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Tomás Calvillo Unna

07/02/2018 - 12:00 am

El sincretismo vital del México indígena

No podemos pronunciar la palabra México sin las comunidades indígenas; no podríamos imaginarnos ni siquiera como mexicanos sin su presencia. Nuestra educación, nuestra cultura, paisaje e historia están adheridos a su alma, a su ethos, aunque lo neguemos o ignoremos.

Foto: Tomás Calvillo

La tierra como ser no sólo como tener

el espacio comunal frente al individual,

son una ecuación por resolver.

 

No podemos pronunciar la palabra México sin las comunidades indígenas; no podríamos imaginarnos ni siquiera como mexicanos sin su presencia. Nuestra educación, nuestra cultura, paisaje e historia están adheridos a su alma, a su ethos, aunque lo neguemos o ignoremos.

Sin ella, sin esa presencia silenciosa permanente seríamos una nación insípida, sin rostro propio, carente de raíces.

La misma narrativa Guadalupana, fue un posicionamiento en la corriente occidental religiosa dominante, que nos permitió nuestra propia voz, sincrética y rebelde y profundamente sabia en su aspiración trascendente de un nuevo pueblo.

Y no obstante la estructura de poder mantiene su discurso discriminatorio de facto para los millones de indígenas que han tenido la fortaleza y el valor de cruzar los siglos, sin renunciar a su lugar, a su tierra y a su voz colectiva.

El siglo XXI más allá de sus avances los encuentra desgajados, divididos y arrinconados por el imperio del dinero que asalta su hábitat y los convierte en nómadas y extraños en su propio país; no son los únicos, pero si los que guardan una voz común que puede ser referente.

La conciencia de ello, su ejercicio de activar el sentido histórico de la nación, lo representó en parte el Zapatismo, cuando asumió su destino e hizo a un lado la fatalidad impuesta. A partir de ahí las veredas y caminos se trazaron en un mundo globalizado, la reivindicación del respeto sagrado a la tierra, a la diversidad cultural y económica, articulado en una autonomía activa y propositiva, indagadora y efectiva en su organización y resistencia para cohesionar desde al amanecer hasta el anochecer.

Tardará tiempo, pero el rumbo está ahí en el Concejo Indígena de Gobierno que tendrá que unificar esfuerzos diversos para hacer posible un territorio autónomo a lo largo y ancho del territorio nacional. La devastación y avasallamiento que conlleva la dimensión negativa de la globalización, obliga a esa resistencia propositiva jurídica-política, que abra un camino histórico constitucional independiente.

En esta emergencia nacional que los procesos electorales pretenden minimizar, la respuesta de los movimientos indígenas, el caso de Marichuy, es emblemático, tendrán que apuntar a una organización autonómica paralela que desarrolle una ingeniería política de diálogo permanente, sin subordinación alguna con la estructura del quebrantado estado mexicano, cada vez más reducido a la lógica e intereses de los grandes corporativos; y con las organizaciones ciudadanas locales, regionales y federales.

No es la vía de las cotas electorales, es la fortaleza de las autonomías territoriales las que pueden definir la constitución renovada de la Republica Mexicana. La globalización, desde esa perspectiva es un detonador para replantear la organización constitucional del país. Los pueblos indígenas, sí son capaces de construir su representación nacional serán un determinante vital para hacer posible la nueva era de la nación. El tiempo de constituirse deja atrás el de las reformas.

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