LECTURAS | El Salvaje confirma a Guillermo Arriaga en la elite de las letras contemporáneas

05/11/2016 - 12:02 am

La novela El Salvaje, ha dicho la crítica, confirma a Guillermo Arriaga como uno de los escritores más potentes, intensos y originales de la literatura contemporánea. El halago no es menor para un escritor que, en cada entrega, ha desplegado un crecimiento cada vez mayor. Desde Escuadrón Guillotina (1991), Un dulce olor a muerte (1994) a El búfalo de la noche (1999) y la colección de cuentos Retorno 201, su obra ha sido traducida a 18 idiomas. Y ni qué decir de su carrera como guionista cinematográfico, que también es aplaudida en todo el mundo.

Ciudad de México, 5 de noviembre (SinEmbargo).– A sus diecisiete años Juan Guillermo se ha quedado huérfano y completamente solo. Tres años atrás, Carlos, su hermano mayor, fue sido asesinado por unos fanáticos religiosos; abatidos por el pesar, sus padres y su abuela mueren.

En el extremo de la rabia y la desesperación, Juan Guillermo jura vengarse. El problema es que los jóvenes religiosos están muy bien organizados, gozan del respaldo de gente poderosa, portan armas, han entrenado artes marciales y, para colmo, están coludidos con Zurita, un comandante de la policía judicial.

Con esta permanente sensación de vendetta convive, en El Salvaje –la nueva novela de Guillermo Arriaga–, una entrañable historia de amor que impide que el protagonista se deslice hacia el vórtice de la autodestrucción.

En paralelo corre la historia de Amaruq, un hombre que en los helados bosques del Yukón se obsesiona en perseguir a un lobo y cuya travesía lo conduce hacia las profundidades de la locura y la muerte.

Arriaga, nacido en la Ciudad de México el 13 de marzo de 1958, es además de escritor reconocido como productor y director cinematográfico. Escribió las películas Amores perros, 21 gramos y Babel, que forman una trilogía que apostó por la narrativa no lineal y que reflexiona sobre el peso de la vida por encima de la muerte. Escribió además Los tres entierros de Melquiades Estrada. En el 2008 presentó su ópera prima como director: The Burning Plain, y recientemente produjo y coescribió la historia de Desde allá, primera película iberoamericana en ganar el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia.

Con el permiso del sello editorial Alfaguara, presentamos a los lectores de Puntos y Comas un capítulo de El Salvaje.

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Humo

Carlos, el Loco y el Castor Furioso corrieron por la calle. Brincaron la barda de la casa de los Montes y subieron de prisa la escalera de caracol hacia la azotea. Pistola en mano, ocho policías judiciales tras ellos. Cuatro saltaron también la barda de los Montes para perseguirlos, mientras los demás corrieron por la calle. El Pato y yo los vimos pasar a lo lejos mientras les dábamos de comer a las chinchillas. Carlos y sus amigos zigzaguearon con agilidad entre la ropa tendida, alejándose de sus perseguidores.

Los policías, desconocedores del laberinto de las azoteas, por poco y se caen al vacío en la separación de casi tres metros entre las casas de los Rodríguez y los Padilla. Se detuvieron un instante para decidir si saltaban o elegían otra ruta, tiempo suficiente para que Carlos y los otros se perdieran entre los techos.

Furiosos por haberlos perdido de vista, los policías se dedicaron a catear casa por casa. No pidieron permiso. Simplemente entraron a la fuerza. Los vecinos no protestaron. En colonias como la nuestra los policías judiciales no requerían de órdenes de aprehensión o instrucciones giradas por un juez. Su poder y autoridad bastaban. Las leyes y los derechos prevalecían en otras zonas de la ciudad, en donde habitaban mis compañeritos de la escuela privada, no en esta.

Durante horas los policías buscaron a mi hermano y sus amigos. Abrieron clósets, miraron debajo de las camas, forzaron cerraduras, registraron cuarto por cuarto, amenazaron a los vecinos. Nada. Ni un rastro. Mi hermano y sus amigos se hicieron humo.

A veces Chelo se quedaba a dormir conmigo. Les inventaba a sus padres viajes de prácticas universitarias —estudiaba medicina y le exigían trabajo social en zonas rurales—. Chelo preparaba maletas, montaba en el carro de una compañera y se despedía de sus padres, solo para detenerse más adelante y subrepticia entrar a mi casa ante la mirada cómplice de su encubridora.

