CRÓNICA | El Observatorio del amor: cientos de paseantes recorren la terminal del Metro en busca de un encuentro

08/04/2013 - 12:00 am
Fotos: Daniel Aguilar Paredes
Fotos: Daniel Aguilar Paredes

Por Octavio Rivera

Este no es un relato empalagoso, tampoco una crónica aséptica sobre intercambio de afectos. Pero sí es una historia de amor, de amor por la vida, que nos recuerda, de paso, lo necesaria que sigue siendo entre nosotros la tolerancia.

Ciudad de México, 8 de abril (SinEmbargo).-Son cientos y todos vienen aquí a encontrar amor, o todas esas cosas que se le parecen tanto. Algunos simplemente llegan a reunirse con el amigo con el que vale la pena estar, que para nada es poco.

Sea por lo que sea vienen y, con su llegada, la central de autobuses de Observatorio comienza a transformarse y poco a poco va adquiriendo facciones de hormiguero o manifestación multitudinaria.

Los cientos de visitantes encuentran lo que buscan, seguramente. Si no fuera así, no vendrían repitiendo el mismo rito desde hace por lo menos 20 años, religiosamente, cada tarde de domingo.

Encuentran lo que llegan a buscar, indudablemente, porque sólo así puede explicarse que paguen el precio que pagan por venir.

Mucha gente que los ve en la terminal no puede soportar su tono al hablar, su apariencia, su olor y, a veces también, es cierto, la violencia que cuando se pasan de copas pueden generar. Muchos, como que quisieran que no vinieran nunca, pero siguen llegando.

EL ARRIBO

Ellos, casi todos, trabajan como albañiles o como obreros en las construcciones del expansivo poniente de la ciudad. Ellas, casi sin excepción, son responsables de la limpieza, la cocina y las camas tendidas en las casas grandes y bonitas de Polanco, Bosques de las Lomas y Tecamachalco, en las que muchas trabajan, comen y duermen, como si fueran monjas en el retiro de un claustro, de lunes a sábado.

Son parte de una fuerza laboral doméstica que en el DF se calcula en más de 200,000 mujeres, en su mayoría adolescentes. Cobran entre 80 y 120 pesos diarios, de acuerdo con el Centro de Apoyo y Capacitación para las Empleadas del Hogar. Pero si se ubican en las mejores zonas, pueden ganar hasta 250 pesos al día.

Ellos y ellas llegaron a la capital, casi todos, desde los bastiones rurales de los estados de México, Hidalgo, Querétaro y Michoacán, cercanos a la gran metrópoli, a la que proveen desde hace décadas de una mano de obra convenientemente barata.

Muchos llevan en sus venas sangre mazahua, otomí o purépecha, y con su llegada a la urbe incrementan una legión que alcanza ya, según cálculos que nadie puede precisar, unos tres millones de indígenas en el Valle de México.

UN EVENTO ESPECIAL

Antes de llegar a la terminal de Observatorio preparan un presupuesto suficiente, se instalan en el modo de festejo, se acicalan con muchos cuidados y se ponen lo mejor de su guardarropa. Por el gesto contento en sus caras y lo sofisticado de sus atuendos, queda claro que el domingo, para ellos, es todo menos un día común.

Pero ni su buen ánimo ni su esmero en los atavíos les alcanza para evitar miradas de castigo, de reproche, de viajeros, guardias… Para muchos que los ven llegar a la terminal, es sencillamente absurdo que sea justamente aquí, en una central camionera, donde todos ellos deciden, domingo a domingo, venir a buscar y encontrar amor o todas esas otras cosas que se le parecen tanto.

Poco después de las cinco de la tarde comienzan a llegar en los microbuses de las rutas 89, 47, 25… que llegan a Observatorio desde Tecamachalco, Las Lomas, Virreyes, Prado sur o Santa Fe.

Atraviesan la explanada frontal de la terminal atestada como siempre de taxis, ambulantes y desempleados, y ambientada invariablemente con olores lacrimosos de basura y micciones ya viejas. El escenario parece… no, no parece, es definitivamente repelente, refractario, pero nada disuade los anhelos de reunión de los visitantes.

