Puntos y Comas

SAN JUANICO | ¿Quién puede recordar el nombre de todos los muertos? Escribe Alberto Chimal

09/07/2016 - 12:03 am

“No importa si mientras vivían se creyeron individuos, si eran o se juzgaban raros, únicos, distintos: si no hay nadie que cuente sus historias, que les dé forma para la memoria, desaparecen”, escribe el autor en El Libro Rojo: Continuación, compilación de Gerardo Villadelángel, en un texto que ofrecemos a nuestros lectores por cortesía del Fondo de Cultura Económica

Cuando el cielo se incendió en San Juanico. Foto: Cortesía Enrique Metinides / FCE
Cuando el cielo se incendió en San Juanico. Foto: Cortesía Enrique Metinides/FCE

Ciudad de México, 9 de julio (SinEmbargo).- Ixhuatepec —el “Cerro de las Hojas de Elote”— ya tenía pobladores, gente y generaciones antes de la llegada de los españoles y de que se le adosara la tutela de San Juan. Al norte del cerro del Tepeyac, lejos de las capitales de los grandes reinos, pudo haber existido durante siglos sin llamar la atención, pero lleno de vidas: de hechos, de lentitud y de fatigas.

Sin embargo, hasta antes de 1984, la única huella clara que el lugar había dejado en los registros era la de uno solo: el indio Juan Diego, más tarde ascendido a santo y a blanco en los altares, quien habría nacido allí (según algunos) en 1477. Durante siglos, nada más se dijo de ningún otro sanjuanicense. Ni siquiera se sabe cuándo o por qué se comenzó a llamar al sitio “San Juanico”, ese tercer nombre, tan mexicano en su insinuación de pequeñez.

No sólo aquí, sobre la tierra calcinada, entre los restos de casas y tubos y tanques. En todo lugar, en todo tiempo, están las legiones: los fantasmas que fueron hombres y mujeres con biografías como las de cualquiera pero que ya nadie recuerda. No importa si mientras vivían se creyeron individuos, si eran o se juzgaban raros, únicos, distintos: si no hay nadie que cuente sus historias, que les dé forma para la memoria, desaparecen.

El siguiente hecho notable en la historia de San Juanico supone una paradoja: su aparición en el mapa fue, a la vez, su desaparición.

Durante el siglo XX la Ciudad de México comenzó a crecer cada vez más deprisa y aún más allá de sus propias lindes; en 1961, Petróleos Mexicanos (Pemex) inició en San Juanico, por entonces lugar de ejidos y algunos grandes propietarios, la construcción de una planta almacenadora y distribuidora de gas licuado. Alimentada por tres refinerías, ocuparía alrededor de 300 hectáreas de terreno. Autoridades y políticos auspiciaron (como es la costumbre) asentamientos irregulares en los alrededores de la planta y, al expandirse, este poblado instantáneo —de casas bajas, paredes levantadas de cualquier modo y con cualquier material, cuadras retorcidas y carentes de servicios— tocó a la mancha urbana que venía del sur y terminó absorbido por ella: vuelto una de tantas tierras de nadie, en la frontera cada vez más imprecisa y difícil de recorrer entre el Estado de México y el Distrito Federal.

Con el tiempo, San Juanico resultó ser una parte, muy pequeña, del municipio de Tlalnepantla: más que un grupo de colonias, pero menos que una comunidad distinguible, para casi todos se convirtió, en un paraje informe que se veía de lejos, mientras se iba a cualquier otra parte por carreteras que se convertían en calles apretadas, en avenidas estrechas, otra vez en caminos de transportistas. Los rasgos más visibles del lugar eran las propias instalaciones de la planta y en especial su quemador principal —en la punta de una torre delgada y vertical, siempre encendido para eliminar los desechos— y sus enormes tanques: seis esferas y cuarenta y ocho cilindros, apuntalados por grandes soportes y alimentados por tubos numerosos.

En 1984, mientras los fuegos seguían encendidos, las esferas reventadas se volvían famosas y nadie sabía cómo contar a los muertos, muchos deben de haberse sorprendido al saber que existía todo aquello. Quién sabe cuántos, aun entre los mismos sanjuanicenses, se preguntaron cómo y cuándo habría llegado tanta gente.