Chelo era amorosa y cuidaba de mí. Yo apenas tenía ánimo de comer, bañarme, tender la cama. Ella me llevaba comida, se duchaba conmigo, me ayudaba a cocinar, lavar, limpiar. Evitó que la orfandad me avasallara.

El acuerdo era tácito: nuestra relación sería temporal, sin futuro entre nosotros. Chelo había anunciado que una noche no regresaría y me hizo jurarle no buscarla jamás. Se presagiaba otra orfandad: la pérdida de Chelo. Al menos esta no sería repentina y brutal como las otras. No habría Chelo invisible, sino una mujer en una existencia paralela, quizás visible en otro momento de mi vida.

No tenía por qué enamorarme, pero me enamoré. De sus ojos verdes, su cuerpo delgado, su piel lampiña. De sus caricias constantes, su dulzura, su alegría. Besé sus piernas, los alambres de púas que eran sus cicatrices. Besé sus labios, sus ojos, su cuello, su espalda, sus nalgas, su clítoris, su ano. Bebí su sudor, sus flujos vaginales y en ocasiones sus lágrimas. No era sentimental como el Agüitas. Al contrario, era de una alegría casi imbatible. Pero al hacer el amor, lloraba y me estrujaba y me besaba más y más.

Dormíamos abrazados. En mi catre estrecho apenas cabíamos. A veces me despertaba el calor de su cuerpo, el pegajoso sudor de la cercanía. Levantaba la sábana y la sacudía para enfriarnos y luego volvía a envolverla con mis brazos.

Chelo era una mujer promiscua. Se había acostado con varios de la cuadra. Ella se presentaba como una hippie, un espíritu libre sin ataduras conservadoras. Si me lastimaba solo imaginarla besando a otro, imaginarla desnuda, penetrada por múltiples hombres, me trastornaba de dolor. Por ello, al hacer el amor con ella, miraba hacia otro lado, al piso, a un rincón, a la nada. Evitaba verla a los ojos para no imaginar a los tipos montándola o a ella montándolos.

No quise revelarle mis celos. ¿Para qué? Ella no era mía. No lo sería nunca por más que la amara. Me cuidaba, me quería, me besaba con dulzura. Sus orgasmos eran fáciles y numerosos. Decía que solo yo se los suscitaba, ninguno de sus amantes anteriores. Abrir la baraja de mis celos solo ocasionaría que ella partiera antes. Ya bastante significaba lidiar con la muerte de mi familia. ¿Cuál era el sentido de envenenar una relación con fecha límite?

Chelo me prometió no meterse con nadie mientras estuviera conmigo. Pero no podía creerle. Su promiscuidad poseía más tintes de adicción que de libertad. Al despedirse cada día me daba un beso. Viví con la sensación permanente de que ese beso podía ser el último que me diera. Chelo no se percataba de la ansiedad que me provocaba su partida.

No crecí católico ni bajo ninguna religión. Ni en mi casa ni en las escuelas a las que asistí se mencionó jamás la palabra dios o pecado o penitencia. Mi padre ateo y mi madre cada vez más alejada del catolicismo me enseñaron que los verdaderos pecados eran la injusticia social y la pobreza, no la sexualidad. ¿Por qué entonces me dolía tanto, tantísimo, la vida sexual previa de la mujer que amaba?

Pensaba en los vikingos. Había sido Carlos quien me contó la historia. Aun con sus gruesas cicatrices, Chelo era una mujer deseada. Debía alegrarme que una mujer tan ansiada hiciera el amor conmigo, me cuidara, durmiera a mi lado. Para halagarme decía que había sido el mejor amante de su larga lista. ¿Qué consuelo podía ser ese? Toqueteada, manoseada, ensartada, babeada, lamida, ensuciada por otros. El choque de civilizaciones en mi mente: las huestes de Cristo y su moralidad asexuada, contra las hordas de Thor y Odín y su alegría por recibir con amor a la mujer penetrada por otros.

Mis padres apenas con un mes de muertos y yo soportando el vendaval de los celos.

—¿Para dónde se fueron?

El Pato señaló hacia las azoteas.

—Para allá.

—¿Dónde mero? —repitió el comandante.

