Desierto en escarlata, una antología sobre la violencia, el dolor y algunas formas de combatirlos

08/09/2018 - 12:04 am

Para mí, este libro es una respuesta contundente sobre el papel de la literatura en la vida contemporánea; desde luego, un papel que va más allá de los aciertos estilísticos y de la construcción perfecta de los textos; es también una invitación a mantener viva la memoria de las víctimas, un llamado preciso para un pueblo que está acostumbrado a olvidar sus peores momentos, aunque su marca sea indeleble. Ya me dirán qué les parece y cuál será su siguiente paso. Ese es el prólogo de Élmer Mendoza (que transcribimos todo con autorización de Mauricio Bares, el editor de NitroPress) y que nos obliga a pensar en nuestras víctimas y victimarios en una ciudad secuestrada por el miedo, Ciudad Juárez.

Por Élmer Mendoza

Ciudad de México 8 de septiembre (SinEmbargo).- Que México sea un país con múltiples desgarramientos que han agregado nuevos nombres a nuestra cotidianeidad herida, es un asunto de nuestro tiempo; tal parece que nuestra debilidad por llevar y/o permitir una vida salvaje no se corregirá en el corto plazo. No quiero pensar así, pero entra una balacera por mi ventana. Desierto en escarlata, esta antología sobre la violencia, el dolor y algunas formas de combatirlos, es un poderoso testimonio de cómo una ciudad puede vivir casi secuestrada por el miedo, la incertidumbre, la impunidad y la corrupción. En este caso, un grupo de narradores probados ha tomado Ciudad Juárez y algunos de sus días más aciagos, como tema para contar hechos y sentimientos que convierten la ficción en un ente palpitante que llega al corazón y al entendimiento y hace inevitables preguntas como: ¿Qué hemos hecho para merecer esto?, ¿cómo es que hemos llegado hasta acá?, ¿realmente somos tan vulnerables e incapaces de arreglar este problema?

Ricardo Vigueras, Elpidia García, Gabriel Trujillo, Liliana Pedroza, Mauricio Carrera, José Juan Aboytia, José Lozano, Magali Velasco, César Silva Márquez, Agustín García, Carlos René Padilla, Alberto García y el resto de los autores que dan vida a este libro, escriben para advertir que, como diría Simone Weil: “El mal obliga a reconocer como real aquello que creemos imposible” y el cuidado que debemos tener. Cada escenario, cada hora llevada a la ficción, cada rostro, cada cuerpo, nos inducen a una alteración de valores básicos, esos que permiten en cualquier sociedad la convivencia pacífica y conveniente. Cada narrador nos comparte su visión apocalíptica de una ciudad que se nos escurre de las manos y del amor, una ciudad que es grande en los recuerdos y que ahora debemos recordar de otra manera, más sucia, descascarada, peligrosa y desde luego, prescindible.

La literatura negra en México es mayor de edad; autores como Rafael Bernal y Paco Ignacio Taibo II la pusieron, en el último cuarto del siglo XX, al alcance de todos, le dieron estatus de grandeza. Los lectores pudieron convivir con los detectives Filiberto García y Héctor Belascoarán Shayne como con un par de amigos del barrio. Bernal y Taibo II han contado un México desconfiado de sus leyes y de sus instituciones, una región sepia donde los delincuentes pueden ser intocables. En la reciente década, el género ha tomado una fuerza inusitada; autores como Juan Hernández Luna, FG Haghenbeck, Bernardo Fernández BEF, Martín Solares, Imanol Caneyada, Hilario Peña, Juan José Rodríguez, Miguel Ángel Chávez, Iris García Cuevas, Orfa Alarcón, Iván Farías, Alejandro Almazán, Carlos René Padilla, Élmer Mendoza y los autores de esta antología, Desierto en escarlata, han creado una estética del desencanto donde se cuenta el país en una dimensión muy próxima a la realidad. Hablo de un país donde se cometen alrededor de veinticinco tipos de delitos graves que amenazan con condenarnos a una vida de miedo y desconfianza. Los narradores mencionados han tomado regiones definidas para contar sus historias, crear sus personajes y lanzar, unos, dardos, y otros, esferas provocadoras a jueces, policías y militares que constantemente aparecen como coludidos con el hampa.

Estos escritores han encontrado el lenguaje y el estilo para narrar esta situación que ya es característica de nuestra época y que los políticos, maldita sea su estampa, se toman como juego. Han creado una literatura que goza de una muy bien definida identidad porque se atreve a contar una realidad que ya no se puede ocultar bajo la alfombra; igualmente, los cadáveres ya no caben en los clósets. Es un grupo que pone ante los ojos de los mexicanos y de los lectores del mundo, que se han atrevido a crear un arte que no desdeña el medio que lo genera, una estética de la violencia que no sólo expresa la percepción de la angustia y la indefensión, sino las formas de plantarse frente a ellas con la frente en alto.

Para mí, este libro es una respuesta contundente sobre el papel de la literatura en la vida contemporánea; desde luego, un papel que va más allá de los aciertos estilísticos y de la construcción perfecta de los textos; es también una invitación a mantener viva la memoria de las víctimas, un llamado preciso para un pueblo que está acostumbrado a olvidar sus peores momentos, aunque su marca sea indeleble. Ya me dirán qué les parece y cuál será su siguiente paso.

Desierto en escarlata, un libro editado por NitroPress, con portada de Lilia Barajas. Foto: Especial

Aquí el cuento “Nomás diez tiros le dio”, de Elpidia García Delgado, con autorización de NitroPress

Sin embargo, nos has quebrantado en la región de los chacales,
y nos has cubierto con la sombra de la muerte
(Salmos 44:19)

 

El cuerpo estaba bocarriba junto a una valla de hierro, en un terreno baldío contiguo a la fábrica. Tenía el pelo revuelto y limpio. El rostro, sin la palidez de los muertos, más bien parecía el de una muchacha en un profundo sopor. En el gafete de identificación abrochado al cuello de la bata azul, la foto de una chica sonriente, bonita, muy joven, y su nombre: Margarita Acevedo. Su cadáver se descubrió a la hora en que empezaron a llegar los obreros del primer turno. Los madrugadores que llegan primero, cuando aún no raya el nuevo día. Alguien la vio gracias a las luces exteriores del edificio. Corrió a avisar al guardia en la caseta de vigilancia para que llamara a la policía. Quince minutos más tarde, el inquietante ulular de las sirenas despertó a la gente de Ciudad Juárez para recordarles que seguían viviendo en el infierno. Alrededor, se formó un cerco de trabajadores, patrullas de policía, agentes ministeriales, peritos forenses, prensa y representantes de la Fiscalía de Feminicidios. Las luces de la ley y el orden iluminaron de azul y rojo la escena como en un club nocturno del más allá.

