DEL FUSIL AL PINCEL: LA HISTORIA DE JACOBO SILVA

05/01/2012 - 12:00 am

He hablado con él por teléfono. He visto fotografías y he leído notas periodísticas, todas las que pude encontrar, de cuando lo liberaron. Lo he oído dar discursos incendiarios en videos de muy mala calidad en YouTube. He visto, también en YouTube, al subcomandante Marcos recorrer una exposición de su obra mientras él todavía estaba preso. Y la expectativa y los nervios por conocerlo en persona no se quitan, ni siquiera se hacen menos, con nada de esto.

Lo miro y no puedo evitar pensar en el título del libro de Ryszard Kapuscinski: Cristo con un fusil al hombro.

Ya es un hombre de mediana edad, pero lo veo y lo imagino como un joven guerrillero, símbolo de la utopía, de la lucha que parece, de antemano, perdida.

Sí, esto es lo que pienso cuando lo miro.

“Yo empecé a pintar a los siete meses de que caí en la cárcel”.

Es moreno, tiene la cabeza ya casi toda cubierta de canas, es bajo de estatura pero de complexión fuerte, ruda, tiene un rostro severo que parece tallado en piedra, pero es de fácil, amplia y pronta sonrisa. Jacobo Silva no se inmuta cuando dice “cárcel”. Le es natural hablar de los 10 años que pasó entre el penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez, hoy conocido como El Altiplano, y en El Rincón, en Tepic, Nayarit. Tal vez porque de tanto mencionarlo, el infierno ha dejado de serlo.

Hablar de la pintura también le entusiasma; es motivo de orgullo, signo inequívoco de identidad:

“Lo que motiva más a los presos es que la pintura funciona como una terapia ocupacional. Entonces la gente se distrae, el tiempo se le hace más corto, y esa sería la principal motivación, que también fue la mía en un primer momento.

Lo otro también es que la cárcel provoca una tensión, un estrés, que se va acumulando, y de alguna manera tiene que salir. La soledad que se tiene en el caso de una cárcel de máxima seguridad, y más en el estado de aislamiento en el que estuve siete meses, esa soledad hace que haya la necesidad de expresar eso.

Y aparte otra cosa: el deseo de expresar una posición hasta política, ideológica, acerca de la situación, tanto carcelaria como lo que se vive afuera.

“En la cárcel yo pintaba entre 10 y 12 horas al día. Me absorbía totalmente, y me la pasaba muy bien pintando… Yo pinté y pinté como loco. Me di cuenta en un primer momento que sí lo iba yo a hacer, de que podía pintar, y desde ese primer momento decidí: ‘tengo que hacer obra original, porque no puedo perder el tiempo, ni material, porque hay muy poco, haciendo copias’”.

Lo imagino perfectamente: un hombre capaz de no comer, de no dormir, de no hacer otra cosa que pintar.

“Hice un cuadro tras otro. Sacaba a veces un cuadro por semana, a veces sacaba dos, a veces tres.

“Y primero solamente mi familia conocía la pintura; yo les decía: ‘guarden’.

Y hubo algunos presos que me compraron algunos cuadros y hasta que hubo alguna persona aquí afuera que dijo: ‘A ver, ¿quién hizo ese cuadro?’… El señor Alberto Híjar, él vio en alguna ocasión un cuadro en donde aparece Lucio Cabañas. Entonces le preguntó a mi hermana, sin saber que era mi hermana: ‘Oye, ¿quién hizo ese cuadro?’, y ella le dijo: ‘Jacobo Silva’. ‘¿Quién es, o dónde está?’, y le dijo ella: ‘Él está preso en Almoloya’. Y él ya se empezó a interesar y fue el que ayudó a crear un equipo que me respaldó desde el punto de vista artístico, desde ese momento en que estaba yo en la cárcel”.

Un poco más de dos años después de haber sido liberado, este primer bimestre de 2012, Jacobo verá su obra expuesta en el Museo Tridimensional de Azcapotzalco, un recinto cultural que estuvo en el olvido, cerca de la agonía, durante meses, y que gracias al entusiasmo de Francisco Javier Núñez Olivas está reviviendo poco a poco.

