Cíbolos son mis abuelos, mis hermanos, usted y yo; de los cíbolos son estas tierras

06/11/2016 - 12:05 am

“Mías son las llanuras que pisaron mis ancestros. Míos son los chamizos y las nogaleras, los algodonales y los pinares; míos son los atardeceres rojos y morados y violeta y amarillos. Mía es esta tierra, blanda o dura, y yo soy de ella”, dice el escritor y periodista Alejandro Páez Varela en este ensayo que recuerda “los años del hambre”, las deportaciones masivas de la década de 1930.

Ciudad de México, 6 de noviembre (SinEmbargo).– Mamá recuerda los años del hambre. No estaba allí, no había nacido. Pero de eso se hablaba después, cuando era chica, porque acababa de suceder y las secuelas se seguían padeciendo.

En los años 30, Estados Unidos entró en la Gran Depresión después del crack bursátil de 1929. Las familias se fueron a la bancarrota. Tras el fracaso económico, un sentimiento antiinmigrante estalló en la nación. Se culpaba a los mexicanos por la escasez y la penuria. Washington reaccionó, de inmediato, con una válvula de escape ante la presión: empezó una deportación masiva. Y eso provocó, en el norte de México, lo que los viejos llamaron “los años del hambre”.

Mi madre recuerda los años del hambre. No había nacido pero los padeció, después, de niña.

Durante la década de 1930, el ejército y las policías estatales y locales realizaron una expulsión que todos los que parecieran mexicanos o tuvieran apellidos mexicanos o antecedentes mexicanos. Familias enteras se toparon, una mañana, con que no podrían ni siquiera empacar: fueron echadas de sus camas.

Muchos ciudadanos estadounidenses, de origen mexicano, llegaron a la frontera en camiones sin siquiera ser mexicanos.

En esos años, mi abuelo materno, don Carlos, vivía en Ciudad Juárez. Mamá dice que cruzaba a El Paso, Texas, a trabajar en un comedor, un pequeño restaurante. Lavaba platos, dice, y apartaba las sobras para llevárselas a México, a diario, para que comieran los que alcanzaran.

Mi abuelo, dice mi madre, no quería a los gringos ni tantito. Por abusones e hijos de la tiznada. Eran años en los que los perros, en Chihuahua, llevaban nombres de presidentes gringos: Wilson era muy común; pero también Hoover, Franklin o Truman. Güilson, Juber, Franclin y Truman.

(A mí me tocaron otros años en la frontera. Había perros a los que se llamaba Dólar, o Jolopo).

A causa de la hambruna y la falta de trabajo, hubo movimientos migratorios internos. Los de Ciudad Juárez se fueron a Torreón y los de Torreón a Ciudad Juárez; los de Parral salieron a Chihuahua o se movilizaron a Delicias y los de Cuauhtémoc a la sierra. Ida y vuelta en busca de comida; ida y vuelta en busca de empleo.

Mamá cuenta lo que mi abuela le decía: que la gente comía raíces en la sierra de Chihuahua. Lo que diera la tierra, pues. Maíz y frijoles, si había buena suerte.

Con el hambre que había, cuenta, nadie podía guardar ni medio costal de maíz. El comal atraía a la gente; mujeres desesperadas que tocaban puertas atraídas sólo por el olor.

Mamá me contó que, en esos años, las gallinas no ponían huevos o se escondían para poner. Que no las hallaban por ningún lado y a veces mi abuela pensó que se las habían robado y no: los animales, llamados por la propia naturaleza, se iban al cerro a depositar. A darle certeza, quizás, al futuro de su propia especie.

El padre de mi abuelo Carlos, dice mi madre, se desapareció unos años. Era un hombre malo. Creyeron que lo habían matado por las chivas que tenía; nada, las remontó y se escondió junto con ellas en el monte. Y sin importarle más, vivió de raíces y de leche de chiva. Hasta que regresó.

A mi bisabuelo no lo llamaban por su nombre en casa. No lo llamaban, siquiera. Era un hombre malo, dice mamá. En medio del hambre, se había escapado con el tesoro a la montaña.

***

Mi abuelo trabajó también en Asarco, empresa de gringos. Allí dejó sus pulmones. Trabajó en Clarines, en Mina de Agua, en La Prieta. Pero trabajó poco tiempo bajo tierra, cuenta mi mamá, porque sabía leer y escribir. En poco tiempo subió a las oficinas.

Y aún así, mi abuelo murió de silicosis. Un obrero duraba diez años abajo y nada más. Él sólo trabajó dos, “y lo tocó la sílica”.