“Otra”, decían o pensaban los curiosos con expresión abstraída y los brazos cruzados mirando a la muchacha. Alguno tomó fotos con el celular hasta que un policía lo amonestó, corrió a todos los fisgones y acordonó la escena del crimen con cinta amarilla de la PGR. Imperio Alba, agente de la Fiscalía de Feminicidios, empezó a anotar en su libreta. De pronto, un estremecimiento la sacudió al ver la figura fantasmal de su hija Rubí que emergió, etérea, para incorporarse sobre la muerta y dirigirle esa mirada de niña agonizante: “Tienes que encontrar al asesino”.

—¡Alguien localice a la madre! —gritó—. No podemos perder tiempo. Ella puede aportar pistas y el asesino puede ya estar lejos, o del otro lado.

Horas después de un cuidadoso trabajo de recopilación de pruebas, datos y búsqueda de pistas, un forense cerró la bolsa negra. Margarita, una crisálida en su capullo. La madre, conmocionada, asistida por una mujer policía y una psicóloga, forcejeaba con ellas para poder acercarse. Hacía rato que el sol ya había salido. Al norte, recortada contra la Montaña Franklin, la negruzca nata de humo que el día anterior dejaron los cientos de tráileres al cruzar a El Paso, con lentitud de tortugas, sobre el Puente Santa Fe.

—La vinieron a tirar aquí. La identificación es de otra maquila, en el Parque Henequén —dijo el agente ministerial Ariel Correa.

—Yo voy para allá.

—¿Quieres que te acompañe, Imperio?

En los últimos meses, ningún poli tenía la certeza de regresar vivo a casa al final del día. Los narcos les disparaban como si fueran figuritas de tiro al blanco en una feria. Los cazaban en las calles, al salir de sus casas en la mañana, cuando recogían a los niños en la escuela.

—No. Tienes que hacer el informe. Te marco cuando termine.

Más tarde, cuando el personal del segundo turno ya había iniciado, Imperio se presentó en la caseta de vigilancia de la fábrica de televisiones donde la muerta tenía su empleo. Mostró su identificación de la Fiscalía de Feminicidios.

—Ah, sí. Tiene cita con la jefa de Recursos Humanos, ¿verdad?

«Recursos Humanos. Son personas, cabrones, no recursos», pensó. El guardia abrió la verja eléctrica y la condujo a una oficina. El gerente general, Orlando Arciniega, se aprestó a recibirla. Contempló sus rasgos atractivos, la dureza en la mirada. Enfundada en uniforme de pantalón azul-negro, a sus treinta y cinco años lucía una atrayente figura. Dos horas de gimnasio tres veces por semana no conseguían reducir sus prominencias. Una Beretta 9 mm colgaba a su costado. Cuando estrechó, ya en la oficina de la planta, la mano de Arciniega, un tipo de baja estatura que le cayó mal sólo al verlo, entró Paula Moreno con un expediente. Se presentó como responsable del departamento de Recursos Humanos.

—Estamos a sus órdenes.

—Como le comenté por teléfono a Paula, una de sus trabajadoras fue encontrada sin vida esta mañana, cerca de una fábrica del Parque Industrial Bermúdez. Bastante lejos de aquí. Necesitamos saber qué fue lo que pasó en sus últimas horas de vida.

Fue Paula la que respondió. El intercambio de miradas de complicidad con su jefe no se le escapó a la mujer policía.

—Qué triste noticia. Tan jovencita, ¿verdad? Con nosotros tenía once meses. Ayer llegó a las tres y media de la tarde y salió a las doce y media de la noche, como todos los días. ¿Podemos saber cómo murió?

—No «murió», señorita Moreno: la mataron. Las personas mueren, si no se topan con chacales como los que hay aquí en Juárez, en la vejez, en una cama de hospital o en su casa. Hay una gran diferencia —corrigió Imperio.

—Sabemos lo que pasa con todas esas muchachas que encuentran violadas, cercenadas, es terrible. Por lo que he leído, muchas veces es por su culpa. Se exponen al peligro. Andan casi encueradas —intervino Orlando Arciniega.

Imperio lo miró con desagrado. Su insensibilidad ante los feminicidios hacía juego con el tono prepotente y vulgar. Volteó a ver la foto de la esposa con la hija sobre el escritorio. Las dos sonreían.

—Este caso es distinto. Encontramos a Margarita completamente vestida y calzada, con su bata de trabajo y su gafete. Puesta con cuidado en el terreno. Tenía el cráneo hundido por impacto contundente en la parte posterior de la cabeza, que tal vez le causó una conmoción cerebral, aunque tenemos que esperar el informe de la autopsia. Es posible que la mataran en un lugar diferente a donde apareció, ya que no había evidencias del arma que utilizaron. Tampoco estaba su bolsa. Quisiera hacerles unas preguntas a sus amigas, a su novio, si es que trabaja aquí. También quiero ver su estación de trabajo y su locker.

—Por supuesto. Paula, tráete a su amiga y al novio, por favor.

Cuando se quedaron solos, el gerente la miró de la forma que un hombre observa a una teibolera en el tubo: fantaseando con ella en la intimidad. Una sonrisa sardónica le torcía la boca. La mujer policía no se turbó y le sostuvo la mirada. Le pareció una cucaracha tocándola con sus antenas. Advirtió que su ropa era fina. El reloj, un Fossil casi más grande que el ancho de su muñeca.