No será la primera vez; mientras estuvo preso su obra compartió los muros de la Sala de Arte Público Siqueiros con el famoso muralista mexicano en mayo de 2006, en la exposición llamada Arte y prisión: efectos secundarios. También expuso en Austria.

Pero esta vez significa mucho más para Jacobo, pues se tratará de una retrospectiva, un vistazo hacia atrás en la trayectoria del hombre que, por lo menos por un tiempo, se vio obligado a cambiar las balas y los fusiles por los pinceles y las telas.

 

Dejar de ser Jacobo

Desde 1977 hasta 1999, cuando fue aprehendido, Jacobo Silva no se llamó así.

Ese 19 de octubre había olvidado qué se sentía ser llamado por el nombre que le pusieron sus padres.

Su seudónimo, el más conocido, aunque no el único, fue el de “Comandante Antonio”, que utilizó a su paso por el Ejército Popular Revolucionario (EPR), y después por el que se desprendió de éste, el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI).

“Para mí, al entrar a la guerrilla, hice lo que hacemos muchos… Renunciar a la familia. De hecho, rompemos las amarras. Incluso mi certificado de secundaria lo hice pedacitos. Dije: ‘Yo no vuelvo. Ya no voy a ser Jacobo. Ya para qué necesito este documentillo. No sirve de nada. Soy Antonio, o soy otro nombre que me puse. Jacobo jamás’”.

Pero el proceso de olvidar el propio nombre para lograr que el que inventó se metiera debajo de la piel y empezara a ser parte de él, no fue fácil:

“Primero, cuando en la guerrilla alguien se ponía Jacobo de seudónimo y le hablaban, yo hasta volteaba, y pensaba: ‘¡chin!, van a ubicar que yo me llamo Jacobo’. Pasaron muchos años, del 80 hasta el 99, 19 años sin manejar el nombre; ya después no respondía yo al nombre de Jacobo, y me costaba mucho trabajo el llamarme yo Jacobo”.

Se llamaba Lucio Cabañas…

Lucio entró en la plaza. Los padres de familia que lo acompañaban lo rodearon. Comenzaron a escucharse aplausos mientras atravesaba la multitud para llegar al micrófono. Entre la gente, un muchacho lo alcanzó.

–Profesor, dice Manuel García que se cuide, porque muchos judiciales sólo esperan que empiece a hablar usted para perjudicarlo, que se cuide.

Lucio no había dejado de avanzar y llegaba al micrófono. Sintió en su mano huesuda el metal caliente. El calor era intenso; el sol caía pesadamente sobre la plaza. Eran las once de la mañana.

–Compañeros padres de familia de la escuela Juan Álvarez –comenzó a decir.

El murmullo de la multitud disminuyó para escuchar su voz.

–¡Compañeros alumnos, pueblo de Atoyac! –gritó nuevamente–. ¡Otra vez venimos aquí para que el pueblo conozca nuestra lucha, para que los maestros corruptos y dinereros conozcan de una vez por todas que no nos gusta la injusticia, que no nos gusta el trato despótico y explotador que quieren hacer sobre nuestro pueblo campesino!

Carlos Montemayor. Guerra en el paraíso, 1991. Editorial Diana.

El grupo armado al que Jacobo Silva se unió entre 1977 y 1978, el Partido de los Pobres (PDLP) de Lucio Cabañas, se gestó como una respuesta ante la represión del gobierno y los caciques guerrerenses, sobre todo en la región de la Costa Grande y en la sierra de Atoyac.

“Estaba yo en la vocacional cuando empecé a hacer activismo… Desde antes tenía ya la inquietud, e iba yo a manifestaciones pero no con la idea de dedicarme de lleno a algo como eso, sino nada más como una cuestión de una expresión de un descontento.

“Y digamos, algunas de las obras que me impactaron, yo tengo en la memoria dos básicamente: la primera, de Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco. Vi ahí lo que era la represión, vi cómo se hizo todo ese movimiento y me impactó mucho ese libro. Otro es un libro que había ahí de Luis Suárez y se llamaba Lucio Cabañas, guerrillero sin esperanza”.

