interacción cara a cara resultaba absolutamente necesaria, el visitante sería acompañado por un escuadrón de guardias armados. Los prisioneros estarían completamente solos, pero también disfrutarían de un nivel de autonomía virtualmente imposible en una prisión terrícola. No estarían en un sistema carcelario. No habría insultos de los guardias ni de otros prisioneros. No habría duchas comunales. En resumen, no habría posibilidades de ser violado, golpeado o asesinado. Y a cambio de esa libertad, los prisioneros sólo tendrían que monitorearse a sí mismos y reportar cambios psicológicos; exponerse, en horarios programados, a dosis prolongadas de luz solar no filtrada a través de tragaluces, y a exámenes psicológicos vía tele-link.

Después de dos años de papeleo, Kleef Dijkstra recibió el permiso de residencia para uno de esos iglús lunares. No mostró emoción alguna cuando se le informó al respecto. De hecho, él parecía pensar que era un hecho desde antes, como si la decisión hubiera sido guiada por fuerzas superiores. Declaró que tenía “mucho trabajo que hacer” e inmediatamente solicitó una membresía para las bibliotecas y bases de datos más importantes del mundo. Veinticinco años después, Kleef Dijkstra es uno de los residentes más antiguos de la Cara Oculta.

Sólo el terrorista georgiano Batir Dadayev ha estado en la Luna por más tiempo. Ambos hombres, junto con otros once sobrevivientes del ahora desaparecido Programa Carcelario ExoTerrestre (Off-World Incarceration Program, owip), viven en un radio de setenta kilómetros alrededor del Cráter Gagarin, en el hemisferio sur de la Cara Oculta. Físicamente, los trece son prácticamente irreconocibles a como eran en la Tierra. Su columna vertebral se ha estirado, haciéndolos notoriamente más altos. La redistribución de líquidos les ha dado pecho de barril. Sus caras están hinchadas. Sus piernas son largas y delgadas. Sus huesos se han vuelto quebradizos y sus corazones se han encogido. En sus cuerpos se han dado muchas adaptaciones sutiles por la vida en microgravedad.

Mentalmente, sin embargo, el cambio no ha sido uniforme. Algunos de los prisioneros, como Batir Dadayev, han renunciado a sus viejas ideologías. Un par ha desarrollado síntomas de demencia temprana. Unos pocos se han suavizado hasta cierto punto, e incluso afirman haber experimentado remordimiento genuino. Uno se ha vuelto profundamente religioso. Y un puñado de obstinados, como Kleef Dijkstra, no han cambiado en absoluto su visión del mundo.

Dijkstra, como él mismo diría alegremente si pudiera, vino a la Luna con un propósito específico: escribir su manifiesto político, un compendio de análisis históricos, teorías económicas y detalles autobiográficos al estilo de Mein Kampf (un libro que Dijkstra considera formativo, pero de aficionado). Naturalmente, él no subestimaba los protocolos de seguridad destinados a mantener en cuarentena su sabiduría, pero tenía la confianza de ganarse con su brillantez retórica a los doctores que lo examinarían —y sólo hacía falta ganar a uno—, de modo que sus palabras saldrían de alguna manera. O tal vez el mismo paso de los años volvería a su escritura de “interés público”. En todo caso, parecía sólo una cuestión de tiempo que su manifiesto lograra su justo reconocimiento.

El documento completo —“Carta desde la Cara Oscura”— es explosivo, incoherente, y lleno de datos inexactos y lecturas de la historia altamente cuestionables. También abarca 3,600 páginas. Dijkstra lo ha estado revisando durante dos décadas enteras. Su esperanza inicial de distribuirlo ampliamente tan rápido como fuera posible resultó ser infundada: sus doctores eran de mente más cerrada que lo esperado. Pero él no se ha desanimado. La demora sólo le ha dado tiempo extra para refinar sus argumentos, fortalecerlos con más precedentes históricos e incluso crear historias fuertemente simbólicas —“parábolas”— para subrayar sus ideas. Y en todo caso, pronto fue obvio para Dijkstra que “Carta desde la Cara Oscura” no es un manifiesto cualquiera: es la nueva Biblia. Será citada y vuelta a citar interminablemente.