Desaparecen. O, mejor dicho, se confunden: se superponen, se borran y al fin se vuelven un recuerdo vago, un grupo de caras que jamás podrán separarse unas de otras, el rumor de tantas voces a la vez que ya no se entiende lo que dicen. Muchas veces, incluso, ocurre lo que pasó en San Juan Ixhuatepec y se los invoca solamente con el fin de señalar un acontecimiento: la causa de su muerte o de sus enormes sufrimientos, para el horror o la indiferencia de quienes aún estamos vivos.

Poco más de un año antes de las explosiones, el 18 marzo de 1983, el líder sindical Salvador Barragán Camacho habló ante Mario Ramón Beteta, director de Pemex, y el presidente Miguel de la Madrid. Estaban en una ceremonia conmemorativa de la Expropiación Petrolera, pero Barragán, en un gesto de insolencia deliberada, se quejó:  —Nos hacemos pedazos —dijo— para remendar con puros parches las instalaciones de nuestra industria, que en cualquier momento pueden volar a costa de la vida de los técnicos y de los obreros, que no están sentados cómodamente en un bonito despacho alfombrado, con cuadros bonitos de adorno y con unas despampanantes secretarias.

Barragán, sin embargo, no volvió a insistir: una vez hecha la reclamación ante el jefe del Estado —para afirmar el poder del sindicato que comandaba—, la explotación y la distribución continuaron con los mismos equipos, en el mismo estado lamentable.

No podía perder las ventajas de la sumisión. El ritual no había cambiado en cerca de cuarenta años: entre 1946 y 1952, el gobierno de Miguel Alemán había logrado cooptar al sindicato petrolero y la corrupción en Pemex se había vuelto no sólo proverbial sino legendaria.

Desde entonces abundaban los fraudes, el abultamiento de presupuestos, la venta de plazas, el otorgamiento de contratos por obras y trabajos que no se efectuaban… Los malos manejos eran propiciados por los directores de la empresa, solapados por el presidente y sus funcionarios y ejecutados por los líderes sindicales —como Jorge Díaz Serrano, Joaquín Hernández Galicia la Quina o el propio Barragán Camacho— que ofrecían el “músculo” corporativo de sus agremiados para apoyar al presidente en turno y que, a cambio, podían incluso crear sus propias empresas y volverse contratistas “externos” de Pemex (vale decir, pagarse ellos mismos y generosamente).

El libro rojo: Continuación, editado por FCE. Foto: FCE
El libro rojo: Continuación, editado por FCE. Foto: FCE

Si éstos fueron signos, nadie quiso leerlos. El gran despegue petrolero de fines de los setenta, debido al hallazgo de los ricos yacimientos de la sonda de Campeche, agravó aún más la situación: la abundancia que el presidente José López Portillo presumía en sus discursos benefició mucho más a las cabezas de Pemex que a sus trabajadores o sus instalaciones. El 3 de junio de 1979, en el peor accidente de la empresa hasta entonces, el pozo IxtocI, explotó, lo que provocó el derrame de quinientos sesenta millones de litros de hidrocarburos en la bahía de Ciudad del Carmen… pero sólo fue uno de centenares de percances, grandes y pequeños, que se sufrían cada año.

En San Juanico, la planta de gas —que en 1984 cumplía veintitres años de funcionamiento ininterrumpido— estaba igualmente deteriorada pero no se detenía; por las noches, incluso, surtía de manera clandestina a concesionarios particulares como Gasomático, Gas Chapultepec,Gas Metropolitano y Unigás (sólo esta última disponía de cien pipas transportadoras), que se habían establecido en los alrededores durante las décadas precedentes.

Los edificios estaban rodeados por grandes extensiones habitadas y algunas viviendas se hallaban a cien metros o menos de tanques y ductos. Ninguna autoridad (adujeron después) les exigió que se retiraran a otra parte.

Con el tiempo, las muertes de cada uno: el dolor, el miedo, el instante solitario por el que todos debieron pasar, pueden convertirse en abstracciones.

No es lo mismo, por ejemplo, leer ahora los recuentos que hicieron en su día Heberto Castillo y muchos otros, indignados por el silencio y el desdén oficiales: tras el siniestro hubo “más de cuatrocientos muertos, alrededor de cinco mil heridos […] Doscientas mil personas fueron desalojadas de la zona en cuarenta y ocho horas y miles de ellas no pueden volver a sus hogares porque o ya no existen o son inhabitables”.

