REVISTA ARTES DE MÉXICO | Instrucciones para pintar la derrota

11/08/2018 - 12:03 am

La pintura de José Chávez Morado no pudo escapar de la estética de la derrota y del hechizo de los poderosos. Sus convicciones y el tiempo cancelaron otras posibilidades. Él fue uno de los mejores herederos del discurso que se creó mientras trabajaba del otro lado o cuando vivía en Guanajuato y trazaba caricaturas de los personajes de su pueblo.

Por José Luis Trueba Lara

Ciudad de México, 11 de agosto (SinEmbargo).- A Chávez Morado no le tocó el momento del descubrimiento preciso: su lejanía le impidió escuchar las conferencias de Best Maugard sobre el arte mexicano que imprimirían un nuevo rumbo al muralismo de Diego Rivera, tampoco participó en la edificación de la Atlántida Morena y mucho menos vivió el furor del hallazgo del pueblo y del comunismo que casi era tolerado por los sonorenses. Las ansias de reivindicación, la elegía a los miserables, la construcción del nacionalismo y la instauración de una nueva religión política eran buenas razones para no golpearlos demasiado. Ellos, en el fondo, eran aliados.

Cuando Chávez Morado llegó a la capital, la Revolución ya era un hecho indiscutible y se transformaba en el mito perfecto que unía a los enemigos mortales: Zapata ya no era el Atila del Sur y su sangre fertilizaba la reforma agraria, el cadáver de Carranza se convertía en el cuerpo de un patriarca legislador y Villa —después de ser ultimado— avanzaba hacia su rehabilitación. El tiempo de las instituciones que se alejaba de los caudillos navegaba con buenos vientos, mientras que la literatura ya había dado los mejores frutos de la cosecha revolucionaria que también le había puesto los puntos a las íes de su ideario: la virilidad, el machismo a ultranza y el nacionalismo nada tenían que ver con la literatura y las propuestas de los afeminados y los extranjerizantes. Si en el arte sólo existía una ruta, en el resto del país tampoco se abrían otros caminos. Nadie debía apartarse de la Revolución, ninguno podía existir sin el amparo de los victoriosos. En esos momentos a nadie le preocupaba que los campesinos y los proletarios no adornaran sus casas con las obras revolucionarias, ellos sólo eran el tema que engalanaba los hogares de los victoriosos y los intelectuales comprometidos.

Autorretrato con mi nana, 1984. Museo Casa Olga Costa-José Chávez Morado. D.R.:copyright:José Chávez Morado / Somaap / México. Fotografía: D.R.:copyright:Diego Torres / Artes de México

El rumbo de Chávez Morado estaba decidido de antemano: para ser un pintor debía sumarse a “la causa”, a la escuela dominante que a la menor provocación se entregaba a debates casi bizantinos. A pesar de que se aburría enormidades con las prédicas de su célula y con el fanatismo de Xavier Guerrero, él era un comunista firme y estaba convencido de que sus pinceles debían retratar “a la gente, a los jodidos”, un hecho que logró sus mejores resultados tras la caída del Maximato. Por esta razón, una buena parte de su obra de caballete quedó marcada por la estética de la derrota, por el vórtice de lo sublime que le permitía asumirse como un crítico incesante que añoraba los tiempos de Lázaro Cárdenas, las proclamas del Primer Congreso Indigenista Interamericano y los hallazgos de una mirada terrible que se revelaba en la literatura de Francisco Rojas González y B. Traven.

El discurso de José Chávez Morado parecía inobjetable: los indígenas estaban condenados al desastre y al fanatismo, a la tragedia incesante y la redención que podría ocurrir por fuerzas ajenas. Tras la Atlántida Morena existía una realidad inaceptable: la Revolución aún no le hacía justicia a los indios, y debían ser salvados por el orgo filantrópico. Este hecho quizás explica la escasa presencia de los obreros en los lienzos de Chávez Morado: gracias al corporativismo cardenista, los trabajadores industriales —el objeto más preciado de los comunistas— formaban parte del partido oficial y las grandes centrales. La clase obrera —por lo menos durante el gobierno de “Tata” Cárdenas— ya había llegado al paraíso y no necesitaba ser salvada. En cambio, los campesinos estaban a un tris de alcanzar la reivindicación gracias al reparto agrario y a los tractores. Así, después de iniciar los conflictos que marcaron los últimos años de la década de 1950 y los primeros de la siguiente, ellos fueron retratados en La marcha (1961) y se revelaron como una notable ausencia en las locomotoras que eran custodiadas por los soldados mientras que sus conductores seguían a dos comunistas puros: Demetrio Vallejo y Valentín Campa.