Vidas enteras girarán a su alrededor. Es infinitamente más importante que su propio cuerpo perecedero. Es una cápsula de tiempo para un genio trascendental, arrojado por el cosmos a lugares y eones que él sólo puede imaginar. Mientras elucubra estos pensamientos —actualmente está trabajando en el Libro XXVI, “Rojo en la Verdad y la Ley: la Realidad Brutal de las Economías Exitosas”— Dijkstra escucha un trino distintivo y pasa del monitor de su escritorio a observar el exterior. Una cámara muestra la escena justo afuera de la puerta de su iglú. Un hombre está de pie allí fuera. Sobre la planicie de polvo gris cenizo de Gagarin. En el vacío lunar. Con el sol resplandeciendo tras él. Excepto, claro, que no puede ser un hombre. No lleva un traje espacial. Viste, de hecho, un traje negro inmaculadamente hecho a la medida con camisa blanca y corbata negra. Su cabello negro trae raya hecha a navaja. Sus hombros son anchos, su complexión delgada, su cara agradable. Y sonríe. Se ve como un antiguo vendedor de enciclopedias. O como un mormón. Pero obviamente es un androide.

Esto no es inusual. Ocasionalmente, cuando se deben llevar a cabo tareas de mantenimiento, el owip manda a un droide. Les ahorra el problema de reunir a los guardias armados. E incluso si un prisionero fuera capaz de vencer de algún modo a un droide, o inhabilitarlo, le serviría de poco: no habría un vehículo presurizado en el cual escapar, pues los androides suelen desplazarse en lrv estilo “carreta lunar”.

Y no le daría mucha ventaja tomar a un droide de rehén: el owip simplemente daría la unidad por perdida y le negaría privilegios al prisionero por un tiempo. Dijkstra aprieta un botón para abrir la puerta de la esclusa de aire. El androide da un paso hacia dentro, aún sonriendo.

Estrictamente hablando, con los robots no son necesarios procedimientos completos de presurización, pero el polvo lunar necesita ser removido. Así que el androide levanta sus brazos mientras limpiadores electrostáticos y ultrasónicos dan vueltas a su alrededor como los cepillos en un autolavado. Entonces las luces rojas dejan de centellear y se encienden las luces ámbar. Entonces suena la señal de que todo está listo.

Dijkstra abre la puerta interna de la esclusa de aire y el droide pasa al interior. —Buenos días tenga usted, señor —dice, extendiendo una mano—. Y muchas gracias por dejarme entrar. —No hay problema —dice Dijkstra, nervioso a su pesar. Siempre le han gustado los androides —como símbolos de economía despiadada—, pero éste es desconcertantemente real, hasta intimidante. Y su mano se siente sensual… casi sexual—. ¿Te ha mandado el owip? —pregunta deprisa. —¿Puede repetir eso, señor? —Pregunté si te ha mandado el owip. —Lo siento, señor, no reconozco ese nombre. ¿Es una compañía, un consorcio, una oficina de procuración de justicia o un departamento gubernamental? —Es un programa internacional, pero no importa. ¿Estás entonces con un equipo de investigación? —¿Qué quiere decir con “equipo de investigación”, señor? —Geológica… sismológica… astronómica… —No estoy con un equipo de investigación. Estoy buscando El Dorado. —¿El Dorado?  —Eso dije, señor. Por unos segundos Dijkstra se pregunta si es una especie de broma. Pero entonces se le ocurre una posibilidad. —¿Estás con uno de los equipos de minería? —No estoy con uno de los equipos de minería, señor. —¿Pero quieres ir a El Dorado? —Correcto, señor. —Bueno, puede ser un lugar nuevo del que no sé… —¿Entonces no puede ayudarme, señor? —No, si quieres ir a El Dorado.

El androide guarda silencio. Es imposible decir por qué —su expresión tonta no cambia—, pero ahora parece tener algo siniestro. Sin embargo, Dijkstra, siempre hambriento de una oportunidad de hablar (con cualquier cosa), se resiste a dejarlo ir. —¿Puedo ayudarte de algún otro modo? —pregunta—. Tal vez te gustaría… —está a punto de decir “recargar combustible”, sin embargo se detiene. Es absurdo, pero mientras más humano es el robot, menos inclinación tiene a reconocer su artificialidad—. Tal vez quieras sentarte un rato. —¿Tiene algún alcohol de alto grado, señor? —Lo siento, no. —¿Cualquier tipo de alcohol? —No bebo. —¿Tendrá entonces algún otro tipo de bebida? —¿Qué tal café? Café instantáneo. —Sería excelente, señor. Aceptaría un café instantáneo. Con quince cucharadas de azúcar. —Puedo hacer eso —dice Dijkstra.