El Pato respiró nervioso. El comandante de los judiciales no parecía tener mucha paciencia.

—Por aquel rumbo.

—¿Cuál rumbo?

El Pato tragó saliva.

—Estaba oscureciendo, no vi bien.

El comandante se volvió hacia mí.

—Dime tú. ¿Para dónde se fueron?

Yo tampoco había visto por dónde huyeron mi hermano y sus amigos. Los perdí cuando cruzaron los tinacos de los Padilla.

—No sé.

—¿No sabes?

—No, no sé.

El comandante llamó a otro de los policías.

—Juárez, ven.

Un gordo se acercó. Gotas de sudor cubrían su labio superior.

—Dígame, jefe.

—Agárrale los huevos a esta niñita.

El gordo estiró su mano hacia mis testículos, pero di dos pasos hacia atrás. El gordo sonrió.

—Te va a gustar, nene. Ven, acércate.

El Pato, pálido, no atinó a moverse. El gordo volteó de súbito y lo prendió de la nuca. El Pato se retorció intentando zafarse.

—Suélteme.

El gordo lo inmovilizó apretando sus dedos. El comandante acercó su rostro al del Pato.

—¿En dónde se metieron?

—No sé, se lo juro que no sé.

El gordo apretó más. El Pato gesticuló de dolor.

—Déjenlo —les grité.

Otro policía se paró detrás de mí.

—Cállate, nena.

El comandante continuó.

—¿Dónde chingados se metieron?

—Le juro por mi madre que no sé.

El comandante lo miró despectivo.

—Pinche chamaco baboso.

Se giró hacia el gordo.

—Suéltalo.

El gordo le dio un apretón más en la nuca y lo soltó. En cuanto se sintió libre, el Pato huyó entre las azoteas. El comandante dio unos pasos hacia mí.

—Cuando esas ratitas salgan de la ratonera, les dices que tarde o temprano el comandante Adrián Zurita se los va a chingar.

Con una seña de su mano llamó a sus hombres y se alejaron hacia la azotea de los Martínez.

Por sus excelentes notas Fuensanta se hallaba en el tope de la jerarquía de los safety patrols. La subdirectora de primaria, la Miss Duvalier, una francesa pelirroja y arrugada, era quien otorgaba las posiciones de poder en los escuadrones espías. Con su 9.8 de promedio y un comportamiento impecable, Fuensanta fue promovida por la Miss Duvalier. La convirtió en vigilante del segundo piso, asignado a tercero y cuarto de primaria. Ella supervisaba que nadie ingresara en los salones durante el recreo. Estaba también autorizada para entrar a los baños de secundaria y delatar a alumnas que estuvieran fumando o maquillándose. En su posición, bastaba que ella acusara a un alumno para que este fuera suspendido de inmediato por dos semanas. Ella me juró que nunca había acusado a nadie, ni lo haría.

Para evitar que los alumnos entraran a los salones de clase durante el recreo, los safety patrols colocaban una cadena amarilla que impedía el paso. Si algún alumno se atrevía a cruzarla y era descubierto por un safety patrol era merecedor de un cinco en conducta. Al sonar la campana que daba por terminado el recreo, los alumnos solo podían regresar al salón si la cadena era destrabada por un safety patrol categoría A, de los cuales solo había tres en total en la primaria. Y, por supuesto, Fuensanta era una de ellos.

Un día en el recreo me invitó a acompañarla en su recorrido. Pasamos salón por salón mientras me explicaba los detalles de su tarea. Llegamos al salón que nos correspondía: cuarto grado B. Entramos y ella cerró la puerta. Habíamos jugado ya varias veces arañitas y ambos sabíamos que sería más interesante si lo hacíamos en privado. De ella había surgido la idea de entrar al salón escudados bajo su autoridad.

Durante el trayecto Fuensanta no paró de hablar, pero en cuanto cerró se hizo un silencio entre los dos. Ella se sentó en el templete, yo a su lado. Nos miramos.

—Préstame tu rodilla —le pedí.