Veinte cuadras resultaron afectadas, doscientas casas quedaron totalmente destruidas e inutilizadas otras ciento cincuenta.

Resumido así, ahora, el desastre parecerá “pequeño” a algunos: más se perdió en la Revolución, dirán, muchos más perecieron en el terremoto del 85, mucho más detalle tienen las muertes absurdas, minuciosas, infligidas por Goyo Cárdenas u otros asesinos célebres.

La Comisión Mixta de Seguridad e Higiene de la planta levantó tres actas, entre septiembre y noviembre de 1984, en las que advertía a sus autoridades que las instalaciones estaban en un estado de deterioro alarmante.

Además, una toma sin medidor conectaba directamente el área de bombas de la planta de Pemex con la correspondiente de Unigás, que recibía así el fluido con la misma presión con la que llegaba desde las refinerías.

Además, el flujo del gas había aumentado con los años debido al incremento de la extracción, pero sin que las instalaciones se modificaran para absorber el aumento de la presión en las tuberías.

Además, faltaban válvulas de seguridad, de las llamadas de relevo, en los ductos Poza Rica-México y Minatitlán-México; el día que las válvulas normales llegaran a fallar, sería imposible controlar o frenar el ingreso del gas en la planta.

Además, el manómetro de uno de los ductos no servía, por lo que era imposible medir la presión en su interior.

Además, aunque los medidores sirviesen, por las noches no era posible leer las esferas indicadoras de numerosos aparatos y tanques, porque faltaba iluminación…

Nadie hizo nada y desde el sábado 17 de noviembre, según reportaron luego varios testigos a la cadena televisiva CBS, “olía fuertemente” a gas en los alrededores. También hubo quien, al día siguiente, se asomó y notó que el quemador principal estaba apagado, lo que significaba que el exceso de gas que ingresaba en la planta no se estaba quemando y en cambio permanecía en la atmósfera. Más pesado que el aire, el gas desciende hacia el suelo y se propaga horizontalmente…

Hay que preguntarse qué pensaron, la noche del domingo 18, las familias que vivían alrededor de la planta.

También es posible convertir a los muertos en culpables. ¿Por qué no se marcharon de donde estaban? ¿Por qué no se avisparon y huyeron del peligro? ¿Qué los impulsó a quedarse en ese lugar donde, como todos sabemos hoy, iba a ocurrir una catástrofe?

Carlos Monsiváis escribió: “Un sector considerable de los habitantes de la zona y de San Juanico en particular, estaba consciente del riesgo que corría, y persistía con todo, no tanto por fe en el gobierno, sino por la desesperación tranquila y (con frecuencia) sonriente que engendra la falta de alternativas”. No quedan los nombres, las caras, las historias concretas de quienes así pensaron, pero no es tan difícil imaginarlos: no tenían otro hogar, estaban expuestos —por ser pobres, como eran casi todos— a muchos peligros más aparte del de la planta y sabían, como sabe todo mexicano, que las autoridades están donde se encuentran no para proteger a la gente sino para expoliarla. Ellos mismos habían llegado hasta allí gracias a engaños y medias verdades de fraccionadores y funcionarios. Sin nadie a quien recurrir, sin recursos para intentar —para pensar siquiera— en escapar de su casa, que era su vida entera, ¿qué más podían hacer salvo esperar, cada día, que llegase el siguiente?

Muchos de ellos, sin duda, se dedicaron a ver televisión durante parte de la noche del domingo: Acción o DeporTV, las variedades de Siempre en Domingo. Cenaron, si tenían qué comer. Si iban a la escuela, los niños se acostaron anticipando, o temiendo, la nueva semana.

Todos se acomodaron como pudieron en sus camas (en promedio, las familias que vivían alrededor de la planta tenían cinco miembros, que debían convivir en espacios muy estrechos) y procuraron dormir. Si escucharon ruidos extraños trataron de ignorarlos. Las luces de la planta entraban por las ventanas, entre las puertas y sus marcos mal ajustados. Aquí y allá, tal vez, se escuchaban conversaciones, voces trasnochadas y solitarias, músicas.