Claramente el droide es de esos modelos propulsados por alcohol y glucosa. En los viejos tiempos se les creaba así con frecuencia, para que pudieran mezclarse con los humanos. Tenían apetitos identificables, e incluso la necesidad de eliminar desperdicios. Dijkstra prepara el café. El agua hierve a temperatura más baja en la Luna, pero la mayoría se ha acostumbrado a infusiones tibias. —¿Puedo preguntarte con quién estás? —pregunta, desde detrás de la cacerola burbujeante. —Estoy yo solo, señor. —Pero debes estar… —empieza a decir Dijkstra, y luego se contiene. Tal vez el droide es una especie de unidad de monitoreo, encargada de observarlo de cerca. Incluso ahora, sentado remilgadamente ante la mesa, parece llevar a cabo una lenta revisión del cuarto. —Tiene un lugar muy bonito, señor —dice el droide, sonriendo. —Gracias —responde Dijkstra—. Es espartano, pero muchos de los grandes hombres de la historia fueron espartanos. —¿Usted es un espartano? —Bueno, no estaría aquí si no lo fuera. —¿Usted es un gran hombre? —Eso tendrá que decidirlo la historia. —¿Usted es un conquistador? Dijkstra se encoge de hombros. —Todavía no. —Yo voy a ser un conquistador —dice el droide. —Supongo que por eso quieres llegar hasta El Dorado. —Ésa es precisamente la razón, señor. ¿Somos rivales? —¿Rivales? —Si usted también aspira a ser un conquistador, entonces somos rivales, ¿no es así, señor? —Sólo si tú quieres serlo. Dijkstra llena la taza de café y considera la posibilidad de que haya algo mal con el androide.

La línea de comunicación de la Cara Oscura, su única conexión con el mundo exterior, ha estado caída durante unas veinte horas. Pasa a veces: flujos solares y radiaciones cósmicas pueden provocar un cortocircuito en las subestaciones y las cajas de conexión. Así que este androide también puede tener fritos algunos circuitos. Se acerca a la mesa y maniobra para sentarse mientras le tiende el café. —Ya lo agité. —Le agradezco, señor. El androide —en realidad es sorprendentemente guapo, piensa Dijkstra— levanta la taza y toma sorbos delicados, como un vicario en el té de la tarde. —Éste es buen café —afirma. —Gracias —dice Dijkstra—. ¿Vienes de… alguna base? —No recuerdo de dónde vengo, señor. Sólo miro hacia delante, al futuro. —Bueno, eso tiene sentido. —Sí que lo tiene, señor. ¿Usted vive aquí de modo permanente? —Sí. —¿Totalmente solo? —Así es. —¿Entonces cómo contribuye al resultado? —No estoy seguro de a qué te refieres con “resultado”. —¿Es usted un recurso o un riesgo? —Ciertamente me clasificaría a mí mismo como un recurso. —¿Para la economía? —Para el mundo. El androide tarda un poco en procesar esta respuesta. Finalmente dice: —¿Entonces tiene algo más que ofrecerme, señor, aparte de este buen café? —¿Algo como qué? —Cualquier cosa —el androide sigue mirando.

Por un momento Dijkstra considera la posibilidad emocionante de que el androide le haya sido enviado por sus admiradores; que se le haya asignado la tarea de recobrar su manifiesto y llevarlo de contrabando de regreso a la Tierra. —Bueno, eso depende. ¿Sabes quién soy? —No, señor. —¿La gente que te envió sabe quién soy? —No me envió nadie, señor. —¿No tienes una tarea que realizar aquí? —Sólo quiero indicaciones, señor. —¿Entonces no has venido a llevarte mis escritos? —Sólo si pueden ayudarme a encontrar El Dorado, señor.