Lucio Cabañas fue, sin duda, un personaje fundamental en la decisión del joven Jacobo de pasar a la clandestinidad y tomar las armas. Maestro rural y dirigente magisterial, originario precisamente de Atoyac de Álvarez, región sumida en la pobreza y en la injusticia, fue heredero político de Genaro Vázquez; además del Partido de los Pobres, fundó la Brigada de Ajusticiamiento, con la que comandó el secuestro del senador y candidato a gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa.

Lucio fue asesinado el 2 de diciembre de 1974, tres años antes de que Jacobo se uniera a la lucha.

“Lucio Cabañas es determinante. Y lo ha sido durante toda mi vida… Cuando me toca ir a Guerrero fui conociendo de voz directa a la gente que lo conoció, las anécdotas que tienen de él, y los recuerdos. Y después me sentí bastante orgulloso de andar en los lugares donde él anduvo y de estar en los campamentos en que él estuvo. Hubo un momento en donde me tocó a mí dirigir un campamento con gente que lo conoció a él. Y hubo uno que le quitó basura a unas piedras. Y me dijo, ‘mira, todavía tienen el humo de cuando estaba Lucio. Lucio estuvo aquí, aquí lo trajimos a comer’. Eso me encantó. Estar en los mismos lugares en donde estuvo Lucio, imaginarme todo aquello. Fue algo muy bonito. De hecho, eso acrecentó la fuerza de la figura que para mí representa Lucio”.

 

Las primeras tareas de Jacobo al interior del PDLP (cuando todavía ignoraba que era un grupo armado) eran las de alfabetizar a sectores marginales en zonas suburbanas de la Ciudad de México. Después, se añadió a este trabajo el de reclutar “lo que llamarían algunos, células para la lucha armada”.

En su libro Movimientos sociales subversivos en México, el general Mario Acosta Chaparro afirma que el PROCUP (Partido Revolucionario Obrero Campesino Unión del Pueblo) ayudó al Partido de los Pobres (PDLP) a reorganizarse y lo apoyó económica y militarmente.

Jacobo recuerda que en 1994, “cuando surge el EZLN, mi militancia era en el PROCUP-PDLP, que se fusiona el PDLP con el PROCUP para dar lugar al PROCUP-PDLP”

A estos dos grupos los señala Carlos Montemayor como “antecedentes fundamentales de los actuales EPR y ERPI”. (La guerrilla recurrente, 2007, Debate. RHM).

Según Jacobo, el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994 los llevó a cuestionarse muchos de sus métodos:

“Cuando surge el EZLN a todos los mexicanos, o a la gran mayoría, nos movió algo por dentro… antes del EZLN ya había habido en nosotros, o en la gente que estaba en Guerrero, una vivencia de lucha que rompía mucho con los moldes de los setenta, y que sin nosotros saberlo, estábamos teniendo una experiencia paralela similar a la del EZLN, en cuanto al mundo indígena, por ejemplo. Esto provoca, incluso, que al interior del grupo en que estábamos en ese tiempo, PROCUP-PDLP, vaya modificándose. Ya para después del 94 se transforma en EPR. Ya para ese momento se da la lucha interna en el EPR por las posiciones políticas.

El objetivo en el EPR era una revolución socialista, y que implicaba hacerla pero ya. En el 94 empezó la discusión interna por modificar esa visión, y decir: es que el socialismo no es ahorita lo inmediato, no es algo que a la gente le llame la atención. No sería una demanda que podría ser atractiva, entonces no tiene viabilidad”.

Las pugnas ideológicas de los siguientes tres años tendrán como consecuencia la escisión del EPR y la creación del ERPI, del cual el Comandante Antonio será uno de los dirigentes más visibles, y por lo tanto, más buscados.