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El recorrido por la estética de la derrota en la pintura de caballete de Chávez Morado podría comenzar con México Negro (1942) y Síntomas de decadencia (1945), dos obras donde la nostalgia por el “ascenso revolucionario” del cardenismo se revela con toda su crudeza. En el primer lienzo, el pueblo cabizbajo carga un gran esqueleto cornudo, sobre ellos pesa la victoria imposible, la historia de un país que nuevamente les ha dado la espalda y los condena al fanatismo y a la más abyecta de las obediencias. Ellos, a pesar de sus estandartes y las cruces que parecen venir del Evangelio de San Lucas, siempre serán los jodidos cuyo sacrificio alimenta “la causa”, mientras que sus ciudades y sus pueblos son atacados por seres sombríos que irremediablemente invocan a Goya. Si el sueño de la razón produce monstruos, la derrota incesante puede transformarse en una condena eterna, en el grillete del que no se puede escapar so pena de convertirse en triunfadores o cómplices que enlodarán su fracaso inmaculado. Su única esperanza es entregarse en cuerpo y alma al orgo filantrópico que podrá desfanatizarlos y reivindicarlos. Por sí mismos, estarán perdidos hasta la llegada del Mesías, del hombre providencial, del partido perfecto o del gobierno omnipotente que será encabezado por los revolucionarios más puros. Ante estos hechos, la antigua deidad apenas les ofrece un vano consuelo que no basta para salvarlos: Jesús —como se muestra en Personajes de la Pasión (1960)— sería capturado por los soldados y la divinidad de los miserables apenas puede compartir sus lágrimas, justo como se revela en Cristo, la Pasión de los pobres (1960). La roja religión es la única fe que puede construir el paraíso en la tierra. No olvidemos que el pintor de la tierra cristera sabe que el catolicismo popular también fue traicionado por la jerarquía que suscribió la paz con el gobierno.

Síntomas de decadencia, 1945. Museo Casa Olga Costa-José Chávez Morado (MCOCJCM). D.R.:copyright:José Chávez Morado / Somaap / México. Fotografía: D.R.:copyright:Diego Torres / Artes de México.

En ese mundo sombrío, la vida cotidiana también está marcada por la derrota: la mujer que sostiene el mecapal en La nopalera (1951) es idéntica a Sísifo, y su condena es repetir ad infinitum las labores que sólo conducen a la perpetuación de su miseria y su soledad inabarcable. Ella, aún lejos de “la causa” y presa del más siniestro de los fanatismos, esperará a su redentor siempre. Lo mismo sucede con Los galeotes y el símbolo (1959) y en Pasando el río (1974). En aquella obra, la condena es eterna y en ésta se revela la desgracia perenne: una de las mujeres tiene la mirada baja y triste, mientras que la otra avanza a la zaga con tal de no sufrir la ira del único personaje que tiene cierta altivez, el hombre que carga un petate con la certeza de que aún quedan otros debajo de él y pueden transformarse en seres idénticos a las mujeres que protagonizan “Las vacas de Quiviquinta” de Rojas González. Ellas pueden ser vendidas como chichihuas con tal de matarse el hambre.