—Tú eres la que salió en la portada de aquella revista, ¿verdad? Qué guapa te veías —la tuteó.

Se refería a un reportaje sobre los asesinatos a mujeres en Ciudad Juárez en un semanario de distribución nacional. En la foto, un grupo de policías rodeaba la escena de una mujer asesinada. Las notables formas de Imperio, enfundada en uniforme, lucían en primer plano. El rojo de los labios en contraste con los lentes oscuros. El pelo suelto y negro resplandecía con la luz del sol. La enorme metralleta cruzada al frente de su cuerpo discordaba en el cuadro.

—Lamento que le conmueva más mi imagen que la tragedia de esa muchacha. Fue un asesinato que nos indigna y entristece por su crueldad. Pero no vine a socializar, señor Arciniega, vine aquí a tratar de esclarecer un asesinato más. Mi objetivo es que no quede impune. Le agradeceré que evite comentarios banales.

—Ella está muerta. Y tú, vivita y coleando.

Antes de que pudiera replicar a su zafiedad, Paula entró acompañada de Patricia, la mejor amiga de Margarita y de Carlos. Ya los había puesto al tanto de lo sucedido. Los dos tenían los ojos llorosos. Dejó que se calmaran un poco.

—Necesito que me dejen sola con ellos, por favor.

Arciniega dudó un momento, se levantó y salió junto con Paula.

—Como ya saben, Margarita apareció muerta hace unas horas. La dejaron en un terreno junto a una maquila en otro parque industrial. Quiero que me digan, por favor, cuándo la vieron por última vez y qué fue lo que conversaron. Si tuvo algún problema con alguien. Cualquier dato que pueda conducirnos a encontrar a los autores del crimen.

—Pos no, no tenía broncas. Ayer estuvo normal, como cualquier otro día. Era una chava muy alegre, le gustaba cantar. No puedo creer que esté muerta —Patricia se volvió a limpiar las lágrimas—. Después de checar su tarjeta al final del turno, vi que se metió al baño. Yo salí de la planta y me fui a la rutera. Siempre nos sentamos juntas, por eso creí que subiría en cualquier momento, pero la rutera se llenó y ya no la vi. Le marqué a su cel. No contestó. Pensé que se había retrasado y subido a otro camión, o que se quedó hablando con Carlos.

Imperio observó al muchacho de bellos ojos dignos de un cuadro de Rivera.

—¿Margarita era tu novia? ¿Cuánto tiempo hace que salías con ella?

—Sí. Apenas siete meses. Anoche la vi después de terminar el turno. Yo me quedé horas extras hasta las seis de la mañana.

—¿Notaron algo raro en su actitud? ¿Les dijo lo que haría al salir, si quedó en verse con alguien?

—Pues no. Lo único que vi es que Perla, la ex de Carlos, se les quedó mirando con mucho coraje cuando le dio un beso de despedida. Es muy celosa. Y cuando Carlos la dejó por Margarita, no se lo perdonó. Cada vez que se topaba con ella en los pasillos o en el baño, la insultaba. En las puertas de los baños escribió muchas pendejadas.

Carlos bajó la mirada, avergonzado. Al terminar la entrevista, Imperio quiso hablar con Perla. Paula le aclaró que no se había presentado a trabajar. Le pidió que la llevara a la estación de trabajo de Margarita, y luego, a abrir su casillero. Paula y Arciniega la acompañaron en todo momento. Patricia y Carlos se retiraron a seguir con sus labores.

Los trabajadores, industriosos como hormigas, perdieron su concentración para ver a la mujer armada por los pasillos. Era alta, rebosante, y llevaba el pelo recogido en un chongo. Además de la pistola, traía un radio y chaleco antibalas. El ruido de las máquinas y un olorcillo a químicos y materiales plásticos saturaba el ambiente. Hubo que elevar la voz.

—Éste era su lugar de trabajo.

La máquina asignada a Margarita, a cargo ahora de una nueva chica, escupía componentes por un extremo que caían en una banda transportadora. Descartó un accidente laboral.

—Quiero ver los baños de mujeres —pidió Imperio—. Según su amiga, es el último lugar al que fue.

En uno de los cinco baños distribuidos en el edificio, un hombre en overol café cambiaba un lavabo roto.

—¿Qué pasó aquí?

—A veces las muchachas se sientan en los lavabos para platicar, o se apoyan en cuclillas en los sanitarios. No es la primera vez que se rompe alguno —se apresuró a explicar Paula.

Se dirigieron al lugar en el que había cientos de casilleros metálicos de color gris. El de Margarita era el 133. Paula lo abrió con la copia de la llave. Del interior salió un leve aroma a perfume barato. Imperio lo reconoció: Sweet Honesty, el mismo que le gustaba a Rubí. Dentro, había una pasta dental, un cepillo de dientes, un rollo de papel sanitario y una hoja de cuaderno doblada en cuatro partes. Al verla, Arciniega y Paula se pusieron nerviosos. Paula quiso coger la nota, pero Imperio se le adelantó.

—Esto me lo llevo yo.

—¿Podemos saber qué dice? —preguntó Paula.

—Lo siento. No.

Imperio pidió una foto de Perla, la exnovia de Carlos, su dirección y teléfono, y se retiró.

***

—¿Por qué no llamaste y por qué te fuiste sola? Ya sabes que tenemos órdenes de andar en pareja. González te va a llamar la atención.

—Cálmate, Ariel, ni que fueras mi jefe. Si nomás iba a checar en la maquila de la muchacha muerta. Después fui a la casa de una sospechosa, pero no la encontré. Apenas iba a marcarte. Acabo de entrar a mi casa. ¿Tienes tiempo? Para contarte.

—Para ti tengo todo el tiempo del mundo, preciosa.

La cortejaba. Pero Imperio había cancelado todo interés por la intimidad con los hombres desde el secuestro de su hija en el centro de la ciudad hacía cuatro años. Ella misma la había animado a buscar un empleo de medio tiempo. Su salario de policía municipal era bajo y, como madre soltera con una hija, creyó que un ingreso extra, aunque exiguo, sería bueno para los caprichos de la adolescente.