“Me buscaba la policía, el Ejército. Alguna vez estuve a punto de ser capturado, pero siempre pude eludir. Una vez, al ver un grupo de soldados pasar por un lado, acá, y de repente ver otro grupo pasar, así corriendo por otro lado, me retiré, y efectivamente, llegaron a donde yo estaba y registraron a medio mundo, y yo ya estaba como a 500 metros, afortunadamente”.

En México hay muchas formas de conseguir armas

Jacobo mira con frecuencia sus manos. No es que no sostenga la mirada, que lo hace, pero en grandes lapsos durante nuestra conversación lo veo mirándose las manos. Lo hace, una vez más, y por largo tiempo, antes de responder a la pregunta que he querido hacerle casi desde el principio, y por la que he esperado a que sea al momento propicio, a que quizá me tenga un poco más de confianza:

–¿De dónde conseguían ustedes las armas?

Y sí, se hace un silencio. Y sí, Jacobo se mira las manos. Yo no presiono. Espero.

“Lo que ocurre en México es que hay muchas formas de conseguir armas. Y una, la principal de ellas es de que la gente tiene armas. Y la gente las ocupa para su seguridad. Y entonces, sí, la gente tiene armas.

“Hay gente que las dona. Y hay gente que participa con su arma. Entonces ésa es la forma principal. Y la otra también es de que hay gente que luego dice: ‘no puedo participar’, y  nos preguntan: ‘entonces dígame, ¿qué puedo hacer?’. Le decimos: ‘si puedes apoyar económicamente, para que nos sostengamos, o si puedes apoyar por ahí, consiguiendo una arma, pues coopéranos y la compramos’. Y esa sería una forma.

“La otra es, cuando hay combate, hay que quitársela al enemigo”.

Carlos Montemayor (La guerrilla recurrente, 2007, Debate, RHM) cita un pasaje del libro Lucio Cabañas 20 años después, en el que algunos miembros del PROCUP describen los operativos que realizaron los días 8 y 9 de enero de 1994 en apoyo del levantamiento del  EZLN:

Colocan un vehículo con explosivos en el estacionamiento de un importante centro comercial, lanzan proyectiles tierra-tierra contra instalaciones del Campo Militar N. 1 de la Ciudad de México, hacen detonar explosivos en el palacio municipal de Acapulco, Guerrero, asimismo dañan torres de conducción de energía eléctrica en Cuautitlán y Texcoco, Estado de México, y realizan un sabotaje contra el oleoducto de Petróleos Mexicanos (PEMEX) en Tula, Hidalgo.

 

La Gloria eres tú…

Tres días después de que capturaron a Jacobo Silva, el 22 de octubre de 1999, cae presa en la ciudad de San Luis Potosí la “Coronela Aurora” del ERPI, o sea, Gloria Arenas, su compañera de vida y de combate.

Cuando habla de Gloria son los únicos momentos en los que parece que se le va a quebrar la voz. No me mira, no mira sus manos; esta vez sus ojos salen de la ventana oval de la oficina que nos prestaron para hacer esta entrevista, y se posan en algún lugar lejano en el tiempo y en el espacio.

“A Gloria la conocí en la lucha. Ella era luchadora social desde estudiante. Tuvo que dejar de estudiar porque como líder social que era en dos ocasiones la apresaron, en una la torturaron, y estuvo desaparecida tres días. Después de eso siguió organizando; hubo un intento de asesinarla, entonces no encontró más camino ella que irse, y pasar a la clandestinidad o buscar algún grupo. Lo buscó y entró al grupo en el que yo estaba en ese entonces, el PROCUP-PDLP, y empieza a participar y es ahí donde yo la conozco, ya en la lucha. Sin conocer su nombre ni sus antecedentes; sin ella conocer también nada de mí. Sabía que yo era el responsable en Guerrero, pero quién era yo, de dónde venía, no tenía ni la menor idea, y así nos enamoramos, y nos casamos, sin conocer los datos verdaderos.

“Ella conocía que yo era Antonio; yo conocía que ella era Aurora. ¿Quiénes éramos y de dónde veníamos? No nos importaba. Decíamos: ‘No hace falta. Somos lo que somos y esto es lo que somos. Aquello es lo que fuimos. Y no tiene importancia’. No nos importaba en absoluto, y no conocimos nuestras identidades hasta mucho tiempo después. Mucho tiempo después.