Ella giró su rodilla hacia mí. Levantó su mirada y nos quedamos viendo unos segundos. Puse mis dedos sobre su rodilla y los abrí. Ella se estremeció más que de costumbre. Seguí con otra arañita en su muslo y luego otra directo a su pubis. Ella respiró jadeante. Una y otra vez abrí los dedos recorriendo sus genitales. Ella comenzó a respirar de manera cada vez más acelerada. Volvimos a mirarnos. Con el antebrazo abrí sus piernas un poco más. Me puse frente a ella. Hice otra arañita, pero esta vez metí mis dedos por dentro de sus calzones. Ella trató de quitarme la mano, pero endurecí el brazo. Seguí acariciando con mis dedos. Sentí húmedo ahí dentro, como si su pubis sudara. No quise mirarla a los ojos para que no me pidiera detenerme. Acaricié de arriba abajo sus labios vaginales. Húmedos. Muy húmedos. Con precaución introduje mi índice en su pequeño orificio. Ella se retorció, pero ya no intentó quitarme la mano. Empujé mi dedo un poco más adentro. Levanté la cabeza esperando encontrarme con su mirada, pero había cerrado los ojos. Gemía y se mojaba los labios. Con la mano izquierda tomé el borde de sus calzones y comencé a bajarlos. Ella cerró las piernas para evitarlo, pero con delicadeza se las volví a abrir y ella, dócil, aceptó. Bajé los calzones hasta sus tobillos. Por primera vez pude contemplar en directo los genitales de una mujer. Una delgada raya que al contacto se movía como una anémona. Seguí acariciándola, metiendo el dedo con lentitud. Fuensanta echó la cabeza hacia atrás, relajada. Me abrí el cierre del pantalón y me saqué el pito. Ella no se percató y continuó con la cabeza hacia atrás, gimiendo suavemente. Me desabotoné el pantalón y lo bajé hasta mis muslos. Sin sacar mi dedo me aproximé a ella. Al sentirme abrió los ojos y al verme con el pantalón abajo me empujó.

—¿Qué haces?

El corazón me latía con furia. La garganta reseca. Ella se hizo a un lado y comenzó a subirse los calzones. La detuve.

—Deja que mi pipí toque tu pipí —le dije.

—No. ¿Estás loco? Podemos tener un bebé.

Su cuello y su pecho estaban rodeados de manchas rojizas.

Su respiración desacompasada. Siguió subiendo sus calzones. La paré con mi mano izquierda.

—Nos tocamos tantito y ya —le propuse.

—No, no quiero.

—Solo una vez.

—No —repitió contundente.

Supe que la única manera de convencerla era no dejar de acariciarla con la mano derecha. Así que volví a subir y bajar mi índice por sus labios vaginales. Ella volvió a gemir y a cerrar los ojos.

Los calzones habían quedado a la mitad de sus muslos y era difícil maniobrar. Traté de bajarlos, pero ella, aún con los ojos cerrados, lo impidió. Me acerqué y me coloqué encima de ella. De nuevo abrió los ojos.

—Te dije que no.

No me empujó esta vez. Mi pene quedó a centímetros de su pubis.

—Solo nos tocamos los pipís.

No dijo más y cesó de ofrecer resistencia. Fui juntando mi cuerpo al suyo hasta que mi pene quedó pegado a su orificio. Lo restregué contra ella. El contacto con su humedad me excitó aún más. Ella me abrazó y me jaló contra su cuerpo. Comenzó a estremecerse. Nuestra respiración cada vez más acelerada. De pronto se lanzó hacia atrás y se separó de mí.

—Ya, quítate.

—Otro poco —le pedí.

—No —dijo terminante. Se puso de pie, se acomodó los calzones y se bajó la falda—. Súbete el cierre —ordenó.

Obedecí. No tardaba en sonar la campana.

—¿No puede entrar alguien al salón? —le pregunté.

—No, hasta que yo quite la cadena amarilla.

—¿Nadie nos pudo haber visto?

—No, nadie.

Miró el reloj empotrado al centro del salón.

—Tengo que ir a quitar la cadena —dijo.

—¿Salgo contigo?

—No, métete al baño al final del pasillo y sal hasta que los demás entren al salón.

Aunque su estrategia parecía largamente pensada, debió haberla resuelto en ese mismo momento. Cuánta razón tenía Carlos: las mujeres saben cosas de las que nosotros los hombres no tenemos ni idea.

Fuensanta se dispuso a salir. Al abrir la puerta se volteó hacia mí.

—Si por tu culpa tengo un bebé te mato.

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