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Julieta Cardona

06/01/2018 - 7:45 am

Que la tierra me escupa en Australasia

La brújula sigue aventándonos al sur. Aunque por fortuna, llegamos antes del ocaso. Nos recibe una chamana, es hermosa, tiene la edad del tiempo y un collar que no me creerías si te digo que está hecho de polvo. Le pregunto que si se casaría conmigo. Con una condición, me dice: amor incondicional.

“En el sur”. Foto: Julieta Cardona

Hace un tiempo que mi hermano y yo decidimos explorar el fin del mundo, compramos un vuelo que nos trajo a Oceanía. Las traslación debió durar unas 28 horas, así que estamos algo lejos de casa. Acá nos conseguimos una carcacha sin aire acondicionado y comenzamos a recorrer la costa este. Pero bastó que alguno dijera “Amos a pegarle al corazón” para darle rumbo al centro y terminar en lugares en medio de la nada, lugares en donde eres tú y la tierra, nada más. Luego el viento y las lunas nuevas fueron aventándonos al sur; así terminamos aquí, en esta playa vacía, cantando con un grupo de desconocidos.

Anochece lento, sin prisa. A las nueve aún queda algo de luz. Hemos dejado de cantar y ahora cada uno cuenta cómo sería su último día de vida. Al final de los relatos nadie habla y qué bueno: ¿O cómo le opinas la voluntad al otro? Es mi turno, me chupé medio porro y… “Pobres”, pienso, siempre me viene lo mismo a la cabeza cuando alguien está por escucharme.

Hoy es mi último día. Despierto a las cinco de la mañana y voy al cuarto de mi hermano. Vamos a ver el amanecer, le digo. Minutos más tarde, nos encontramos en la cocina, prensamos café y salimos de casa a ver cómo nace el sol. Aquí es verano, a veces hace tanto calor que corres con suerte si no te derrites a primera hora de la mañana. Empaca una maleta ligera, le digo. Él asiente –pues qué más– y saltamos al auto.

Mientras él maneja, yo escribo telegramas. La mayoría son juramentos: «Te amo». O confesiones: «Te amé a escondidas». Hay chistes, preguntas, sinsentidos, despedidas: «Un saludo a tu pija chueca»; «Mi seguro de vida te alcanza para comprar dos mangos»; «¿Cómo era la receta del pastel de zanahoria?»; «No te metas con la costa del Lisboa»; «Pudimos ser algo hermoso»; «Te creo».

La brújula sigue aventándonos al sur. Aunque por fortuna, llegamos antes del ocaso. Nos recibe una chamana, es hermosa, tiene la edad del tiempo y un collar que no me creerías si te digo que está hecho de polvo. Le pregunto que si se casaría conmigo. Con una condición, me dice: amor incondicional.

En esta aldea no hay puertas, todo es como una casa gigante sin caparazón, sin techo. Aquí las cosas se hacen en crudo, se bebe agua de río, se clava a los pescados en tenedores para trinchar y se ofrecen al fuego, se hace el amor sobre alfombras que parecen petates. Nos sentamos en la tierra. Mi esposa llega hasta mí con un cuenco de latón. No uses la luz, tómala, me dice. Así que me bebo el té y, al cabo de un rato, estoy sentada al filo de una supernova, colgada en el silencio: el infinito es color blanco. No tengo epifanías, ni preguntas, ni dolores grandes. Tengo nada.

Despierto, ha de quedarme poco tiempo. Ya no estaré aquí para el próximo amanecer, así que busco a mi hermano. Caminemos directo al sol, le digo. Él asiente –pues qué más– y dejamos que nos traguen las montañas. Trotamos sin parar. Andamos mundos. Y llegamos. Qué suerte: no fue una segunda oportunidad, fue la misma.

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