Cuando los vencidos llegan al tianguis su condición no mejora: los puestos están casi vacíos, la espera es eterna y el lugar es absolutamente lóbrego. No en vano, el vendedor de máscaras está abatido por la paciencia que a nada conduce. Ese mercado es el refrendo de la derrota sublime que también será retratada por B. Traven en “Canastitas en serie”. En ese lugar, sus frutos y sus creaciones serán malbaratados y las ratas del hambre continuarán cebándose con sus tripas hasta que la muerte se los lleve para protagonizar un funeral donde la música y los cohetes serán ausencia. Al niño que se guarda en el ataúd de El angelito (1977) lo mataron la miseria y la victoria imposible. De él, sólo quedará un recuerdo para el Día de Muertos, cuando una calavera lleve su nombre y una Patria huesuda sostenga la bandera que denuncia las cuentas pendientes. A diferencia de las coloridísimas pachangas de Diego Rivera, las fiestas y las ferias de Chávez Morado son trágicas y también se hermanan con los cuentos de Rojas González. Desde el preciso instante en que comienzan a montarse, la oscuridad se apodera de ellas. Los briosos corceles del carrusel son bajados de un camión maltrecho por un hombre que sólo puede mirar al piso, mientras que los saltimbanquis son incapaces de convocar la alegría (Carreta de locos). Ellos son los nuevos tripulantes de la nave de los locos que recorre los pueblos para provocar la risa por medio del horror ajeno. Incluso, en las pastorelas retratadas por Chávez Morado la tristeza se revela en los ojos ciegos de sus protagonistas que también están marcados por la derrota. Los que irán a la fiesta tampoco pueden escapar de la desgracia, el propio José Chávez Morado se retrató dispuesto para incorporarse al jolgorio mientras su nana, enmascarada como la muerte, le enmarca el rostro para augurar una tragedia que bien podría ser cercana a la que se cuenta en “La parábola del joven tuerto” de Rojas González. Algo parecido a lo que sucede con los gigantescos danzantes que son incapaces de mirar a los indígenas que pasan a su lado: entre los que van a bailar y los que miran existe un abismo. En las fiestas de Chávez Morado no hay salvación, por eso, cuando todo termina, algunos se quedan tirados de borrachos mientras que los otros concheros avanzan abrazados para compensar el vaivén de su beodez, pero esa embriaguez no es la única fatalidad, el mezcal permite que se cobren las cuentas pendientes y un danzante sea asesinado por otro indígena. Ellos ni siquiera tienen la posibilidad de vengarse de sus verdaderos enemigos, como sí lo hizo Carlos Mango en otro de los cuentos de Rojas González. Los indios de Chávez Morado se matan entre ellos y sus armas jamás se dirigen en contra de sus verdaderos rivales: los mestizos, caciques, explotadores que permanecerán hasta la llegada del nuevo Mesías.

Y así, cuando todo ha concluido, sólo queda la posibilidad de volver al embozo que revela una actitud taimada y dispuesta a cobrar venganza contra aquellos que nada, o casi nada, hicieron para merecer la muerte. Todos están condenados, todos están derrotados.

Personajes de la pasión, 1960. Museo Casa Olga Costa-José Chávez Morado. D.R.:copyright:José Chávez Morado / Somaap / México. Fotografía: D.R.:copyright:Diego Torres / Artes de México.

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La estética de la derrota que se apodera de una parte de la pintura de Chávez Morado no es una casualidad. Su distancia con la Atlántida Morena, con el descubrimiento del pueblo festivo y una historia de bronce que irremediablemente conduciría al mundo de los sóviets tampoco es resultado del azar. Don José es un heredero, alguien que llegó tarde y quedó hechizado por un momento del pasado. A él le tocó la derrota sublime que encontraría en los indígenas su más pura representación. Sus lienzos nada tienen que ver con el entusiasmo nacionalista que caracteriza una buena parte de sus murales o con los trazos que —a la manera de Mexican Folkways o las exposiciones de arte popular— promocionaban la imagen de México en el extranjero, en ellos está la derrota inmaculada, la certeza de que es preferible ser un fracasado arrogante a transformarse en un cómplice.

El texto completo “Instrucciones para pintar la derrota” fue publicado originalmente en el libro José Chávez Morado. Los lenguajes de la pintura. Artes de México, 2017. Consigue éste y otros títulos a través de la página web de Artes de México https://www.artesdemexico.com/

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