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EL RITO

Ya dentro de la central, lo primero para ellos es ubicar a los compañeros de exilio, o sea, a los que vienen también de un pueblo, del suyo o de otro, y de las mismas duras circunstancias.

Una vez hecho esto… comienza la danza. Por lo general en grupo, ellos y ellas recorren una y otra vez el amplio pasillo central de baldosas de mármol que hay en la terminal; buena parte del piso sigue firme desde la inauguración de la central camionera, en 1979.

En el predio de 53,000 metros cuadrados sobra espacio para el desfile. Caminan, caminan y siguen caminando. Van del extremo norte al lado sur del edificio y luego de regreso.

“Sólo ven los mismos comercios, los mismos letreros, el mismo anuncio de siempre de (la empresa) Autovías”, dice notoriamente ofuscado ‘Clave 5’, uno de los jefes de seguridad de la central que, confiesa, desde hace tiempo dejó de intentar comprender de qué carajos se trata tanta caminadera. “Es algo simplemente anormal”, dice.

Nancy, una de las entusiastas andarinas esta tarde, revela el misterio de tantos afanes deambulatorios. “Venimos a caminar nomás para ver a más gente caminar”, punto. Nancy es del pueblo de San Pedro, a medio camino entre Puebla y Cholula. Viene sólo cada 15 días. En la casa del militar donde trabaja, en Polanco, sólo le dan un día libre a la semana.

Un domingo va a su pueblo, a ver a su mamá. El otro viene a Observatorio. No hay tiempo que perder. Se va sin decir más y se pone a caminar.

A todos, a ellos y a ellas, es fácil distinguirlos de quienes llegan a la terminal con propósitos de viaje: nunca traen maletas y su pinta es singular.

En ellos, los jeans colgantes, las gorras y los tenis, casi siempre con las agujetas sueltas, son infaltables. Completan el ajuar con sudaderas o playeras casi siempre estampadas con imágenes de héroes del rock urbano, que parecen ajustarse a un solo criterio: colores que encandilen, si no, no los usan.

El pañuelo atado a la cabeza, como si fuera una banda, es también de sus prendas favoritas, siempre mejor si está estampada con imágenes cadavéricas.

En las mujeres la variedad es más amplia y mucho más ceñida pero, igual que en ellos, debe garantizar propiedades hipnóticas.

Mientras caminan, ellos las ven y ellas los miran. Y si al final el nivel de atracción es el requerido, pueden llegar a más, incluso de veras a mucho más.

“Las chicas son el gancho. Vienen al ligue, y entre los dos deciden hasta dónde llegar”, dice Ángel Soto, Jefe de la terminal y de quien depende hasta el último detalle de la operación del lugar desde hace unos 14 años.

Soto siempre anda ocupado. Fue acumulando y acumulando responsabilidades durante los 28 años que ha trabajado en la terminal de Observatorio. Vive respondiendo llamadas en su radio, resolviendo problemas. Todas las líneas de autobuses que operan en la central, unas 10, ofrecen entre 1,500 y 1,600 salidas diarias que, con un promedio de 15 pasajeros por autobús, representan 24,000 usuarios al día, aunque el número de viajeros se dispara en fines de semana, vacaciones o días festivos.

Con todo y sus muchas ocupaciones, un domingo, hace algunos años, Soto se dio tiempo para apersonarse en la escena de suceso que dejó boquiabierto a uno de sus 30 guardias.

El uniformado descubrió a una pareja en medio de un comprometedor trance amatorio. Llamó de inmediato a Soto, su jefe tenía que ver lo que ocurría.

“Los cacharon en pleno acto. Estaban dentro de un pequeño módulo de vacunación, en una esquina oscura”, recuerda Soto. “Los reportó un pasajero”.

Desde entonces, cuando Clave 5 y su equipo detectan en la central a una pareja entregada a las caricias en exceso, los guardias se acercan y, a veces sólo con una mirada castigadora, les bajan instantáneamente el entusiasmo.

