Pienso mucho en la muerte y en la enfermedad de Daniel Sada. Me cuenta Adriana Jiménez que después de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, sufrió un derrame cerebral.
Es una anécdota bien conocida en el mundo de la literatura. Fue en Culiacán y quien se dio cuenta de su mal fue Élmer Mendoza. Lo llevaron a un hospital y quisieron internarlo, pero él se negó. Llamó a Adriana en forma desesperada y no sé cómo hizo pero tomó el avión rumbo a Ciudad de México.
En la capital, vieron pronto a un neurocirujano que le dijo que había tenido un derrame cerebral, pero que se trataba de un “paciente complicado”, que no quería dejar de fumar, que tenía diabetes, que le iba a dar unos remedios pero que él decidiera si quería vivir o no.
Fue automático. Nunca más fumó y pudo escribir la obra que le dio más satisfacciones: Casi nunca, Premio Herralde de Novela (un consejo que había seguido de su amigo, Federico Campbell y que le permitió conocer a Jorge Herralde, un hombre que admiraba).
Daniel decía que si dejaba de fumar iba a dejar de escribir: la vida le dio otras sorpresas.
Yo misma he padecido un derrame cerebral: el sangrado de un aneurisma que tengo desde chica. Nadie me tuvo que contar el horror que se siente luego de un mal semejante y puedo ponerme en la piel de Sada, sentir ese irse del cerebro sin uno controlar las desgracias, sentir ese terror de que en cualquier momento la mente puede volver a sangrar e irse por las Nubes de Úbeda.
Fumar está muy unido a la escritura. Son las cinco de la mañana, tienes insomnio, escribes para conciliar el sueño y automáticamente enciendes el cigarro. Es un compañero mortal, pero compañero al fin.
Adriana decía que le iba a dar ramas de apio en esos momentos, pero no tuvo qué hacerlo. Ni parches ni acupuntura: sólo el terror a morir con el cerebro dado vuelta. Cuánto entiendo a Daniel Sada.