Lo único que pudo averiguar después de su desaparición, fue que dos hombres la subieron a la fuerza a una troca en el Mercado Reforma, en la calle Noche Triste, a un lado de la Catedral. Nadie hizo nada. Tenía catorce años. Desde entonces, hizo lo posible por entrar en la Fiscalía de Mujeres. Después, los crímenes y secuestros de mujeres se multiplicaron. La mayor parte de los policías recibían salario del narco y frenaban cualquier intento de llegar a los autores. Lo peor era cuando avisaban de osamentas encontradas. Siempre temía que fueran los de Rubí. Empezó a alucinar. Y a beber.

Imperio siguió contando a Ariel lo que averiguó ese día.

—En el locker de Margarita había una nota anónima con la letra distorsionada. La han de haber metido por las ranuras de ventilación. Te la voy a leer:

«Vi lo que pasó. Yo estaba en un baño. Escuché a Perla gritar: ¡Pinche puta, ahora sí me las vas a pagar! Abrí un poco la puerta y vi a Margarita que estaba pintándose los labios, y a Perla atrás de ella. Se hicieron de palabras. Total, que se agarraron de las greñas. Margarita le dio una cachetada. Perla la aventó. El piso mojado hizo que resbalara. Pegó un grito cuando se golpeó la cabeza contra un lavabo. Tan fuerte, que se quebró. Se oyó bien gacho. Perla salió corriendo bien asustada. Entonces, salí para ver si podía ayudar a Margarita. La moví varias veces, y nada. Me dio miedo que estuviera muerta y me fui yo también».

—Esta tarde, cambiaron el lavabo cuando yo estaba investigando. ¿Qué te parece?

—No me digas. Seguro que cuando la encontraron y vieron que estaba muerta, la sacaron del edificio para evitar a los medios. Y luego, la fueron a tirar lejos. ¡Qué cabrones!, ¿eh? Aquí hay homicidio imprudencial, encubrimiento, destrucción de pruebas, alteración de la escena del crimen, movimiento del cadáver, ¡uf! Y lo que resulte.

—Así es, compañero. Sólo que no hay nadie que testifique. Perla, la homicida, no está en ninguna parte. La busqué en su casa y no la encontré. Su familia tampoco sabe nada de ella. No contesta su celular. No sabemos quién es la que escribió la nota anónima. Está claro que no quiere involucrarse. Y Arciniega negará todo. Además, Margarita checó su salida en la tarjeta. Para ellos ésa es la prueba de que salió de la planta al terminar el turno, aunque nosotros sabemos que se devolvió al baño después de checar su tarjeta.

—¿Arciniega?

—El gerente de la maquila.

Ariel guardó silencio.

—¿Sigues ahí?

—Sí, sí, es que el apellido me pareció familiar. Hay que buscar a la Perla esa. Una orden de búsqueda, localización y presentación.

—Ése ya es tu trabajo, compañero. No es un crimen de género, no la mataron por ser mujer, no me corresponde. También piensa que es una maquila muy importante. Son intocables. Ni ellos ni el gobierno querrán escándalo. Olvídalo, es caso cerrado. No fue un asesinato premeditado. Estoy redactando mi informe, pero yo creo que el jefe González ahí lo va a dejar. Con tanto crimen, éste sería el de menor prioridad.

—Bueno, ya párale de hablar de la chamba, ¿no? Te obsesionas. Ya, relájate, diviértete. Deberías salir. Por ejemplo conmigo, mamacita.

—Ya te dije que no me interesas, Ariel.

Colgó. Fue a buscar la botella de vodka. No la soltaría hasta quedarse dormida. Deseó no haber nacido mujer, no haber sentido deseo jamás por los hombres. De saber que se la llevarían los depredadores, no hubiera tenido nunca una hija. Desde que Rubí desapareció, no podía dormir. Veía sombras que se movían cerca de ella, escuchaba voces. El alcohol era un buen remedio para espantar esas visiones. «Estrés postraumático, EPT», le explicó el psiquiatra. «Alucinaciones visuales y olfativas. Con el tiempo lo superará. Debe dormir bien. Evite el alcohol. Cambie de trabajo. Ver muchachas asesinadas, violadas, mutiladas, tan jóvenes como su hija; ver osamentas no ayuda. Podría empeorar su condición. Desarrollar depresión o enloquecer. Y no la hace apta para su trabajo».

A punto de conciliar el sueño, escuchó llorar a su hija. ¿O era alguien más? Quiso levantarse, pero algo se lo impedía. El llanto era quedo, resignado a la fatalidad. No era un llanto de dolor físico, sino de duelo interno. No como el de esas madres al ver los huesos descarnados de muchachas para identificar a sus hijas: desgarrados, como de mujer torturada a la que desuellan de un tirón. Eso es lo que sentían: cercenamiento de hijas. Las había visto tantas veces. Después, cuando ya no escuchó el llanto de Rubí, soñó que entraba en una casa pintada de verde. Cuartos miserables, pasillos largos, olor a podredumbre. Adentro, muchachas desnudas de pelo largo que le pedían ayuda. Ella gritaba el nombre de su hija: ¡Rubí, Rubí! Después, salía corriendo. Afuera, pájaros negros revoloteando cerca de ella. Luces de farolas destellaban sobre las paredes verdes, y luego, oscuridad.

***

Arciniega respondió al timbrar su celular. No era una llamada relacionada con el trabajo. Cuando menos no la clase de trabajo con el que encubría la actividad que le dejaba mejores dividendos. Supo quién era por el identificador de llamada.

—¡Hey, cuánto tiempo, Ariel! ¿Cómo estás? ¿Qué puedo hacer por ti?

—Vientos, compita, no nos quejamos. Pues con la novedad de que el M1 anda buscando un par de conejitas.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo las quiere, el güey?

—Tiernas, pero jugositas, bonitas. No como las últimas. Estaban bien flacas, cabrón. ¿Qué no pueden mejorar la comida de la maquila? —se carcajeó —. Es un pedido especial. Parece que las quieren para llevárselas a los esteits.