En la central sobran los rincones lóbregos para los arrumacos urgentes, como esos que a José Luis nomás no le gustan, porque le parece de muy poca clase “andar aflojando todo” en la terminal. José Luis es de Uruapan. Trabaja en un Oxxo de la zona, viene a la terminal desde hace años y es, según sus amigos, “un tigre” con las mujeres, algo así como el Casanova de la central.

“Aquí debe ser nomás pa’l conecte –dice José Luis–. Ya después hay otros lugares mejores para lo que sigue”.

 -¿Cómo es el conecte?

Le llegas. Le dices ‘hola’ y te presentas. Te dice su nombre. Se va conociendo uno. Luego, pues te presenta a más chavas. Y así, si no es con ella, es con otra.

-Parece fácil…

Si te contestan luego luego, ya la hiciste. Si no, hay que abrirse.

-¿Por qué?

Pues porque no le gustas, y pues será para otro compa. Ora que, si las cosas te salen bien, ese mismo día le puedes meter por lo menos una buena caldeada.

¿En dónde?

Por ahí, en cualquier lado, nomás que esté oscuro. Si de plano te fue muy bien, te la puedes llevar a un cuarto.

-¿Hay por aquí?

Por todos lados, por donde suben los camiones que van a Santa Fe, por la Vasco de Quiroga, hay cuartos pa’ escoger. Están bien feos, pero aquí casi nadie puede pagar más.

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***

Una vasta colección de objetos punzocortantes, cadenas y cinturones artillados que después de decomisar colgó en su oficina, le servían a Soto para justificar su falta de simpatía por los visitantes dominicales. Después de un tiempo, decidió tirar la colección de armas hechizas a la basura.

“Muchos vienen al ligue, sí es cierto, pero muchos vienen a crear problemas. Unos son raterillos, llegan en grupos de 20 o 30 y terminan bien borrachos o drogados y hay broncas a cada rato”.

Durante años, detrás de las cajas y los mostradores del Central Restaurant, ubicado justo en el medio del edificio, los empleados solían tener un palo enorme siempre a mano, listo para disuadir hasta al peleonero más audaz. Hoy nadie sabe dónde quedó el palo.

Dentro del edificio, los pleitos han mermado, en parte por la presencia de agentes de la Policía Federal, con sus armas perfectamente a la vista.

Afuera, sin embargo, pareciera persistir la amenaza que le adjudica Soto a los visitantes dominicales.

Cuando ya es de noche, se forman grupos y comienzan a circular entre ellos bolitas de estopa impregnadas con solventes. Las estopas, despiadadas con las neuronas, a menudo los desinhiben de más y se ponen violentos.

Soto dice que hasta 98 por ciento de los jóvenes que llegan los domingos por la tarde representan para él y su equipo de seguridad una amenaza.

Pero, al final, también admite que su rechazo se genera también por la forma en que estos visitantes se visten… y por su acento rural.

“Se notan por su manera de asearse”.

-¿Por su manera de asearse? ¿Usted sabe cómo se asean?

Perdóname que te lo diga, pero su origen se les ve en las uñas. Nos degradan un poco. Nos dan una mala imagen con los turistas, con los viajeros.

Patricia Salgado está de acuerdo con el jefe de la terminal.

“¿Quién es esta gente?”, se le pregunta mientras el desfile sigue a toda marcha sobre los pisos de mármol, y ella espera la salida de su autobús a Puebla, de donde viene al DF cada semana.

“Es gente de mala calaña… Chavos sin oficio ni beneficio, nomás andan viendo a quién roban”.

 -¿La han robado alguna vez?

No, a mí no, para qué voy a mentir, pero me han platicado.

 –¿Si fueran sus hijos, le gustaría que la gente hablara así de ellos?

Mis hijos nunca se verían así.

-¿Cómo?

Pues así…

-Dígame cómo

Pues así, tan feos, tan nacos.

-¿Vendría un domingo por la tarde a Observatorio si no tuviera que viajar?

Jamás.