No hay una respuesta fácil a eso, piensa Dijkstra. Pero tiene que aceptar que su sueño, breve como ha sido, no tiene sustancia. Y de pronto se siente ligeramente desanimado. Quería que el androide le ofreciera algo: algún tipo de esperanza. —¿Quieres otra taza? —pregunta Dijkstra. El androide se está terminando su café. —Es muy generoso de su parte, señor. Pero debo ponerme en camino. Muévete. Muévete. Mientras los otros duermen, mué­vete —se pone de pie. —¿Entonces puedo ofrecerte algunos terrones de azúcar? ¿Para tu viaje? —Otra vez es usted muy generoso, señor. Le acepto con gratitud esa oferta. Dijkstra va a su alacena, preguntándose por qué es tan solícito. Sus reservas de azúcar están bajas y los nuevos suministros a veces tardan semanas en llegar. Y sin embargo aquí está, ofreciendo sustento sin costo, contra todos sus principios. Es casi como si estuviera siendo manipulado. O debilitado de algún modo. Cuando regresa encuentra al androide con la mano tendida, aún sonriendo. Y cuando le entrega los terrones de azúcar nota por primera vez una mancha color rojo oscuro en el puño de la camisa del droide. —Oh —dice, impulsivamente—, ¿qué es eso? ¿Sangre? —No es sangre, señor. —Parece sangre. —No es sangre, señor —el androide baja el brazo, de modo que el puño deja de verse—. Pero no es problema suyo, señor. Me ha ayudado. Me ha suministrado café y azúcar. Ni siquiera me ha cobrado por ese suministro. Así que no califica como alimaña.  —Bueno —dice Dijkstra, con una risa evasiva—, todos respiramos el mismo aire.

El androide se acerca. Está tan cerca que Dijkstra puede oler el café en su aliento. —¿Puede decir eso otra vez, señor? —Dije que todos respiramos el mismo aire. Dijkstra no ha hablado con burla ni sarcasmo. La expresión simplemente se ha convertido en un dicho común en la Luna: a la vez un gesto irónico de fraternidad y un reconocimiento del recurso más valioso de la Luna. Pero el droide parece haber leído en la frase algo mucho más significativo. —¿Dijo que respiramos el mismo aire, señor? —Así es. —Entonces, después de todo, sí somos rivales, ¿no, señor? —¿Rivales? —¿Por el aire? Dijkstra casi se ríe: el androide suena ofendido… o ansioso por ser ofendido. Así que sólo dice: —Bueno, supongo que todos somos rivales al final, ¿no?

La competencia hace girar al mundo. Y el droide, que es más o menos tan alto como Dijkstra, continúa mirándolo con sus ojos intensamente negros. Dijkstra no ha visto nunca ojos más desalmados. Y Dijkstra, asesino de sesenta y dos personas, está helado. Se imagina una nueva posibilidad: que el androide haya sido enviado por sus enemigos, todos esos miserables pitoflojos y víctimas de la moda de la Tierra, para impedir que su mensaje se difunda. Para censurarlo de alguna manera.

Entonces el androide parpadea. —Gracias, señor —otra vez le tiende la mano—. Usted es un digno caballero —y se estrechan las manos. Dijkstra se siente inusualmente aliviado. —Bien —dice—, buena suerte en tu viaje. —Gracias, señor. —Realmente espero que encuentres El Dorado. —Gracias, señor. —Abriré la esclusa y te dejaré salir. —Y yo estaré de pie aquí, señor.

Dijkstra va hacia su panel de control y experimenta una súbita descarga de ansiedad. Hace unos minutos quería prolongar la visita de su huésped; ahora sólo desea quedarse solo. Pero primero tiene que abrir la esclusa. Lo que significa que debe darse la vuelta. Lo que significa que solamente por el rabillo del ojo puede registrar el movimiento… el androide levanta algo. Una llave de tuercas que estaba sobre la mesa de trabajo. Dijkstra da media vuelta para defenderse, pero ya es demasiado tarde. El droide, que ya no sonríe, está sobre él. Dijkstra intenta levantar las manos, pero la llave golpea su cabeza. Crac. Crac. El androide es incontenible. Crac. Dijkstra ve su propia sangre en sus ojos. Crac. Cae al piso. Crac. Crac. El androide le está hundiendo la cabeza a golpes. Crac. Crac. —Es bueno tener un rival —sisea el androide, salpicado de la sangre de Kleef Dijkstra—. Es mucho mejor aplastar su cráneo. Crac. Crac. Crac.

Para el turista promedio, la Luna es muy probablemente un destino al que sólo se va una vez en la vida. Se toma un transbordador desde Florida, Costa Rica, Kazajistán, Guyana Francesa, Tanegashima en Japón, o la plataforma petrolera reacondicionada en la costa de Malabar.

