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Francisco Ortiz Pinchetti

10/02/2017 - 12:00 am

¡Ti-gue-res!

   A mi hermano José Agustín, por contagiarme su pasión tigrista. Era una noche de finales de agosto de 1955 cuando literalmente de la mano mi hermano José Agustín me introdujo de sopetón en el mundo mágico del beisbol. Yo estaba por cumplir apenas los 11 años de edad y él probablemente iniciaba sus estudios […]

Los directivos, encabezados por el empresario poblano Alejo Peralta Díaz-Ceballos, su fundador, recurrieron entonces a los bucaneros para hacer valer su pacto y, en efecto, sus socios gabachos les enviaron refuerzos. Foto: Especial

   A mi hermano José Agustín, por contagiarme su pasión tigrista.

Era una noche de finales de agosto de 1955 cuando literalmente de la mano mi hermano José Agustín me introdujo de sopetón en el mundo mágico del beisbol. Yo estaba por cumplir apenas los 11 años de edad y él probablemente iniciaba sus estudios de abogacía en la Libre de Derecho. Era la serie final de campeonato entre los recién nacidos Tigres de México y los Tecolotes de Nuevo Laredo, en el desaparecido parque deportivo del Seguro Social, de avenida Cuauhtémoc y viaducto Río la Piedad, en Narvarte.

El partido estaba por empezar y tuvimos que trepar aprisa varias escalinatas que se me hicieron inacabables antes de llegar al segundo piso de Sol Preferente, por el lado de la tercera base. Al acceder a la tribuna me encontré con una escena deslumbrante: el graderío completamente lleno y el campo de juego profusamente iluminado, lo que realzaba el intenso color turquesa de la alfombra de pasto de los jardines que enmarcaban el diamante de grava rojiza, inmaculado. Una visión que nunca he olvidado. Y han pasado casi 62 años desde entonces.

Fue esa la primera temporada de los Tigres, que sustituyeron al México  Azul (que a su vez había ocupado el lugar de los Azules de Veracruz), luego de firmar en Tampico un convenio con los Piratas de Pittsburgh. Mal empezó el nuevo equipo, un plantel de jóvenes peloteros que comandaba el manager George Genovese. A media temporada los felinos ocupaban el último lugar en la tabla de posiciones, que entonces incluía sólo seis equipos, a 12 juegos y medio de distancia del líder.

Los directivos, encabezados por el empresario poblano Alejo Peralta Díaz-Ceballos, su fundador, recurrieron entonces a los bucaneros para hacer valer su pacto y, en efecto, sus socios gabachos  les enviaron refuerzos. Entre ellos estuvieron Pepe Bache, Leo Rodríguez, Al Grunwald, Paul Pettit, Jimmy Baumer, Gail Henley y el pitcher zurdo Fred Waters. El equipo se transformó y de manera espectacular ligó triunfos y ascendió en la tabla. De manera increíble terminaron empatados en el primer lugar con los Tecolotes de Nuevo Laredo: 53 juegos ganados y 47 perdidos, cada uno. Fue necesario efectuar entonces una serie extra, no prevista, para dilucidar al campeón en dos de tres juegos. Los Tigres barrieron al conjunto norteño en los dos primeros encuentros y obtuvieron el primero de los 12 campeonatos que lograrían en su historia. De ahí el mote de “el equipo que nació campeón”.

José Agustín me descifró emocionado en aquella tribuna atiborrada las claves del Rey de los Deportes y me contagió de su fanatismo tigrista, prolongación de su militancia como partidario de  los Azules de Veracruz. Lo sabía todo. Yo abracé desde entonces la afición tigrista que mantengo hasta la fecha. Me volví un adicto. Todos los días escuchaba por radio la transmisión de los juegos por la XEX “a la hora mágica del beisbol” y cada que podía asistía a los juegos del Tigres en el parque del Seguro. Más de una vez vendí algunos libros en una librería de viejo para completar para el boleto, aunque fuera de general, allá por el jardín izquierdo.

Me gustaba esperar a mis ídolos fuera del vestidor, al final del partido, sólo para saludarlos de mano y escuchar sus comentarios. Verlos. Los soleados domingos de doble juego era una dicha acostarse boca abajo sobre el techo del dogout  de los Tigres, por el lado de la tercera, y desde ahí mirar de cerquita el juego.

Recuerdo en especial la temporadas de 1960, cuando Beto Ávila regresó de las Ligas Mayores para hacerse cargo de la segunda base de los Tigres, que esa temporada obtuvieron su segundo gallardete.  Ese año, exiliado en Pachuca, hice un álbum con los recortes periodísticos de todos y cada uno de los partidos de mi equipo. Todos. Una hazaña inútil, por supuesto, pero que me llenaba de orgullo.

Para la historia quedó el llamado “Cuadro del Millón” que el club presumió cuando ganó el campeonato de 1965 con puros jugadores mexicanos. Estaba integrado por Armando Murillo (3B), Fernando Remes (SS), Arnoldo Castro (2B) y Rubén Esquivas (1B), y el catcher Gregorio Luque. ¿Se acuerdan?

Nada como las series Diablos-Tigres, el clásico del beisbol mexicano. Y qué decir del gozo casi delirante  que significaba una victoria sobre nuestros enemigos colorados que, hay que reconocerlo, sin duda tenían un mayor número de seguidores. Inolvidable aquel grito burlón a la salida de “¡pooobres diablos!, ¡pooobres diablos”  y nuestro coro triunfal “¡ti-gue-res! ¡ti-gue-res!”.

Así pasaron 45 años de afición sostenida. En el camino incorporé a mi hijo Francisco a la afición beisbolera y a la devoción tigrista. Inevitable. Hasta que la demolición del parque del Seguro Social significó un primer alejamiento. El último título conquistado por los Tigres en el parque del Seguro Social fue en la temporada de despedida de ese entrañable escenario, en el año 2000. Ahí estuvimos mi hijo y yo, por supuesto, la noche de su coronación.

Asistimos algunas veces a verlos en el Foro Sol, de la Magdalena Mixuca; pero, claro, ya no era lo mismo. Seguí a mis Tigres a distancia después de que se mudaron a Puebla, en 2002 y posteriormente a Cancún, donde mantenían su franquicia hasta la fecha.

Y resulta que, de sopetón, se acaba esa historia. Carlos Peralta Quintero, hijo de Alejo y heredero de su equipo, anunció el pasado 6 de febrero que los ahora Tigres de Cancún desaparecen sin más. Dejan la Liga Mexicana de Beisbol y ponen en venta su franquicia, que no el nombre del club. Argumentó que está en desacuerdo con la decisión adoptada por la Liga de no limitar el número de jugadores mexicano-estadunidenses que puede tener cada equipo.

Versiones periodísticas indican que hay otras razones más contundentes: el subsidio millonario que el equipo recibió del gobierno de Quintana Roo durante los sexenios de los priistas Félix González Canto y Roberto Borge Angulo se redujo drásticamente con la llegada del aliancista y ex priista Carlos Joaquín González.

Sea cual sea la razón, no se vale. La Liga Mexicana se queda sin su segundo mayor ganador (superado solo por sus acérrimos enemigos, los Diablos Rojos, que han obtenido 16 títulos), el mejor calificado de todos y el primero en tener su propia escuela de peloteros, allá en Pastejé. Un club emblemático, sin duda. Pierde el beisbol mexicano y perdemos los tigristas, que de pronto nos quedamos sin nuestro equipo de toda la vida. Duele, por Dios. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

 

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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