Hoy hace cien años: de la ilusión de una dictadura

07/11/2017 - 2:14 pm

El golpe de Estado que llevó a Lenin al poder se realizó el 7 de noviembre de 1917. Otra manera de contar y nombrar el tiempo en Rusia entonces, el calendario gregoriano, hizo que aquello se llamara la Revolución de Octubre. La anterior había sucedido en Febrero y es la que derrotó y depuso a los Zares.

La centenaria dinastía Romanov terminó entonces, en febrero. La substituyó un gobierno dividido y debilitado, de aspiraciones democráticas, lo suficientemente errático para que quienes se declararon desde siempre enemigos de la democracia tomaran el poder. Tres grandes mentiras, tres promesas que desde el comienzo los líderes bolcheviques sabían que eran falsas parecían florecer en la mente de la gente, llena en realidad de paja ardiendo: Paz, tierra y pan.

Diez años después, en nombre de esas promesas, una política de hambruna de los enemigos de la Revolución mataría a cinco millones tan sólo en Ukrania, la guerra interna sería permanente y toda disidencia de opinión asesinada o llevada a campos de concentración y los líderes del Estado serían los nuevos terratenientes totales. Los mismos administradores de la ilusión y del terror reinarían varias décadas.

Veinte años después, en 1936, en la cúspide del terror estalinista, con millones asesinados y millones prisioneros, hubo intelectuales europeos, latinoamericanos y norteamericanos elegidos cuidadosamente por un sofisticado aparato publicitario y de reclutamiento que fueron los vergonzosos defensores de la ilusión, los cómplices de ese otro holocausto.

En 1936, uno de esos elegidos que había publicado que, literalmente estaba dispuesto a dar su vida por la Unión Soviética, fue André Gide. Como muchos otros elegidos fue invitado a visitar el paraíso en un viaje fastuoso. Como tantos otros fue agasajado por masas y funcionarios y publicado en cientos de miles de ejemplares, con pagos de derechos de autor por delante. Pero, aún sin llegar a conocer la profundidad del terror que se vivía en la Unión Soviética, regresó desilusionado.

Su decepción fue del tamaño de su ilusión: gigante. Y eso no podía ser tolerado. Su historia de enormes ilusiones e intolerancia develó una de las columnas vertebrales del siglo veinte y en muchos territorios obscurantistas sigue viva. Hace ya algunos años, mientras trabajaba en archivos franceses seguí la pista de aquel episodio y escribí Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia. Ahora, en el centenario del golpe de Estado estoy publicando una nueva edición ligeramente corregida y aumentada. Me ha asombrado confirmar que aún con todos los archivos abiertos, la esencia de aquella historia sigue siendo válida y actual.

En mayo de 1990, al pie de las murallas del Kremlin, sobre la Plaza Roja, acompañando a mi esposa y a los amigos que nos invitaron a Rusia, Pilar Climent y Juan José Bremer, presencié asombrado el imponente desfile militar de La Victoria.

Sería el último de un régimen a punto de morir. Las imágenes de esa mañana, sumadas a las muchas que tendría en las siguientes semanas de un viaje revelador me hicieron sentir con qué profundidad cruel la lógica de la guerra —esa razón de Estado que no admite tolerancias— impregna tradicionalmente a la sociedad soviética. Los libros de Svetlana Alexiévich no hacen sino confirmar aquella poderosa impresión que describí en su momento.

Sobre la belleza terrible, belleza romántica, desbordada, del país, de su gente y de su arte, cae esa sombra absoluta que a cualquiera llena de melancolía. La misma melancolía que, en 1936, impregnó al apasionado escritor André Gide, a pesar de que iba deseoso de encontrar en Ia URSS a la más libre y luminosa de las sociedades.

Presenciamos el desfile a escasos diez metros del estrado principal, parte superior del mausoleo de Lenin, donde Gorbachov por un lado y los principales jefes militares por el otro presidían la marcha triunfal del ejército. Seguramente entre esos mismos generales estaban algunos de los que llevarían a cabo el golpe de Estado contra Gorbachov 15 meses más tarde, el 19 de agosto de 1991. Los líderes de la Perestroika y los ásperos generales, sumados a otros líderes tradicionalistas de la élite soviética, compartían el mismo estrado en el que, más de cincuenta años antes André Gide estuvo al lado de Stalin, como lo muestran las fotografías de entonces. En la sombra, el agente Putin ya preparaba su proyecto de restauración de la autocracia.

El desfile era imponente y pretendía ser intimidante. Las armas y los ejércitos conjugaban lo gigantesco queriendo significar lo grandioso. Los signos del poder desde los ejércitos romanos, revitalizados tanto por la alemania Nazi como por la Rusia estalinista, se daban cita ante nuestros ojos. Militares a paso de ganso y carros alegóricos con una estética de Realismo Socialista hablaban de algo muy viejo, uniformizante y en gran parte repulsivo. Siempre es triste ver desfilar a uno de los ejércitos más ricos del mundo, rodeado y admirado por uno de los pueblos donde la pobreza es más generalizada.