Mamá recuerda su temor de niña a las alarmas. Sonaba de día o de noche, cuenta, porque se había desplomado la mina. Las mujeres corrían a la boca de la tierra. Contaban a los hombres, buscaban rostros conocidos. Esperaban la lista de los muertos a la salida. No había lista de “atrapados”. De un derrumbe, nadie salía con vida. Los dejaban morir en los tiros.

Así murió mucha gente conocida, dice. Familias que se quedaron sin sustento. Así murió el compadre Prudencio. Mi abuelo lloraba por su compadre Prudencio. Mamá llora también hoy.

Allí los dejaban morir, dice, en los derrumbes. Ya no los sacaban. Morían de sed, de hambre, de heridas. Morían en minas gringas.

***

Y aún así, esas tierras, todas, del Usumacinta a Alaska, son nuestras. Cruzamos alambres de púas, brincamos charcos y bardas porque son nuestras. Como el búfalo, que no conoce de mapas. O como el águila, o el lobo, o el oso.

Vamos en calidad de migrantes porque eso nos dicen, pero no: son tierras nuestras.

Yo no soy migrante en tierras que son mías.

***

Cíbolo es el nombre que se le da al búfalo o al bisonte.

Siguiendo cíbolos durante miles de años, el hombre cruzó desde Asia, por el Estrecho de Bering, y pobló las Américas.

Persiguiendo cíbolos fueron y vinieron por los vergeles y las planicies, de las montañas a los llanos, entre lagunas y grandes lagunas, desiertos y pastizales, bordeando ríos y escapando al hambre.

Los españoles buscaban las míticas Siete Ciudades de Cíbola cuando pisaron lo que hoy es Estados Unidos y México. Buscaban oro y plata y encontraron búfalos corriendo libres por las llanuras. Bautizaron esos territorios como “la región de Cíbola” y, por extensión, nombraron “cíbolos” a las bestias que domaban el paisaje.

Cíbolos son mis abuelos, mi padre, mi madre, mis hermanos y yo. Cíbolos somos muchos, los dueños verdaderos de una nación extensa y sin fronteras. Cíbolo es usted, aunque le pongan un muro y le pidan papeles. Cíbolos somos todos, al menos en el alma, porque venimos de aquí y somos de allá y viceversa, y nadie puede ordenarle a un hombre que ha visto el sol que cierre los ojos y se olvide de él.

De cíbolo es la sangre que corre en Norteamérica. Cíbolos son las mujeres y los hombres que trabajan en Nueva York o en Oaxaca, en Sinaloa o en Oklahoma, en Nuevo México o en Chihuahua. De cíbolo es mi piel, son mis muelas y mi esqueleto.

Yo no soy migrante porque esas tierras me pertenecen, todas, aunque unos digan otra cosa.

Mías son las llanuras que pisaron mis ancestros. Míos son los chamizos y las nogaleras, los algodonales y los pinares; míos son los atardeceres rojos y morados y violeta y amarillos. Mía es esta tierra, blanda o dura, y yo soy de ella.

No hay un muro que pueda detener al viento: entonces, cíbolo es el viento, y yo soy cíbolo y por tanto, viento. Y si soy viento, no me detiene un muro.

Cíbolo somos todos: blancos, negros, cafés o amarillos. De cíbolo es el espíritu que se apropió, antes que nadie, de estas tierras.

***

Mamá recuerda que en los años posteriores a la década de los 1930, cuando era una niña, comerse una sardina era una elegancia. Una lata para todos, con mucho pico de gallo y limón.

Los gringos se llevaban el oro y la plata, dice, y a nosotros nos dejaban los muertos. Muertos rarámuri, muertos de todos. Los rarámuri, conocidos por los blancos como tarahumara, también eran explotados en la mina.

Eran otros años, dice mamá. La “casa mala” estaba a la orilla del pueblo, de Santa Bárbara. Hasta el cerro iban los hombres a pasar las noches con ellas.

Las muchachas de la “casa mala” tenían prohibido ir por la banqueta como cualquier persona. Tenían que ponerse en el tobillo un moño o un cordón, los martes, cuando salían a la calle Coronado a comprar despensa.

“Las de la correa en la pata”, les decían.

Los niños iban a ver a las “chicas malas” caminar por la calle, cuando salían a comprar frijoles, tortillas, maíz. Y algo de proteína.

“Hay cosas que se te quedan para siempre”, dice mamá mientras recuerda.

Pinches gringos ventajosos, pienso yo mientras me cuenta.

Su “american way of life” no es otra cosa que vivir de todos los demás. Usarlos, despojarlos de todo, y tirarlos como trapos.

Usar naciones, despojar naciones y desecharlas como trapos.

Para mí, sólo los políticos mexicanos son tan mierdas como los gringos. Con el agravante de que los primeros tienen nuestro mismo color de piel.

Pero eso es otra cosa.

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
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