—Órale, simón. Nomás que ya sabes. Yo te las investigo y te paso sus datos para que las recojas lejos de aquí. No quiero pedos. Ayer vino una vieja bien buenota de la policía a hacer preguntas por otro asunto y anda de metiche.

—Ya estás. Mándame sus fotos y los datos a mi correo, y yo me encargo, pues.

—Pues sí, güey, eso cuando me las pagues. ¿Qué te crees, que no me arriesgo? Si les pasa algo, van a saber que las dos trabajaban aquí y empiezan a investigar, ya sabes.

—¿Cuánto?

—Veinte milas por cada una.

—Te vas recio, cabrón.

—Sí, pero te aseguro que valen la pena. Hasta para mí me gustan.

—Pues ya sabes, cuando quieras vente al bar. Esto se va a poner bueno ahora que acaban de llegar los federales. Vamos a tener muchos pedidos.

—No, pues hay que aprovechar. Deposítame a la cuenta y te mando eso.

***

Imperio se levantó y decidió visitar nuevamente a Arciniega sin decir nada en la estación de policía. Le había parecido mal presagio desde el principio. Quería saber si tendría alguna explicación distinta a la conclusión que obtuvo de la nota.

—Qué rápido volviste. Si apenas hace dos días que nos vimos. ¿Qué pasó, ya saben lo que le pasó a la muchacha?

Le molestó el tuteo. Su intención de demostrarle su prepotencia. Un aviso encubierto de que su intromisión podía ser peligrosa.

—Tenemos una idea bastante clara a partir de la nota anónima que encontré en su locker. En resumen, creemos que Perla, la exnovia de Carlos, la mató en los baños. No quería hacerlo, pero la aventó y se golpeó contra el lavabo. Muerte súbita por traumatismo craneoencefálico. Ustedes, para evitar un escándalo y deslindar a la maquila, no avisaron a la policía y fueron a aventar a la occisa a otra parte.

Arciniega no se inmutó. Los ojos se le volvieron más negros. Dos pozos profundos de los que salían llamas. Tanteó su respuesta.

—Ten mucho cuidado con lo que dices. Ésta es una empresa que lleva más de veinticinco años en la ciudad. Que emplea siete mil juarenses. Más vale que no le buigas, ¿eh?, podrían cerrar. Ahorita Juárez está muy caliente. Afectarías su imagen internacional. Una nota anónima no prueba nada.

—¿Está admitiendo lo que pasó?

—No estoy admitiendo nada. La nota la pudo haber metido al locker de Perla cualquier trabajadora encabronada, por venganza. Sólo quiero asegurarme de que tienes pruebas. ¿Las tienes?

Imperio advirtió sombras que se movían alrededor del hombre que la miraba amenazante. Tuvo un presentimiento. Quizá era la resaca del vodka de la noche anterior. El EPT. Su deseo de encontrar a los que se llevaron a Rubí y descargar en ellos su Beretta.

—Estamos trabajando en ello. Ya giramos una orden para localizar a Perla y que declare lo que sucedió. Lo demás caerá por su propio peso. Lo que queremos es que pare esta mierda de asesinatos. Por cierto, ¿saben dónde puede estar Perla? No ha vuelto a su casa.

—Ni idea —respondió.

De regreso a la estación de policía, Imperio escuchó el noticiero en la radio. Un ministerial más balaceado esa mañana al salir de su casa para ir trabajar. Supo quién era. «Pinche desmadre. Vivimos en un lugar de oscuridad. En el infierno», pensó.

Más tarde, fue a la funeraria para dar el pésame a la madre de Margarita. Era su costumbre ir a todos los sepelios de chicas asesinadas para llevarles flores. Las que le llevaría a Rubí de saberla muerta.

Las miradas que recibió al entrar eran de reproche, casi de odio. La gente sabía que muchos policías protegían a los grupos criminales, que estaban en su nómina. ¿Cómo iban a saber que también ella era una madre a la que robaron a su hija? El aroma a claveles era intenso. La dedicatoria en una corona de rosas blancas decía: «Para nuestra amada hija». La salmodia del rosario era como el zumbido de un enjambre de abejas. Carlos y Patricia sentados frente al féretro. La madre tenía la mirada perdida, cansada de llorar. Imperio pensó que, cuando menos, había tenido el consuelo de despedir a su hija. Ella no. Vivía con el alma atormentada. Después de abrazarla, quiso revelarle lo que sabía, decirle que fue un accidente, pero no podía asegurarlo con sólo una nota anónima. Además, la investigación no había concluido. Se acercó al ataúd para ver a Margarita. Su semblante era beatífico, de santa de iglesia. Imaginó a Rubí abandonada en el desierto, carcomida por los perros o momificada por el sol, como muchas de las que habían encontrado. Sin nadie que la llorara. No contuvo las lágrimas. Lloró por ella y por Margarita. Por todas ellas.

Esa noche, Imperio repasó sus pesquisas en el diario que inició poco después del secuestro de Rubí. Apuntaban hacia una red de traficantes del centro de la ciudad, organizada para reclutar muchachas cuando iban a buscar trabajo o para raptarlas en cualquier calle. También supo de alguna que llamó a su familia desde el sur del país. A sabiendas de que la corporación no actuaría hasta el final de las consecuencias, ella misma iba a investigar por su cuenta al Mercado Reforma, donde alguien vio que se llevaron a su hija a la fuerza. Vigiló los movimientos de hombres sospechosos. Hizo preguntas a las chicas de los puestos del mercado. Recordó la conversación con una de ellas tiempo atrás.

—¿Hace mucho que trabajas aquí?

—No, apenas tengo dos meses.

—Y ¿cómo conseguiste el trabajo? Es que tengo una hija que anda buscando.

—Don Tino me dio una solicitud. Mírelo, por allá va con su maletincillo donde trae las solicitudes. En cuanto ve una muchacha, le pregunta si quiere trabajar —lo dijo con la candidez de los niños. Imperio se fijó bien en el fulano.

