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Francisco Ortiz Pinchetti

04/11/2016 - 12:00 am

Palabras… ¡políticamente incorrectas!

Dos circunstancias un tanto fortuitas me han llevado en estos días festivamente fúnebres  a reflexionar sobre un tema verdaderamente preocupante, grave: cada día tenemos más palabras prohibidas, a las que irremediablemente habría que matar. Y esto resulta todavía más triste en pleno cuarto centenario del fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, considerado el padre de […]

Lamentablemente, hay expresiones despectivas que les sirven de coartada para asumir críticas intransigentes y condenas fulminantes. Foto: Shutterstock
Lamentablemente, hay expresiones despectivas que les sirven de coartada para asumir críticas intransigentes y condenas fulminantes. Foto: Shutterstock

Dos circunstancias un tanto fortuitas me han llevado en estos días festivamente fúnebres  a reflexionar sobre un tema verdaderamente preocupante, grave: cada día tenemos más palabras prohibidas, a las que irremediablemente habría que matar. Y esto resulta todavía más triste en pleno cuarto centenario del fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, considerado el padre de la lengua castellana.

Primero fue una divertida ocurrencia de mi amigo y colega Gerardo Galarza Torres, director editorial adjunto de Excélsior. Se refirió en su cuenta de Facebook a las dificultades que enfrentarían los editores de las secciones deportivas de los medios mexicanos para aludir a los Indios de Cleveland, uno de los dos equipos que disputaron la Serie Mundial de 2016. Escribió Gerardo, con buen humor, que en esta época resultaría discriminatorio y racista usar la palabra “indios”, por lo que tal vez tendrían que llamarle “el equipo de los nacidos en los pueblos originarios de Estados Unidos” o algo por el estilo.

Dos o tres días más tarde me topé casualmente con un artículo firmado por David Romero en el portal de la del canal de noticias de RT en español, la única televisora que transmite desde Rusia en nuestro idioma. El texto se titulaba precisamente  ¿Se puede decir “moro”, “negro”, “gordo”, “viejo” o “enano”?: el problema de la corrección política.

El autor citaba de entrada al director de la Real Academia Española de la Lengua, Darío Villanueva Prieto: “Estamos acostumbrados a sufrir la censura de Estado o de partido o de Iglesia, pero la corrección política es difusa, no sabemos de dónde viene. La corrección política es extraordinariamente peligrosa: es la forma contemporánea más perversa de la censura”.

La frase, acotaba Romero, resumía perfectamente la percepción de un nuevo tipo de censura, una censura propia de nuestra época; una época que teóricamente se caracteriza por su espíritu abierto, progresista, tolerante con la diversidad y defensor de la libertad de expresión. “Sin embargo, cualquier persona cuyo discurso esté expuesto al público, acaba percibiendo -cuando no directamente sufriendo- las consecuencias de lo que podríamos llamar “censura de la corrección política”, y sintiendo que la libertad de expresión es un bonito concepto que esconde una realidad compleja y llena de espinas”.

Pienso que estamos, efectivamente, ante la dictadura de corrección política. Sumamente riesgosa por cierto. Y esto ya no se refiere solamente al asumir posiciones públicas distintas o contrarias al deber ser de determinada tendencia o moda política. Hoy en día, cualquier periodista, escritor o simple tuitero puede verse en dificultades serias por utilizar alguna de las palabras arbitrariamente proscritas. Ni  de broma.

Javier Marías, destacado escritor y columnista español citado también por David Romero, es una de las personas que con más amargura y frecuencia se ha quejado al respecto. En su libro ‘Harán de mí un criminal’, escribe: “El espíritu mojigato-policial que domina a tantos contemporáneos impuso una verdadera censura del habla (…). No se debe decir negro, sino afroamericano o subsahariano; ni moro, sino magrebí; ni oriental, sino asiático; ni ciego, sino invidente; ni homosexual (no digamos marica), sino gay; ni minusválido, ni aún menos tullido, sino discapacitado; ni gordo, sino con sobrepeso; ni niños, sino niños-y-niñas (…) ni viejos, sino de la tercera edad o mayores…”.

Y podríamos agregar toda una letanía de ejemplos. Aunque parezca exagerado, la verdad es que el tema de las palabras prohibidas, una calamidad que por lo visto es global,  tiene cada vez más vigencia en nuestro medio. Lo peor es que también es mayor cada día la intolerancia de quienes defienden esa corrección política en la que fincan su supuesta autoridad moral para acusar de reaccionarios, discriminadores, racistas a quienes todavía defendemos nuestro derecho a expresarnos con las palabras cabales de nuestro propio idioma.

Lamentablemente, hay expresiones despectivas que les sirven de coartada para asumir críticas intransigentes y condenas fulminantes. Durante siglos, por ejemplo, y para volver a la alusión de mi admirado Gerardo, se ha utilizado el término “indios” de manera ofensiva para segregar a aquellos que por el color de su piel, sus facciones o su cultura no tienen derecho a formar parte de una sociedad dominada por los criollos, aquellos a quien mi abuelita definía como “la gente decente”. Sin embargo es hasta ahora que el término se convierte en palabra prohibida, sin importar que los propios indígenas se refirieran con orgullo a sí mismos de esa manera.

Lo paradójico es que derivaciones de esa discriminación histórica son términos como “naco” o “plebe” o “jodidos”… empleados con frecuencia por los mismos que  acusan de herejía a los políticamente incorrectos, a menudo sumamente hipócritas e incoherentes. Sin embargo, sus contradicciones no cuentan. La avasalladora descalificación de quienes usan palabras que ellos juzgan “indebidas” es efectivamente una nueva forma de censura, la más  perversa de todas. Válgame.

Twitter: @fopinchetti.

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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