Probablemente surja la tentación de pasar unos días en el Casino StarLight en órbita baja alrededor de la Tierra: el Cuarto Carrusel, les gustará saber, es exactamente tan espectacular como su reputación. De allí se toma el ferry a uno de los grandes puertos de la Luna, más probablemente la Base Doppelmayer en el Mar de la Humedad o la Base Lyall en el Mar de la Tranquilidad. De ahí se va a alguno de los hoteles: el Copérnico, el Hilton, el Luna de Miel, el Interestelar o el Overview. Se debe pasar unos pocos días de ajuste y/o recuperación. Luego, probablemente haya un pequeño tour por las atracciones locales: los parques de diversiones, las torres de observación, los estadios deportivos, el famoso teatro de ballet. Ciertamente hay que ir a los sitios de alunizaje de las misiones Apolo, y en especial el del Apolo 11, cubierto por un domo. Si se tiene realmente ambición, se puede incluso hacer el viaje al Polo Sur para admirar el increíble Cráter Shackleton, cuatro veces más profundo que el Gran Cañón.

Si, por otro lado, se va a la Luna en busca de cirugía de bajo costo o ilegal, drogas de contrabando, sexo ilícito, deportes mortales, casas de juego de alto riesgo, o simplemente para tener una conversación sin monitorear, el destino será probablemente Purgatorio y su ciudad capital, Pecado, en la Cara Oscura. Para llegar allá, se puede abordar un monorriel de suspensión magnética, que en teoría puede alcanzar su destino en cinco horas, a una velocidad de casi mil kilómetros por hora.

En realidad, el tren pasará media hora simplemente siendo evaluado y presurizado y disparado por una serie de esclusas de aire, y luego dos horas más dará vueltas para evitar las fábricas, museos, centros de comunicaciones y torres de radio que salpican la región entre la Base Doppelmayer y los Cárpatos lunares. Pero una vez que la vía se vuelve recta y el terreno se aclara, el tren empezará a correr a la velocidad de un jet sobre el terreno ondulado y gris/pardo/beige. Al mirar por las ventanas fuertemente teñidas, se verán canteras, excavadores robóticos y cintas transportadoras entrando en fundiciones destellantes. Se apreciarán arreglos de paneles solares, granjas móviles, fábricas de microcomponentes electrónicos puestas sobre plataformas. Y eso sin mencionar carros transportadores, tractores, perforadoras, arados y vehículos con muchas patas: todos los pertrechos y equipos de la explotación de recursos a gran escala. El viaja seguirá sobre el viaducto del tren de la cosecha heliosincrónico, de diez kilómetros de largo, que avanza por el ecuador lunar cargado de frutas y vegetales. Incluso se podrá ver un tren de carga a toda velocidad y dirección opuesta, tan veloz que aparecerá como un breve destello de luz. Entonces será posible acomodarse mientras el monorriel vuela a través del Mar de las Lluvias, cruza el Cráter Platón, parte en dos el estrecho Mar del Frío y entra en las tierras altas del norte, donde el polvo es más brillante, el terreno más montañoso y las sombras, largas y tenebrosas.

Finalmente se verán campos de torres de radio y de energía en el horizonte, así como grúas y bodegas e instalaciones de maniobra y un montón de desperdicios de maquinaria descartada y brocas de perforación. Esto, claramente, es un pueblo minero. Pero también es el fin del camino. Es la Base Peary en el Polo Norte, más allá de la cual “sólo hay oscuridad”. Aquí se pasa el menor tiempo posible: el lugar tiene todo el encanto de una plaza comercial de renta baja. Hay una torre de observación de mala calidad. Un cañón de riel o impulsor de masa, que es un riel electromagnético curvado de un kilómetro de largo que manda y recibe cargas desde y hacia la Tierra. Y todas las grúas, orugas y torres de perforación profunda de la industria minera de hielo. Pero no mucho más. Así que entonces habrá que alojarse en uno de los hoteles utilitarios y de techo bajo, subir a un cuarto del tamaño de un armario (presurizar un hotel entero con oxígeno y nitrógeno es caro) y caer en una cama que es más o menos del tamaño de un catre de submarino.