Si alguien visitaba un país así y regresaba al suyo deseando que el mismo sistema social se implantara en su propia nación, se trataba sin duda de alguien que se identificaba, no con el común de la gente sino con la clase gobernante de Rusia, cuyo bienestar es infinitamente superior al de la mayoría de los habitantes. A mediados de los treinta, a diferencia de otros escritores que fueron invitados entonces a la Unión Soviética, Gide no se identificó con los grandes privilegiados. Contó lo que era su verdad y fue víctima del descontento de los creyentes de que en Rusia ya se construía el paraíso.

Este libro cuenta la historia de cómo se construyó, en la mente y los actos de uno de los escritores más brillantes del siglo xx, esa fe ciega en una utopía. Cuenta cómo se rompió esa obstinada certeza y cómo, al confesar públicamente su desencanto, desafió la intolerancia de quienes lo rodeaban. Es la aventura de un hombre de buena fe en las aguas heladas de la intolerancia y de la fe política.

Escrito al borde de la caída del régimen soviético, justo cuando Gorbatchov impulsaba su proyecto de reformas económicas, su Perestroika, y su nueva transparencia política o Glásnost. Y el muro de Berlín apenas había caído. Pero varios lustros después los mecanismos de intolerancia y fe obstinada siguen vivos. Sus energías y aberraciones renacen cada vez que una dictadura o un político del signo que sea, aunque tenga un leve barniz redentor o reformador moviliza a la opinión de interesados e inocentes en nombre de una utopía, de un cambio.

Algunos años después de que se publicó este libro surgió uno escrito por François Furet, El pasado de una ilusión, que analiza muy ampliamante la ilusión del siglo XX, la pasión que encendió en el cuerpo de los humanos la necesidad de creer con intolerancia y pensar sin reflexión. La ilusión que justifica incluso el asesinato en nombre de un futuro colectivo utópico. Furet hace la anatomía tanto de la ilusión comunista como de la ilusión nazi, sin igualar sus sueños, igualando su sed de sangre, su justificación de la violencia de todo tipo. Es el contexto en el que la historia de Gide se desarrolla y que, aun caída la Unión Soviética, mantiene su sed viva.

De la extrema derecha racista en los Estados Unidos hasta el yihadismo pasando por los regímenes autoritarios o golpistas en América Latina. La ilusión justificadora, la mezcla de terror e inocencia sigue siendo cotidiana y resistirla en todas sus dimensiones, historias y contextos sigue siendo requisito de supervivencia. La historia de Gide, en su dimensión de creyente apasionado que en cierto momento se atreve a tomar distancia de sus ilusiones sigue reencarnando esencialmente en muy variados avatares.

Otra dimensión, complementaria de la anterior, en la historia de Gide es la de los aparatos de manipulación que fueron movilizados por Stalin para inventar la figura del intelectual comprometido, del enemigo del fascismo que necesariamente debe sostener al dictador progresista. El conformismo de izquierda. Tan vivo hoy como antes. El libro de Stephen Koch de 1994, El fin de la inocencia: Willi Munzenberg y la seducción de los intelectuales, enriquece sin contradecir los testimonios que sobre ese personaje clave y sus misiones incluí en este ensayo.

En esta historia no todo es manipulación ni todo es inocencia. La complejidad que traté de insinuar aquí, de una realidad candente, se ha ido mostrando cada día más ruda y cruel, menos sutil. A los cien años de la toma de poder de los bolcheviques y casi veinte de la caída del sueño que encarnaron, los archivos se han abierto, las historias se han multiplicado mostrando sus peores ángulos.

Las matanzas e injusticias tuvieron una dimensión muy superior a la que ya se sabía. Sólo quien se tape los oídos y los ojos puede argumentar lo contrario. Pero el negacionismo existe, el pensamiento estalinista o el pensamiento nazi reencarnan en universidades y en estratos políticos dogmáticos. La historia de Gide sigue viva.

Alberto Ruy-Sánchez
Escritor y editor. Hizo estudios de literatura y lenguajes sociales con Roland Barthes y de filosofía política con Jacques Rancière, Michel Foucault y Gilles Deleuze. Ha publicado más de 26 libros de narrativa, ensayo y poesía, entre los cuales las cinco novelas experimentales donde investigó y narró, una larga búsqueda del deseo: Quinteto de Mogador. Codirige con Margarita De Orellana desde 1988 el proyecto editorial independiente Artes de México. En el libro editado por Ricardo Raphael, El México indignado, explica su militancia por la poesía como socialmente urgente e indispensable para entrar en contacto con la realidad, más profundamente, con más libertad e imaginación. Foto de @Nina Subin.
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