Escribió la fecha en el diario: «Julio 6, 2010» Comenzó a redactar. «¿Dónde encaja en la red don Tino, el hombre que consigue trabajo a las muchachas?» Dibujó organigramas imaginarios con algunos nombres que ya conocía. Repasó la lista de las muchachas con reporte de búsqueda. El mapa donde marcó cruces en las colonias donde vivían. Los lugares donde desaparecieron como si se hubieran evaporado. Muchas habían ido al centro a alguna entrevista. Las pistas que tenía eran sueltas. No las compartía con sus compañeros, no confiaba en nadie, ni siquiera en Ariel. Temía sus vínculos con criminales.

Quedaba poco vodka en la botella. De pronto, percibió un aroma. A ramo de flores que hubiera estado guardado por mucho tiempo en un cofre recién abierto. Tenue al principio, se volvió intenso como madreselva en primavera al acercarse. “Es una señal de Rubí”, se dijo. En cuanto pudiera, seguiría al tal don Tino.

El viernes siguiente, se reportó enferma de gastroenteritis. Se vistió de cualquier forma para no llamar la atención y luego se colocó la funda interior tipo faja. Revisó el cargador de su pistola personal Glock 26 de diez tiros, menos voluminosa y pesada que la Beretta de servicio. Ideal para su mano pequeña. La introdujo en la funda a su costado. El silenciador lo guardó en su bolsa cruzada, también las esposas, una navaja y dos celulares robados. El arma se la había confiscado al Diablo, un traficante que despachaba una narcotiendita, a cambio de que no se lo llevara a la cárcel; le dijo haberla cambiado a un gringo adicto por coca, piedra y mariguana. Después, se puso una blusa holgada y su amuleto: el prendedor Sinsajo de su hija. Montó en su troca Lobo con vidrios ahumados y enfiló al centro de la ciudad. Se estacionó detrás del antiguo Palacio Municipal. Estaba segura de que don Tino era una pieza clave. «Como que del 9 sigue el 10», murmuró.

El Mercado Reforma estaba atestado. Los maniquíes exhibían pantalones de mezclilla, blusas y camisetas a precios económicos. En decenas de puestos se vendía toda clase de artículos y baratijas Made in China: lentes, joyería, dulces, bolsas, cosméticos. Advirtió hombres vigilando los tenderetes. ¿O tal vez a las chicas que los atendían? Haría tiempo viendo las mercancías, hasta ver al hombre que ofrecía trabajo a nombre de la agencia de empleos de la oscuridad. Se hizo una manicura de gel y se compró un helado. También el último número de la revista Proceso y el PM, el tabloide sensacionalista vespertino.

Don Tino apareció en la acera frente al mercado. Era un viejo de más de sesenta con un desgastado maletín marrón. La agente de feminicidios no perdió tiempo y se acercó.

—Disculpe, ¿usted es don Tino?

La desconfianza le achicó los ojos para escudriñarla bien, alerta a cualquier situación de peligro. No contestó.

—Es que me dijeron que usted tiene solicitudes para trabajar en el mercado. Mi hija está buscando trabajo y me pidió que la acompañara al centro. Está esperándome atrás de Catedral, nomás que yo vine a comprar unas cosas al mercado.

—Pos tráigamela para verla. Aquí le tomo sus datos y después le hablamos.

—¿Cómo no me acompaña? Ándele, si está aquí nomás, a la vuelta. De veras, necesita mucho la chamba. Si voy por ella a lo mejor ya no lo encuentro a usted cuando vuelva.

El viejo dudó. La regla era agarrarlas solas, pero nada le costaba ir con ella para darle una solicitud a la chiquilla. Quitarse de encima a la madre y evitar sospechas. Aceptó acompañarla. Cuando llegaron a la Lobo, Imperio lo encañonó contra la puerta. Lo cateó y lo obligó a subir.

—Sube, hijo de la chingada. Sube sin hacerla de pedo o te sorrajo un balazo entre los ojos.

El vejete forcejeó un poco. Se inmovilizó cuando escuchó el clic del martillo de la pistola. En cuanto estuvieron arriba, Imperio le puso las esposas. Se aseguró de que nadie los seguía y arrancó. Con un par de cachazos le hizo saber hasta dónde podía llegar. En poco tiempo llegaron al negocio de venta de droga al menudeo.

—¡Mira lo que te traigo, pinche Diablo! —le gritó desde la troca—. No pongas cara de pendejo, nomás quiero que me lo guardes un rato después de que lo interrogue.

—Órale, pues. Nomás porque eres mujer bonita y para me sigas haciendo un paro en mi negocio. ¿Dónde quieres que te lo ponga?

Lo llevaron a un cuartucho en la parte de atrás de la casa abandonada. El Diablo lo amarró de pies y manos a una silla. Le sacó el celular del pantalón y lo rompió de un pisotón.

—Ora sí, cabrón. Habla si no quieres que te parta tu madre. Aquí ni quién te oiga gritar. Y si te quiebro, nadie se va a dar cuenta. ¿Para quién trabajas?

—Para nadie. Yo no he hecho nada. Les ayudo a los dueños de los puestos del mercado a conseguirles empleadas, nada más.

—Respuesta equivocada, cabrón. —Un nuevo golpe en la cabeza le tiñó el pelo cano de rojo.

—¿A quién las entregas? Responde rápido, no tengo ganas de ver tu cara de culo mucho tiempo.

El Diablo vigilaba en la puerta.

—Pos a veces a los dueños de los puestos. Otras veces las llevo al bar El Gato Verde.

El comportamiento de Imperio era de rabia acumulada. Se dio cuenta de que ese hombre sabía lo que había pasado con las muchachas perdidas. Parecía otra persona. Una loca capaz de todo por llegar a una línea de investigación que la llevara a su hija.

—¿A qué las llevas allí?

Fue acercando lentamente la pistola hasta poner el cañón en la sien de don Tino con el gatillo amartillado. Temblaba. Era enclenque, acobardado. Sus ojos se pusieron vidriosos. Empezó a descargar el contenido de su vejiga y lo que sabía.