En la mesa de noche, si hay una, se encontrará probablemente un folleto de diez páginas, con consejos y advertencias para viajeros sobre Purgatorio. Si se está dispuesto, o se busca diversión, se le puede echar un vistazo. “Extremadamente peligroso… tenga cuidado… restricciones en las comunicaciones… excéntricas leyes locales aplicadas con brutalidad… pena de muerte… alta proporción de enfermedades de transmisión sexual… establecimientos médicos sin certificación… procedimientos controvertidos… habitantes hostiles… las visas y otros procedimientos de entrada y salida cambian indiscriminadamente… los turistas son atraídos, convertidos en blancos y frecuentemente asesinados.” Si esto no hace dudar —y ¿por qué lo haría para quien ha llegado hasta aquí?—, el viaje continúa bajando a la terminal de transportes de Peary. Pero no hay que esperar otro viaje por monorriel: para preservar la integridad de las lecturas del radar, no se permiten sistemas de propulsión electromagnética —ni ondas de radio, redes celulares o tecnologías satelitales— en la Cara Oscura.

Así que habrá que elegir entre un coche propulsado por hidrógeno, o un taxi, o si se tiene mucho dinero, una limusina con chofer. Entonces el vehículo, sea cual sea, dará vueltas en algunas esquinas, hacia la sombra discontinua del impulsor de masa, a través de un hueco en una escarpadura de desechos apilados —una especie de puerta de salida extraoficial— hacia un camino cubierto de regolith sinterizado que se extiende como un listón sobre el cacarizo terreno lunar. Éste es el Camino de los Lamentos, la carretera oficial hacia Purgatorio. El regolith se ha apilado más alto a los lados del camino, como una especie de muro de contención, así que al principio no habrá mucho que ver: el borde ocasional de un cráter o una montaña lunar, los ductos coloreados de hidrógeno, nitrógeno y oxígeno, puestos sobre puntales, y el mismo cosmos, claro como el cristal, si es de noche y si los escudos del vehículo están bajados. En el camino propiamente dicho hay refugios contra las prominencias solares a intervalos regulares, reservas de suministro, estacionamientos de emergencia y un par de miradores especiales a los que los turistas pueden llegar para echar un último vistazo a la Tierra. Pero en su mayor parte el viaje es abrumadoramente monótono —como viajar a medianoche por una carretera en el desierto— excepto tal vez cuando hay una cresta en el camino y los vehículos, desprovistos de lastre, dejan la superficie y planean por el vacío durante unos pocos segundos de vértigo.

Después del paralelo 75, sin embargo, el Camino de los Lamentos empieza a retorcerse como un río, evitando los cráteres más grandes, y el peralte del camino permite ver más del paisaje lunar, notablemente más áspero y lleno de montículos que el de la Cara Iluminada. Pero incluso esto se vuelve tedioso después de un tiempo, y justo cuando se empieza a dudar que el viaje vaya a terminar alguna vez y los ojos empiezan a cerrarse, nos despertará la visión de un objeto enorme al lado del camino, elevándose por lo menos treinta metros por encima del tráfico. Es una estatua, pintada de blanco reluciente, vistosamente iluminada por la noche con reflectores de halógeno, que luce como un ángel alado en la proa de un barco.

Es el Piloto Celestial, el que se lleva las almas perdidas al Purgatorio. Y no es la última estatua que se ve en esta etapa final. Sólo un kilómetro más adelante hay un águila gigante, la que transportó a Virgilio en su sueño. Luego, un guerrero colosal —Bertran de Born—, sosteniendo su propia cabeza como una linterna. Después un emperador romano —Trajano— sobre un caballo pertrechado. Y finalmente una mujer desnuda —Aracné— con ocho miembros como patas de ara- ña. Es una galería de personajes de Dante Alighieri y Gustave Doré, diseñados para agregar resonancia mitológica al lugar de destino. Entonces el Camino de los Lamentos empieza a descender y las filas de taxis, autos, transportes de pasajeros y de carga se mezclarán en un cuello de botella de al menos medio kilómetro de largo. Y en algún lugar a la mitad se podrá tener el primer vistazo del Cráter Störmer, las murallas enormes de su anillo natural, iluminadas por parpadeantes lámparas eléctricas. Y la entrada misma: puertas de bronce adornado flanqueadas por pilares gigantescos de veinte metros de algo y espesamente decoradas con falsos bajorrelieves renacentistas. Y antes de que uno se dé cuenta ya está cruzando las puertas. Y éstas se estarán cerrando a sus espaldas. Y finalmente se estará dentro, propulsado a través de una serie de esclusas de aire hasta la terminal. Y el conductor, o el chofer, o el guía, o un androide, o una grabación automática en una multitud de idiomas tendrá un mensaje aleccionador para nosotros: “Bienvenidos a Purgatorio”.

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