“Mi hija, por ejemplo…”.

Lo interrumpo abruptamente. Me sorprende mucho la mención de una hija:

–No sabía que tuviera usted una hija…

Y una vez más, como cuando habla de su pintura o de Lucio Cabañas o de porqué entró a la lucha, los ojos se le iluminan con ese brillo, mezcla de orgullo y felicidad:

“Cuando conocí a Gloria, tenía ya a mi hija, y la quise desde un primer momento. Me enamoré de las dos. Fue algo muy bonito porque yo la elegí. Me da mucho gusto que yo elegí a las dos. No es como cuando una mujer se embaraza, y ni modo, ya, lo que venga… Aquí las quería yo a las dos desde un principio. Tan sólo verlas, ya era quererlas, y mi hija tampoco sabía nuestros nombres. Durante mucho tiempo ignoró qué hacíamos, y fue cuando nos capturan cuando todo esto estalla”.

Su hija, la hija de Gloria, Leonor, la pasó muy mal cuando sus padres cayeron presos. Después de esconderse durante un tiempo, ocurrió un incidente que la hizo decidirse a abandonar el país y a buscar refugio en Canadá.

“No sabemos si sería un atentado, o sería accidente, pero iba en la banqueta y un carro la arrolló y la dio por muerta. Ahí quedó tirada. Estuvo muchos minutos ahí conmocionada.

“Pudo haber sido un accidente, pudo no serlo. El chiste es que ella, a raíz de eso, decide salir del país, y se va a Canadá, vive allá, le dieron después de mucho tiempo el estatus de refugiado, y ya después la nacionalidad, y ahorita está aquí en México, está estudiando Medicina. Vino a completar lo que había dejado incompleto”.

 

Almoloya de Juárez: la vida en el infierno, o cómo hacerle para no perder la razón

–¡Se encuentra usted en Almoloya! ¡Se encuentra usted en el infierno! ¿Entendió?

–¡Sí señor! 

¿El infierno? Lo dicen ellos, y no tienes por qué dudarlo, de manera que ese “¡se encuentra usted en el infierno!” es el tijeretazo que corta el cordón umbilical que hasta hace poco te unía al mundo exterior. ¿Y qué es ese “¡sí señor!” que te esfuerzas en que sea claro y fuerte, sino el forzado llanto para que comiences a respirar aquí en el nuevo mundo al que estás naciendo en este preciso momento?

–¡A partir de ahora es usted el interno 911 de este penal! ¿Entendió?  

–¡Sí señor!     

Te acaban de bautizar. Eres un habitante más de este mundo que ya sabes es Almoloya, el lugar heredero de Las Islas Marías y de San Juan de Ulúa, considerados, cada una en su momento, las prisiones más infames de todo el país, emparentadas cercanamente con el castillo de If o con Alcatraz o con La Bastilla. Ya tienes una probadita de lo que este lugar es: todo órdenes, todo gritos y por ningún lado se escucha a Offenbach augurando con su Orfeo en los infiernos que habrás de salir.

Jacobo Silva Nogales. El lado oscuro de la tierra. (Inédito).

Además de la pintura, Jacobo descubrió en prisión la escritura. Durante el tiempo en el que estuvo preso escribió un libro de 680 páginas con sus memorias que, me dice, ya tiene contrato para publicarse en el primer semestre del 2012, con una editorial que no quiere mencionar.

“Me puse a tratar de recordar libros que había leído, y cuando decidí escribir, quise plasmar muchas de las cosas que no quería olvidar. Y me puse a escribir pensando que iba a hacer un libro, y que lo iba yo a sacar, que lo iba a publicar, quizá estando en la cárcel.

“En un primer momento tenía yo ya 174 páginas escritas para el libro, lo quise sacar, y como siempre todo lo obstaculizan, las hicieron perdedizas. Entonces decidí, a partir de ahí, buscar otra manera de que sí saliera, y aparte hasta convertirlo en un reto. Porque siempre hay que plantearse retos y cuando no los hay en la vida diaria, como los hay aquí afuera, cuando no los hay uno se los construye, aunque algunos sean tontos hacen vivir y funcionan.