—Pos me las piden pa’ los federales, o pa’ los soldados. Me dicen cómo las quieren, de cuántos años. Este… a veces se las llevan al sur, a los prostíbulos. Y a veces hasta hay gringos que las cruzan pa’llá, pa’l otro lado. Hay de todo.

Imperio descargó su coraje golpeándolo, esta vez en la cara. El hombre, inmovilizado con las manos detrás de la silla, empezó a sangrar por la nariz, la boca y los pómulos. Lloró como niño asustado. La mujer policía estaba saltándose todas las leyes. No le importó. Decenas de adolescentes aparecían muertas de formas horribles y no había un solo asesino en la cárcel. Encontraría a su hija a costa de lo que fuera. Sacó la navaja. Cuando el Diablo lo escuchó aullar de dolor y volteó a ver la escena, la oreja derecha del viejo ya estaba en el suelo.

—Ahora vas a decirme qué más sabes. Quiénes están involucrados, quiénes las matan, si no quieres que te vaya cortando en pedacitos. Lo que sigue es la otra oreja, después los dedos y al final, los huevos.

La sangre empezó a formar un pequeño charco.

—¡No, por favor! ¡Me pagan por encontrar a las muchachas, nomás! Por conseguirles sus fotos, direcciones y números de teléfono. Toda la información está en las solicitudes. Yo sólo sé que hay muchos arriba de mí. Cárteles, policías, ricos, políticos. Que las matan cuando se les pasa la mano, cuando se hacen adictas o se enferman. También cuando se embarazan. Los sicarios se encargan de tirarlas.

—¡Nombres, hijo de la chingada!

—¡Pos no los conozco a todos! Sé que un ministerial que se llama Ariel también las consigue de un gerente de la maquila: Arciniega. El Kiwi y el Garra las levantan. Las llevan a El Gato Verde. Abajo es bar, pero arriba hay cuartos donde las tienen escondidas y las usan pos pa’l placer. Allí las golpean y les dan agua celeste. Las preparan, pues. Hasta que se las llevan. También el Gargamel, el de la joyería del mercado, les pone chavalas a los narcos para no pagar la cuota. Te juro que es todo lo que sé.

—¿Dónde está ese antro?

—En la Melchor Ocampo, ahí donde hace esquina con la 16 de Septiembre.

—¿Cuánto tiempo llevan con eso?

—Pos varios años.

—Diablo, más tarde vuelvo por este perro malnacido. Si no regreso, atúrrale a este güey toda la mierda que vendes y aviéntalo por ahí en Samalayuca hasta que reviente con el sol.

Saber que Ariel era parte de la red no la sorprendió. Lo que no imaginó fue que Arciniega también. «El muy cabrón», pensó. Subió a la Lobo y arrancó. Cuanto antes llegara, más posibilidades de saber de Rubí.

Estacionó la Lobo a varias cuadras de allí para caminar hasta el bar. No quería que alguien la reconociera. Anduvo la calle como cualquier transeúnte para echar un vistazo. El aire lamía la piel con lengua de fuego. La faja la hacía sudar. Una mujer pasaba por allí con una niña de la mano, indiferente. Más adelante, el perfume favorito de Rubí surgió de la nada. El Gato Verde era un miserable edificio de tres pisos pintado de verde. El corazón le dio un vuelco al comprobar sus visiones. Había muchachas sentadas en la banqueta frente al antro custodiadas por un hombre en shorts y camiseta sin mangas. Los brazos tatuados hasta el cuello, celular en mano y actitud atenta, presto a avisar a su banda del peligro, o a atender a clientes en busca de prostitutas. Vio la troca negra de Ariel estacionada en la entrada con las torretas encendidas. Al acercarse, unos chanates se le echaron encima y la picotearon. Su graznido era de enojo. Entró para librarse de ellos. El tufo a cantina sucia le golpeó el olfato. Evitó dar la cara a los hombres que bebían. La penumbra ayudó a su propósito. Pidió un vodka en la barra con voz fingida de ebria. El mesero la miró con desconfianza. Las clientas habituales no bebían vodka. Imperio tenía que actuar rápido. De reojo vio a varios hombres en un rincón. Escuchó sus risotadas y su charla soez sobre sexo «con las morritas», decían. Apuró el vodka mientras sus ojos se hacían a la oscuridad y lograban ver las escaleras que la llevarían a los cuartos de los pisos superiores. Subió cuando el mesero fue a atender una mesa con dos hombres de aspecto sureño y pelo cortado al rape. Soldados sin uniformes ni armas. No había otros clientes por ser apenas mediodía. Pensó que Ariel estaría arriba.

Los escalones conducían a una vecindad con los cables eléctricos colgando de un lugar a otro, paredes con pintura descascarada o parchadas con mezcla, y suciedad por doquier. Una mujer ajena a todo y en brasier con los tirantes torcidos, tendía ropa en el barandal. El tatuaje de la virgen en su espalda parecía dibujado por un niño. En las ventanas enrejadas, trapos mugrientos en lugar de cortinas. Había candados cerrados en algunas puertas. Imperio entró en la primera que vio entornada. Distinguió entre las sombras a una muchacha en ropa interior, inconsciente, con un trapo junto a la boca. Había una botella de agua celeste en el suelo. La mujer policía sacó el silenciador de su bolso y lo enroscó. Salió de allí pistola en mano. Se asomó a otro de los cuartuchos y vio a un hombre gordo y viejo encima de una joven que tendría la edad de Rubí. Ella tenía la mirada ausente. No se resistía. Imperio sintió el impulso de disparar. Se contuvo al escuchar llanto de mujer y gritos de hombre al fondo de los apartamentos. Se acercó con sigilo. De una patada abrió la puerta. Una cucaracha gigante salió huyendo sobre sus pies. La que lloraba, replegada en un rincón, era Perla, la rival homicida de Margarita. Arciniega golpeaba las carnes desnudas de la muchacha con una tabla. Ariel, de espaldas a la puerta, no tuvo tiempo de reaccionar. Imperio lo encañonó en la espalda y con la mano izquierda lo desarmó, apagó su radio y aventó la pistola hacia Perla. Obligó a Ariel a sentarse en la cama. Cerró la puerta con seguro.