Alejandro Lora —guitarrista discreto, pésimo cantante y showman de energía y carisma tremendos— aparece en los televisores envuelto en cuero negro. Conservador a pesar de su atuendo y sus actitudes de rocanrolero, se une con su grupo, El Tri, a los rituales de la gran familia mexicana y canta a la Virgen de Guadalupe, comenta los vaivenes de prohombres y gobernantes mientras son noticia… Nadie lo consideraría un músico de protesta. Sin embargo, hubo un tiempo en que sí se lo llamó contestatario, contracultural, hasta combativo; tal vez esa fama llegó a su punto más elevado con la canción “San Juanico”, una de las primeras y más escuchadas crónicas de la explosión, grabada a toda prisa para el disco Simplemente (1984).

Como la música, la letra es rudimental, muy inferior a las de los corridos a cuya tradición pertenece: Miles de niños y familias se quedaron sin hogar.

Algunos apenas se iban yendo a trabajar. Otros todavía estaban durmiendo y no sintieron nada y sin deberla ni temerla dejaron de existir. Y termina, a pesar del dolor y la ira que deja entrever, promoviendo la pasividad, la mexicana resignación:

Es que cuando a uno le toca, le toca, ¿qué le vamos a hacer? […]

Hermanos, debemos darle gracias a Dios por vivir un día más, pues nadie de nosotros sabe cómo ni cuándo ni en dónde nos va a tocar.

Ninguna otra canción de El Tri, por otro lado, ha sido más oportuna ni más certera en su descripción de la actualidad. Y para muchos, ahora, es la única noticia disponible de la explosión: del estruendo y las llamas.

Aun dejando de lado los avisos de derrames previos, lo siguiente está comprobado: el lunes 19, a las 5:30 de la mañana, un tanque debe haberse llenado sin que se cortara el flujo del gas; la válvula de alivio no funcionó o no existía. El tubo que transportaba el gas y que tenía veinte centímetros de diámetro, no pudo soportar la presión acumulada y se rompió, provocando una fuga enorme. El gas salió al aire, sin que nadie pudiera detenerlo, por entre cinco y diez minutos, hasta formar una gran nube de vapor inflamable, de unos doscientos por ciento cincuenta metros. La nube entró en ignición a unos cien metros del punto de fuga, probablemente debido a alguna antorcha o quemador encendido al nivel del suelo. Es posible figurarse, al igual que la paz nerviosade los habitantes de San Juanico, los gritos de los técnicos en la planta, las manos sobre controles que no siempre servían, los avisos gritados por teléfono; luego, como se dijo, el cielo se incendió de golpe.

“De golpe.” La explosión se registró en los sismógrafos de la UNAM, a treinta kilómetros de distancia. Con ella comenzó un primer incendio, de grandes proporciones, que barrió con toda la gente en las cercanías y tocó, de inmediato, las paredes de diez casas próximas.

A las 5:45, uno de los tanques esféricos, lleno de gas licuado, se sobrecalentó con las llamas a su alrededor y dejó escapar la totalidad de su contenido en una segunda explosión. La bola de fuego tenía unos trescientos metros de diámetro. Desde lejos, los que pudieron verlo y sobrevivieron notaron primero el fogonazo, deslumbrante y luego una nube inmensa, negra, en forma de hongo. Muchas casas más fueron barridas con quienes estaban en ellas. Entre estos momentos y las 7:01 de la mañana otras cuatro esferas y quince cilindros explotaron, siempre tan fuertemente como para quedar en los registros de los sismógrafos, mientras la policía y los bomberos se ponían en movimiento, el tráfico se cerraba y los cordones de seguridad separaban a los curiosos que deseaban acercarse de los habitantes de San Juanico. Ellos deseaban huir de las cercanías de la planta.

Las llamas alcanzaban cientos de metros de altura cuando empezaron a llegar. Cuando se les contó resultaron cerca de quinientos mil, pero al principio nadie tuvo el ánimo de contar. Habían vaciado colonias enteras: San José, La Presa, San Juan Ixhuatepec, Lázaro Cárdenas, Copal, Caracol, San Isidro, Lomas de San Juan. Caminaban solos o en grupos, semidesnudos, descalzos, muchas veces con graves quemaduras. Avanzaban entre gritos y lamentos. Unas veces ayudaban a caminar a sus heridos. Otras, cargaban muertos. Algunos, se dijo luego, rezaban la Magnífica: “Glorifica mi alma el Señor —decían—y mi espíritu se llena de gozo al contemplar la bondad de Dios mi Salvador, porque ha puesto la mirada en la humilde sierva suya. Y ved aquí el motivo porque me tendrá por dichosa y feliz…”

Las ambulancias iban tomando a los que podían, y el resto, los menos heridos, los que sólo habían perdido todo, los cadáveres, quedaba allí. Los tanques dejaron de explotar hacia las 8:00, pero el fuego tardó mucho más en apagarse.