***

Con tantos deméritos cualquiera se preguntaría por qué no los han echado de la terminal. Los responsables de los más de 30 comercios que operan dentro de la terminal, entre loncherías, pastelerías, farmacias, jugueterías y cafeterías, tienen un buen intento de respuesta.

El restaurante principal, que se atiborra cuando probablemente el ligue va tan bien que se vuelve necesario acompañarlo con una cerveza, logra las tardes de domingo más ingresos que los que consigue de lunes a sábado.

Patricia Celio supervisaba hasta hace unos meses 15 de esos negocios. Aseguraba que 30 por ciento de sus ventas dependía de los visitantes del domingo.

“En mis negocios hasta el más andrajoso, si trae con qué pagar, es tratado con respeto”, decía Celio.

Dos parejas, un domingo por la tarde, pueden beberse 18 o 20 cervezas en el Central Restaurant, en dos horas solamente, contaba la empleada. “Haz cuentas, las cervezas cuestan 20 pesos (ya subieron a 22). Es fácil entender por qué no queremos que se vayan, ¿no?”.

La única opción es ninguna

Pensar que sólo vienen a ligar a la terminal sería simplista, dice Pedro González. Creer que podrían irse a espacios más apropiados es no tener idea de lo que es llegar de un pueblo a vivir en la capital.

González pertenece a la Asamblea de Migrantes Indígenas de la Ciudad de México. Pasó por lo mismo que todos estos jóvenes hace años; él también dejó su pueblo, sus costumbres y su gente para instalarse en la gran ciudad.

Desde la Conquista, dice, en la capital se han venido privilegiando los espacios individuales. Al contrario de lo que sigue ocurriendo en los pueblos de estos jóvenes, en donde se promueve lo colectivo, los espacios comunitarios.

“Ellos llegan a la ciudad con una forma de vida aprendida… y tienen que conquistar cualquier espacio disponible para recrear las formas de encuentro, de colectividad que dejaron en su pueblo”.

Así pasa no sólo en Observatorio, sino también en el parque de Los Venados, en el deportivo hermanos Galeana, en La Villa, en el deportivo Candelaria y en muchos otros sitios.

Soto explica que la terminal de Observatorio resulta especialmente atractiva para ellos por el enorme espacio que ofrece; la central se asemeja más a las plazas públicas y a los jardines de los pueblos que otras instalaciones o edificos públicos de la ciudad.

La convivencia, recrear su colectividad, es lo que les permite vivir con los mínimos de felicidad, según González.

Meterse a un cine, correr con audifonos solos por el parque o encerrarse en un apartamento a ver tele no tiene en sus mentes ningún sentido.

La explosiva construcción de ejes viales, de las líneas del Metro, de estadios deportivos en los años 50, 60 y 70 incentivaron el éxodo de estos muchachos a la ciudad.

Hoy continúan llegando porque, de entre las pocas alternativas de supervivencia que tienen, venir a la capital sigue siendo la menos peor. Aquí hallan su sustento. Ni más, ni menos.

‘Nos vemos el domingo’

Esta tarde, ellos y ellas dejan ya de caminar en el pasillo principal de la terminal, y poco a poco se retiran del Central Restaurant y de los otros comercios.

Ninguno parece que necesita una explicación sesuda como la que dio González para justificar su presencia en la terminal; su presencia en este lugar parece que obedece más a instintos e impulsos que a reflexiones racionales.

Llegan las nueve de la noche, luego las 10. Están cerrando los negocios en la central y, afuera, los camiones de pasajeros pronto dejarán de salir.

Hora de irse, con una grata compañía a alguno de los cuartos de avenida Vasco de Quiroga, si se tuvo suerte.

A los cuartos baratos que comparten con otros trabajadores de las mismas obras del poniente expansivo, si sólo se encontró a un amigo con el que valía la pena estar.

O a las casas pulcras y bonitas de Polanco, Bosques y Tecamachalco, para comenzar otra semana de retiro laboral.

Hasta el próximo domingo en la tarde, parecieran decir, cuando a pesar de todo y de todos, regresarán a Observatorio a buscar amor, o todas esas otras cosas que tanto se le parecen, simplemente porque no podrían no hacerlo.

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