Aquí nomás: amando mis dos ciudades (segunda parte)

10/05/2015 - 12:00 am

“Señores pasajeros, hemos iniciado nuestro descenso al aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México”. En el momento en que la azafata hace este anuncio empieza uno de mis juegos favoritos. Si el día está despejado, el primer grito es: ¡ahí están los volcanes! Y a medida que nos vamos acercando, busco el Castillo de Chapultepec, la Torre de Pemex, el Hotel de México (sí, soy de las antiguas que llaman así al World Trade Center, ¿y qué?), el Estadio Azul, Ciudad Universitaria, el Palacio de los Deportes. De a poco aprendí también a buscar mi casa, la escuela de mi hija, la esquina en que vi por primera vez a quien hoy me mira mientras escribo. La ciudad  se antoja de juguete.

Desde las alturas, nuestro D.F. parece tan abarcable como se lo pareció a Carlos Fuentes cuando escribió La región más transparente. Quizás ésa haya sido la última novela que buscó hacer el “mural” completo de la ciudad. Después, el solo intento de hacerlo se volvió no sólo imposible, sino absolutamente delirante. Más que otras en el mundo, la ciudad de México encierra dentro de sí muchas ciudades diferentes. ¿Quién podría dar cuenta de todas ellas?

Por eso quizás también más que en otras, vamos haciendo nuestras cartografías personales para aferrarnos a ellas y sentir que a pesar de todo: del caos, del ruido, de la violencia, de la contaminación, del tránsito, y –como decía el genial Monsiváis-  de “la demasiada gente”, podemos amarla, disfrutarla, apapacharla y extrañarla si estamos lejos. Che-langa y a mucha honra, sí señores. Y me pongo de pie con los poemas de José Emilio Pacheco y de Efraín Huerta. O canto a voz en cuello con Chava Flores y con Jaime López y su Calle de la Soledad. Y me conmuevo con los jacarandas en flor y con las familias completas que pedalean los domingos por Reforma, con la bandera gigante que ondea en el Zócalo, y con la señora que presume los jitomates que siembra en Xochimilco.

El mapa que me guía en estas calles es el de mi memoria y mis quereres. El 9 de julio cumpliré treinta y nueve años de haber llegado a vivir a esta ciudad. ¡Treinta y nueve años! Si alguien me lo hubiera dicho en aquella fría madrugada, creo que me hubiera quedado paralizada por el vértigo. Como muchos, salí de mi país con la idea de volver. Claro, volveríamos apenas se pudiera, apenas los militares dejaran de asesinar, de desaparecer, de torturar, de perseguir. Volveríamos a nuestra casa, a nuestra historia, a los amigos de siempre. Cuando en diciembre de 1983, asumió el gobierno argentino el presidente Raúl Alfonsín, elegido democráticamente, poniendo fin de este modo a la dictadura impuesta en 1976, el panorama ya no era tan claro. Nuestra casa y nuestra historia también estaban aquí, en México. También aquí ya teníamos amigos y amores. Ya sabíamos en qué esquina se ven más bellos los atardeceres de enero. En qué cuadra tuestan el café más rico, y en qué librería se consigue la mejor poesía. Ya sabíamos que para ser verdaderos chilangos hay que aprender a caminar bajo la lluvia, y a comer jícama con limón viendo el lago de Chapultepec, a disfrutar un domingo en CU, o a gritar “Viva México” cada 15 de septiembre.

Por eso algunos decidimos quedarnos; medio colados, medio de contrabando, agradecidos siempre, queriendo explicarles a todos los mexicanos con los que nos cruzábamos que aquí seguíamos porque ellos nos habían regalado un hogar. Un hogar. Ni más ni menos.

Mis padres habían estado por aquí en el 75, como turistas, y se habían enamorado de esta tierra. Cuando decidieron sacar a la familia de Argentina, no lo dudaron ni tantito: nos vamos a México, dijeron. Durante los pocos días que tuvimos antes de salir del país, mientras llorábamos, nos despedíamos, e intentábamos poner toda nuestra vida en unas pocas maletas, nos iban enseñando: la Revolución, los libros de texto gratuitos, las culturas mesoamericanas, el color de las bugambilias, el Museo de Antropología… Curso veloz de orgullo mexicano.

La madrugada que aterrizamos en México no imaginé los treinta y nueve años.  Tampoco imaginé, claro, las tantas cosas que vinieron después: mi familia del exilio con su solidaridad a toda prueba, el temblor de 85 y su enseñarme a estar codo con codo con la gente que importa, mi pasión por la UNAM y por los maestros que allí me enseñaron a amar las palabras (Luis Rius, María Luisa Capella, Angelina Muñiz y tantos otros). No podía imaginar entonces a mi maravillosa Mariana y su chilanguismo absoluto, ni las caminatas furtivas por el Desierto de los Leones, ni las marchas en las que quedo sin voz pero con la piel chinita de emoción. No podía imaginar las noches de charlas interminables, las complicidades amorosas, las lecturas compartidas. No podía imaginar que sería ésta la ciudad que llevo tatuada en la piel, que su ritmo es el mío, su locura y caos los míos, también sus tropiezos y oscuridades. Por eso, yo aquí me quedo.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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