La televisión mostró el metal retorcido, las casas quemadas, el humo. Las fotos de los cadáveres, tirados en actitudes de dolor o de miedo, desnudados y rapados por el fuego que luego les había ennegrecido o arrancado la carne, aparecieron en los periódicos amarillistas y fueron origen de dolor pero también de curiosidad: de morbosa fascinación.

Allí comenzaron a morir de veras. Nadie leía quiénes eran, si es que se decía, en los pies de cada imagen. Nadie quería pensar en los momentos antes de que el fotógrafo levantara la cámara, cuando el fuego estaba encendido, los fragmentos de metal volaban por centenares de metros, los líquidos encendidos llovían y caían sobre la piel todavía viva.

Muchos que perecen por quemaduras son hallados con los brazos sobre el rostro: un reflejo común, según se ha descubierto, pero que semeja una actitud avergonzada. Muchos entre los muertos de San Juanico parecían haber presentido que serían celebridades “indecentes”, de las que cuando mucho inspiran horror. Había entre ellos niños pequeños que apenas descubrían sus cuerpos, adolescentes que les habían tenido miedo, señoras que habrían querido ocultarlos por siempre, hombres que asistían a su deterioro lento con resignación o con ironía.

Todos estaban allí, al aire, despojados de la dignidad que tenía el más miserable de sus observadores.

Luego vino la risa. Por todas partes corrieron los chistes sobre los quemados, para decirse y escucharse entre risas nerviosas, aliviadas, feroces. Los cómicos los contaban con gran éxito en los centros nocturnos.

“Que los niños de San Juanico no pusieron arbolito de Navidad porque les volaron las esferas.” “Que una señora va a adoptar a un niño y le preguntan en qué término lo quiere.” “Que lo más canijo fue la muerte de los que estaban crudos el domingo y amanecieron cocidos el lunes.”

Mientras los bomberos procuraban apagar los fuegos, el ejército y la policía organizaban el traslado de los supervivientes y éstos se acomodaban como podían en los alrededores de San Juanico (había hospitales improvisados en albergues y escuelas, en casas, hasta en la Basílica de Guadalupe), el gobierno procuraba poner buena cara: desdeñar los reportes y minimizar la gravedad de lo sucedido. El desfile corporativo del 20 de noviembre se llevó a cabo como siempre.

El director de Pemex declaró, antes que cualquier otra cosa, que la paraestatal no tenía la culpa de nada.

Pero cuando fue imposible negar lo que estaba ocurriendo, de inmediato hubo una rectificación: se anunció el beneplácito oficial por la solidaridad del pueblo mexicano, como si el gobierno hubiese tenido algo que ver con ella, y se anunciaron las medidas de emergencia que ya estaban en marcha, las promesas de indemnización y apoyo, el proyecto de poner un parque en el sitio de la planta destruida, como si ése hubiera sido el plan desde mucho tiempo atrás.

Más tarde fue llegando el olvido. Los momentos críticos pasaron. La atención del país se desvió a otros asuntos. El Tri encontró éxitos más duraderos en temas como “Metro Balderas” y “Triste canción”. Numerosos millones donados o prometidos para reconstruir viviendas, para compensar a los muertos, se perdieron en el camino. Algunos de los damnificados se organizaron para reclamar lo que creían suyo por derecho, pero se les hizo poco caso o se les reprimió sin que nadie protestara demasiado. Los líderes sindicales, los directores de Pemex, los presidentes del país se sucedieron de acuerdo con sus reglas inescrutables.

Los cómicos hallaron nuevos temas para sus chistes. En 1990 hubo una nueva explosión en San Juanico, mucho menos fuerte que la primera, pero también debida a desperfectos numerosos en la planta de distribución de gas, que como las empresas privadas a las que alimentaba siguió en el mismo sitio. En 1996 hubo una tercera explosión. Se ha anunciado que el petróleo mexicano se agota, luego de haber servido para enriquecer durante varias décadas a unos pocos afortunados.

Entre las numerosas propuestas ignoradas, se pidió que una gran placa, con los nombres de todos los muertos, se pusiera en el centro de las trescientas hectáreas de su parque soñado…

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