El corazón en las manos

11/10/2015 - 12:01 am
Los huipiles cuentan historias; historias de la tradición, de la naturaleza, mitos, leyendas. Pero también cuentan historias personales, íntimas. Foto: Tomada de Internet
Los huipiles cuentan historias; historias de la tradición, de la naturaleza, mitos, leyendas. Pero también cuentan historias personales, íntimas. Foto: Tomada de Internet

…siempre que alguien lleva puesto un traje tradicional,

trae consigo algo mucho más valioso que una tela.

Es como si caminara envuelto en un tejido de palabras,

de secretos, de sueños, de fantasías…”

Gabriela Olmos, Palabras como hilos

 

“Cuando tejo, mis manos no son mis manos, son las de mi madre, las de mi abuela, que están vivas a través de mí, en cada hilo del huipil”, dice una de las tejedoras de Santiago Pinotepa Nacional, Oaxaca. “Tejemos con las manos, pero ponemos el corazón y el alma”, agrega otra. “Cuando me vaya, le toca a mi hija mantener la raíz viva, y así lo hará con sus hijos y los hijos de sus hijos”, se suma una tercera, mientras vemos los dedos regordetes de una niña de no más de cuatro años empujando la aguja para dar sus primeras puntadas con hilos de colores. El orgullo por la herencia recibida se percibe en las miradas, en las sonrisas, en las voces a un tiempo firmes y dulces que hablan en mixteco, en zapoteco. A pesar de los pisos de tierra, de los pies descalzos, de las largas horas de rodillas con el telar a la cintura, están orgullosas de ser quienes son, de saberse parte fundamental del universo. Son las guardianas de la memoria. Ellas sí.

Los huipiles cuentan historias; historias de la tradición, de la naturaleza, mitos, leyendas. Pero también cuentan historias personales, íntimas; dicen aquello que las mujeres están obligadas muchas veces a callar. Hablan de dolores y de esperanzas, de sueños y de olvidos. Las manos que los tejen son como voces de una lenguaje cifrado, dice Margarita de Orellana en una hermoso número de Artes de México sobre textiles. Un lenguaje que quisiéramos aprender a descifrar, a entender, para poder hablar con él; para poder hablar con ellas. Para poder dialogar. Recuerdo ahora un relato de Alejandra Moreno Toscano que tuvo lugar durante los acuerdos de San Andrés Larráinzar, y en cual alguien llegado de la ciudad le pidió a una de las zapatistas que escribiera en su idioma ‘hemos venido a dialogar’. “No, dijo, en idioma indígena no existe esa palabra dialogar.” Entonces ¿cómo se dice? le preguntamos, cuenta Alejandra. “Se dice ‘Vámonos a poner a platicar, a ver si con la palabra de cada quien se hace una palabra común’.” Los bordados son un camino para ir encontrando esa palabra común.

El espacio simbólico creado alrededor de la escena del tejido, del bordado, de la costura, es un espacio de poder femenino; es el espacio de las historias compartidas, de las complicidades, de los silencios que se han cansado de callar. Como los arrullos, como la cocina… Allí están presentes los siglos y siglos de sabiduría de las mujeres. Cada vez que una de ellas entrecruza un hilo, o elige el color de las flores o de los pájaros, lo hacen con ella todas las madres, todas las abuelas.

Cuentan las mujeres de San Juan Chamula: “Así nuestros antepasados pensaron: ‘La Luna les enseñó a nuestras mujeres cómo labrar diseños, cómo escribir en la tela, ellas llevarán la palabra, nuestra palabra’”.

¿Cómo no pensar también en los bordados de paz? ¿En esos bordados que la gente, toda la gente –mujeres, hombres, niños- se reúne a hacer, desde hace un tiempo, en cualquier sitio abierto y público de cualquiera de nuestra ciudades? ¿Cómo no pensar en la creación de comunidad que se genera alrededor de un pequeño bastidor, un hilo, una aguja, y el nombre de uno de nuestros tantos desaparecidos o asesinados? El acto de bordar recupera, entonces, la memoria, la dignidad, y la posibilidad –como bien lo dice Francesca Gargallo en el libro Bordados de paz, memoria y justicia: un proceso de visibilización– de volver a hacer habitable el espacio público. Un cerco solidario nos protege cuando junto a otros, y con puntadas de dolor y de indignación, recordamos a quienes ya no están, con sus nombres, con sus historias. Se rompe así el silencio que normaliza el horror.

Silencio, tejido, memoria, comunidad… Ése es el camino que recorre la escritura, sea sobre una página, sea sobre una tela. Quizás no seamos más que los hilos sueltos del inmenso bordado del universo en busca de una palabra común.

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Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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