—Coge la pistola y apúntale a ese puto enano. ¡Rápido! Y deja de llorar, ahorita se acaba todo —ordenó a la chica.

—¡Suelta la tabla, culero, o te parto tu madre! —le gritó a Arciniega. El sudor escurría por su frente. La tabla tenía marcas de un cártel—. Y tú, quietecito, Ariel.

Se quedaron paralizados por la sorpresa. Sin dejar de apuntar al policía, se acercó a Arciniega y le colocó las esposas por detrás. Con un fuerte rodillazo entre las piernas lo doblegó para arrojar la tabla lejos de él. Se acercó a Ariel.

—Así que tú eres el proveedor de esta red, ¿eh? Sabías todo. También estabas amalgamado. ¿Cuántas les has vendido para este matadero? ¿Dónde está Rubí, hijo de la chingada?

—Te juro que no lo sé. Sé que aquí no está. Ni te metas en esto, Imperio. Hay gente poderosa arriba. Irán por ti.

La madre cercenada escuchó un coro de mujeres en su cabeza: “Mátalos, mátalos, mátalos”, ordenaban, ofuscando su pensamiento. El perfume de Rubí se intensificó. Ella había estado allí.

—Me vale madre quién esté “arriba”. Tengo un testigo. Lo has de conocer. Don Tino. Me soltó cómo funciona todo esto. Y como sé que nadie te va a hacer nada, te voy a mandar a buscar putitas al infierno, hijo de la chingada.

Diez balas calibre 9 mm se incrustaron en el pecho del policía ministerial, allí donde le faltaba el corazón. Parabellum, se llamaban. “Si vis pacem, para bellum. Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Por los pequeños agujeros Imperio vio la vida derramarse en una charca colorada. No lo lamentó. Vio las manos de Ariel inertes a los lados, como las de un santo. Grandes, generosas. Alguna vez pensó que podrían acariciarla. Le repugnó la idea. En el suelo, doblado de dolor, con las manos en los testículos, Arciniega no se atrevía a moverse o a decir algo. Imperio guardó su arma y cogió la que sostenía Perla con las dos manos temblorosas. Siguió apuntando a Arciniega. Hizo una llamada desde uno de los celulares robados. No dijo quién era.

—Hay un ministerial asesinado en El Gato Verde. También otro hombre. El ministerial mató al otro. Hay narcos armados y menores de edad drogadas en el prostíbulo de arriba. Son de las desaparecidas. Vengan antes de que se larguen —colgó.

—Ponte tus garras y vámonos en chinga. ¡Muévete! —ordenó a Perla. Tenía golpes en todo el cuerpo. Apenas podía caminar.

Los ojos de Arciniega se llenaron de terror. Tenía la expresión de un perro al que fueran a sacrificar en el antirrábico. Quiso decir algo más que “¡No, por favor! ¡Tengo una hija!”, pero la bala que salió de la pistola de Ariel, empuñada por la policía, lo enmudeció para siempre. Imperio borró sus huellas del arma y la acomodó en la mano derecha del agente muerto. “A ver qué hacen los peritos con este desmadre de pruebas”. “Nada”, se respondió a sí misma. “Le echarán la culpa al crimen organizado”.

Corrieron hacia una puerta marcada como “SALIDA” con una gran flecha verde. Daba a una escalera exterior que Imperio había visto al subir. Una salida de escape diseñada por los traficantes. Abajo ya habían escuchado el disparo de la pistola del ministerial y daban voces de alarma.

Lograron escabullirse hasta detrás de la Catedral, donde estaba la troca. Imperio arrancó y no paró hasta llegar a un hotel. En una farmacia compró unas pastillas. Se las dio a Perla junto con unos billetes.

—Tómate cuatro de éstas. Dormirás un par de días y te sentirás mejor. El dinero será suficiente para unas semanas. ¿Tienes familia lejos de Juárez?

—Sí, en Veracruz.

—En cuanto te recuperes, avisa a tu madre y váyanse. La policía te busca por el asesinato de Margarita y ahora te buscarán los narcos. No vuelvan.

Después, Imperio se dirigió al lugar donde la esperaba el Diablo. Ciudad Juárez ardía. «Nos encontraremos en un lugar donde no haya maldad, hija mía», había pensado muchas veces. Pero ella sabía que ese lugar imaginado no existía. Se detuvo en una licorería. “Una botella de vodka del bueno. He visto demasiados chacales hoy”. El cajero la miró con extrañeza. “Pinche vieja loca”, masculló.

***

Don Tino apareció esa madrugada frente a la estación de policía, desorejado, drogado, con un cartel verde pegado al pecho que decía: “Soy el que consigue muchachas para prostitución. Vayan a El Gato Verde. Busquen al Kiwi y al Garra. Son los que las matan. Y al Gargamel, del mercado”. El maletín con las solicitudes, muchas de ellas llenadas por aspirantes a un trabajo, estaba amarrado del asa a su mano derecha.

Al día siguiente, el titular del PM decía “Nomás diez tiros le dio”.

Escribe cuentos relacionados sobre todo con la industria maquiladora, donde trabajó durante treinta y tres años. Foto: Especial

Elpidia García Delgado  (Ciudad Jiménez, Chihuahua, 1959). Narradora. Flamante ganadora del Premio Bellas Artes de Cuento Amparo Dávila, 2018. Escribe cuentos relacionados sobre todo con la industria maquiladora, donde trabajó durante treinta y tres años. Ha publicado en revistas como Cuadernos Fronterizos, El Reto y Paso del Río Grande del Norte. Incluida en la antología de Margarita Salazar Mendoza (compiladora) Narrativa juarense contemporánea (Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Archipiélago, 2009). Ha publicado los cuentarios Ellos saben si soy o no soy (2014) y Polvareda (2015), que ganó el I concurso “Voces al Sol”, convocado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez en la modalidad de libro de cuentos.

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