“Y busqué formas y logré sacar todo un librote de 680 páginas. Todo el libro lo escribí en la cárcel”.

Escribir fue, pues, también un ejercicio de supervivencia, para mantener la cordura, para no perderse. Después de que un visitante de la Cruz Roja Internacional le dijera que el encierro en un penal de máxima seguridad causa estragos en la memoria, Jacobo decidió que ésa no iba a ser su suerte.

“Entonces, desde un principio yo dije: ‘a mí no me va a pasar. Yo voy a ejercitar mi memoria día tras día, aunque no haya aquí cosas nuevas que memorizar, no haya cosas nuevas que recordar, y no haya qué platicar. Yo voy a crear mis propios hechos, mi propia memoria, a partir de lo que ya se había vivido’”.

Empezó a escribir versos en la mente (pues en un tiempo le estuvo prohibido tener papel y lápiz), y luego se los aprendió de memoria. Dice que llegó a componer un poema de 67 estrofas. También, junto con otro preso, inició una especie de pequeño club de lectura, en el que ambos conversaban acerca del libro que acababan de leer.

Pero lo más duro, me dice Jacobo, fue la separación. Ya que él y Gloria estaban presos por los mismos delitos, durante mucho tiempo no les permitieron tener el mínimo contacto.

“Una de las cosas que más lastiman en la cárcel es el alejamiento de la familia. Que no es un alejamiento como el que ocurre en una cárcel cualquiera, sino es un alejamiento bastante duro porque hay un ensañamiento de la autoridad, que está buscando el romper la relación familiar. Incluso la ley dice que se deben permitir las llamadas, y durante mucho tiempo no se nos permitieron. Nunca, aún estando en la misma cárcel, nunca se nos permitió que ni siquiera nos habláramos. Solamente un año y tres meses después de estar ahí, en la misma cárcel, un juez me permitió tener cinco minutos con ella, y eso peleándolo con la autoridad”.

Para Jacobo, un firme convencido de la bondad inherente al hombre, Almoloya no sería la excepción. Cuando pidió permiso a un juez para que le dejara darle un abrazo de Año Nuevo a Gloria, en el inicio de 2001, tenía la esperanza de que lo lograría: tocar, aunque fuera brevemente, a su esposa.

“Inmediatamente luego brincó una abogada que estaba ahí, de la cárcel, diciendo: ‘no, no se puede porque el reglamento lo prohíbe’. Pero el juez, lo que yo no esperaba, dice: ‘Claro que se puede. Aquí está en mi sala, aquí mando yo. Detrás de esa puerta, allá mandan ustedes. Aquí es mi sala, yo mando. Y si yo digo que se puede, se puede… Señor secretario, vaya por favor a ver si hay alguna sala desocupada y lleven ahí a la señora. Lleven a los señores a aquella sala. Déjenlos solos durante cinco minutos’. Para mí fue algo magnífico.

“Le dije que la quería mucho, que cómo estaba; le dije muchas cosas y la besé, y la besé, y la abracé… Fue algo muy bonito. Esto no es producto de un error de juventud ni es una enfermedad que se quita con el tiempo”.

Tras una larga lucha jurídica y social, Gloria fue liberada el miércoles 28 de octubre de 2009. Al día siguiente Jacobo también vio por fin la luz del día.

Después del infierno que pasaron cada uno en su respectivo encierro (Gloria terminó en el penal de Chiconautla, Estado de México, y Jacobo en El Rincón, en Tepic, Nayarit), los esposos se volvieron a reunir. No cabe duda de que ese amor es a prueba de todo.

Llevamos más de una hora y media conversando. Es hora de despedirme de Jacobo. Pero no puedo terminar la entrevista sin preguntarle algo que quiero saber desde que lo vi por primera vez:

–¿Se arrepiente de algo?, ¿volvería a hacer lo mismo?

