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Alma Delia Murillo

07/10/2017 - 12:00 am

Amores de temblor

Lo cierto es que luego de las horas críticas, de los días de andar vulnerables y con el corazón taquicárdico, comprendí algo: las conciencias están alteradas.

Imagen: “Amor y dolor” del pintor Edvard Munch, 1893.

La fe es una droga que distorsiona la realidad.
La fe quizá fue la primera droga que usamos para distorsionar la realidad, vayan ustedes a saber. Y el amor es otra, la más dura, la más cabrona, la más adictiva.

Lo cierto es que luego de las horas críticas, de los días de andar vulnerables y con el corazón taquicárdico, comprendí algo: las conciencias están alteradas.
Y es que fueron enormes descargas de adrenalina, noradrenalina, cortisona y todas esos menjurjes neurotransmisores que nuestro maravilloso cerebro produce en situaciones como la que acabamos de vivir. Tanto dolor y miedo fueron mutando en ganas de experimentar la fe y el amor, de que la vida se impusiera.
Yo duré una semana comiendo sin parar, no podía evitarlo. En el centro de mi estómago se abrió una boca voraz. Juro que es hambre, me decía. Y luego, cuando ya había devorado todo lo que tenía delante, pensaba: no era hambre, era ansiedad.

Poco a poco empecé a caer en cuenta de que mi pasajero trastorno alimenticio se llama instinto de sobrevivencia. Ese poderoso e inmoral, que nos rebasa, que nos empuja, que nos hace brillar y oscurecernos… lo que haga falta, con tal de sobrevivir.
Cuando entiendes cabalmente que la muerte acaba de pasar rozándote, hay una efervescencia de deseos que colonizan como tropa imparable todos tus rincones.
Hace poco escuché la historia de una sobreviviente del holocausto judío. Una señora muy mayor que luego de oír a otras personas, sensatas y elocuentes, hablar de lo que significó salir con vida de los campos de concentración, con todo desparpajo soltó: no digan tonterías, cuando salimos de ahí lo único que queríamos era coger.
Y tiene todo el sentido.
¿Qué vas a hacer después de saber que sobreviviste? Comer, coger, enamorarte.

La semana pasada conviví 24 x 24 con vecinos y desconocidos en el centro de acopio que montamos en el estacionamiento del edificio donde vivo. Una noche, mientras sellábamos cajas y devorábamos pizzas, apareció un cartón de cervezas que agradecimos como náufragos en el desierto y nos pusimos a beber y a conversar. Los temas inevitables fueron el sexo y el amor.
De pronto éramos unos adolescentes de secundaria hablando de “eso” como quien regresa al punto de partida del gran misterio.
Las emociones están demasiado expuestas, pensé. Vamos del terror a la fe, de la fe al deseo de amar. Entre carcajadas y curiosidad morbosa fue fácil detectar a quién le gustaba quién y adivinar cómo esas jornadas de convivencia extenuante, terminarían en más de dos romances. Y así ocurrió.

Una tarde vi al andaluz desaparecer con la regia y otra a los del edificio de al lado hacerse insinuaciones que no necesitaban más que una cuenta regresiva del cinco al cero para culminar.
Pero mi historia favorita es la del muchacho de veintidós que quedó prendado de la chica de veintisiete. Como le angustiaba la diferencia de edad, yo lo animé cual cheer leader de preparatoria. Una noche nos quedamos de guardia ellos dos y yo, fui su Celestina y los mandé a hacer una diligencia. Se tardaron horas y volvieron con cara de cachorros mal portados y actitud de asombro, supongo que algo pasó, espero que con mejores resultados que los de Calisto y Melibea. Cuando cerramos el changarro volvieron a irse juntos.

Sé que hay más historias como esas. Afortunados a quienes les tocó vivirlas, afortunados a quienes les tocó presenciarlas, porque una manera de redimir tanto dolor es dejando que el instinto empuje. Porque amar también es temblar y la vida no sería tan hermosa si no fuera tan terrible.
Así que parafraseando al poeta Juan Gelman: yo también celebro las veces que el amor se junta con sus orillas rotas.

@AlmaDeliaMC

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