–Yo no me arrepiento. Ni ahora, ni cuando estuve en la cárcel, ni antes, porque creo que lo que hice era necesario. Tal vez no haya hecho lo suficiente.

Hace una pausa. Parece que revuelve la mente en la búsqueda de algo: los motivos, las razones, las justificaciones de porqué lo que hizo ha valido la pena.

 

“El haber vivido la pobreza. También la viví. Estuvimos en la miseria extrema de niños. Ya estando en la guerrilla hay cosas que reafirman esto. Por ejemplo, el escuchar a una niña, casi niña, escuchar su narración de que fue violada por soldados. Eso no pasa así nada más. Eso se queda y hace que uno lo lleve adentro.

 

Esto no es producto de un error de juventud ni es una enfermedad que se quita con el tiempo

“Esto no es una gripe, no se cura con antibiótico. Tenemos en la sangre algo así como libertocitos, otros tienen fagocitos, tienen leucocitos, eritrocitos. Nosotros tenemos libertocitos. No se nos van a sacar de la sangre.

“Por eso no me siento amargado. Ni siento el odio. Siento que tengo cosas que hacer, y si el ser como soy fue producto de todo eso, qué bueno que lo viví. Porque me siento contento de cómo soy. Me siento satisfecho y creo que lo hice bien.

Hay cosas que hacer. Hay muchas cosas. La lucha política es otra, que ni por escribir ni por pintar la voy a dejar. Hay mucho por hacer”.

Sus últimas palabras me dejan pensando. Así que ya de salida le pregunto también si piensa que en México puede haber un cambio verdadero por la vía pacífica. Casi puedo adivinar su respuesta, pero me espero a que sea él quien me lo diga.

“Yo lo veo muy difícil. No lo considero imposible, pero difícil sí. Ya se dio de alguna manera en algunos lugares de Sudamérica. Y podría, en una última instancia, pero desgraciadamente la clase política que podría hacerlo está podrida”.

–¿Incluido Andrés Manuel López Obrador?

–Incluidas muchas de las personas que están con Andrés Manuel. A él no lo conozco, pero conozco mucha gente que está en su entorno y hay mucha podredumbre. No harían más que algo similar. Porque lo están haciendo a los niveles que ahorita pueden; por ejemplo, ¿qué podría yo decir de un gobernador perredista como Aguirre, matar a esos muchachos? Eso no es garantía de que si hay un cambio en donde ellos queden a la cabeza vaya a ser un verdadero cambio”.

 

A manera de epílogo

Las circunstancias me llevan a compartir un trayecto del camino de regreso a casa con Jacobo. Es una tarde típica de diciembre en la Ciudad de México: el sol brilla inclemente sobre los objetos y las personas, mientras que, paradójicamente, al mismo tiempo se empieza a escuchar y a sentir al viento que intenta apoderarse de las calles, los cabellos y los pocos gorros y sombreros que se usan en esta urbe.

Jacobo y yo llegamos a una estación del metro. Ante los torniquetes de entrada, saco un boleto que guardo en el monedero. (Admito que, egoísta de mí, ni siquiera pienso en preguntarle si tiene él un boleto). Pero antes de que pueda hacer otro movimiento, Jacobo ya pasó su tarjeta por el sensor para liberarme la entrada. Le digo que no, qué como cree, pero ya no hay nada que hacer: ya estoy del otro lado.

Entonces él hace lo propio y entra también, sonriente, para que bajemos juntos a los andenes.

Durante las pocas estaciones en las que nuestros caminos coinciden, platicamos de las hijas, la suya, ya una mujer hecha y derecha, y la mía, apenas una niña.

La gente nos observa. Me pregunto, sólo un poco, qué pensarán.

Llegamos a la estación en la que Jacobo tiene que transbordar. Se despide amable y alegremente y se va. Pienso que en los últimos minutos lo he visto reír más que a muchas personas que conozco, personas que, por supuesto, no han pisado ni un segundo la cárcel.

Se va. Lo miro. No puedo evitar pensar otra vez en él como un Cristo con un fusil al hombro.

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