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Antonio María Calera-Grobet

11/11/2017 - 12:00 am

El día que me emborraché con Joaquín Sabina

Cuando cayó la noche “X” e “Y”, mis cocineros voluntarios, pasaron por mí. Previo regaderazo helado estaba ya sobre la acera, enguayaberado y hasta de loción. El clima era perfecto y se le pegaba a uno en el cuerpo la sensación de una ciudad de México caliente, reverberante, casi playera. Tomamos rumbo al sur, a la casa de “Z”.

“Recuerdo que a punta de tragos rompimos el hielo (¡o el turrón como se quiera!)”. Foto: ciudad Sabina, Facebook

a) Cuando cayó la noche “X” e “Y”, mis cocineros voluntarios, pasaron por mí. Previo regaderazo helado estaba ya sobre la acera, enguayaberado y hasta de loción. El clima era perfecto y se le pegaba a uno en el cuerpo la sensación de una ciudad de México caliente, reverberante, casi playera. Tomamos rumbo al sur, a la casa de “Z”. Imaginé que detrás de unas palmeras aparecería, de pronto, un mar nocturno estrellándose contra el farallón más cercano a la avenida costera. “Z” había hecho todo lo posible para que Sabina fuera a cenar a su casa y me había tocado hacer el menú. Y se mandó una fiesta por todo lo alto. Marimba, mariachis, una mesa larga que terminaba en una fuente decorada de arreglos florales y, lo más importante, un avituallamiento asombroso de comida señorial, para una tragazón infernal. Y bueno, ahí estaba ya el flaco Sabina con sus amigos, de saco azul marino y sombrero de tela (en una playera con la leyenda: “No se la tiró”), echándose la copita. Me fui derecho a ponerle un abrazo como par de banderillas. “Así que tú eres el barbón”, me decía, mientras lo tomaba del antebrazo para conversar sobre las hermosuras de tal cuerno de la abundancia.

Para el calor había que empezar con el gazpachito mexicano en vaso (copeteado por moronas de chicharrón y chile verde picado), o un helado salado de aguacate hecho con crema ácida y queso de cabra. Luego habría que picar a discreción de la fuente de camarones gigantes (anclados a una pileta de alioli cargado de ajo), darle duro al aguachile de esmedregal con ostras frescas en tomate verde crudo y chiltepín, hasta toparse con el mesón caliente. Huachinango zarandeado con tejocote y chile habanero, tentáculos de pulpos fritos rehogados en mole rojo picante sobre una cama de arroz blanco, pescadillas de cazón con epazote en caldillo de tomate, jaibas rellenas de sí mismas tatemadas en chile guajillo y espolvoreadas de Cotija fino. Se tomaba un descanso en un intermedio de nieve de coco y ralladura de lima para limpiar la boca y seguir con los platos mayores. Cubos de cabeza de lomo de cerdo (dorados en manteca en salsa de frijoles de la olla), tiras de Ribe Eye a la mantequilla y pimienta, un bocado hecho de tuétano con escamoles y sal de mar, que ciertamente causó revuelo y, para terminar, unas tortas de tripas de res en chile morita, montadas en bollitos miniatura. ¿Postre? Tiras de plátano macho de Veracruz con nata y azúcar, macarrones de leche quemada, natilla con cajeta y nueces. ¿De beber? Agua de coco con hierbabuena, cervezas nacionales, mezcal oaxaqueño y ron cubano, sin faltar, claro, una buena selección de vinos del Valle de Ensenada,
todos ellos de polendas. ¡Joder!

b) Recuerdo que a punta de tragos rompimos el hielo (¡o el turrón como se quiera!), y no obstante las intrusiones de la mujer de “Z” (quien quería a fuerza que se aventara un palomazo), volamos rápido hasta las cosas más importantes del mundo: el Anís del Mono, José Tomás (“el republicano zar de los toreros”, dijo Sabina, su gran amigo y mexicano hasta las cachas), su imperiosa necesidad de fichar a Carles Pujol y Andrés Iniesta en el Atlético de Madrid, la estética divina del jamón ibérico y, por supuesto, siempre, don Luis Buñuel (“El verdadero Papa del siglo XX”, le dije y rió brindando), de sus maravillosos años ochenta, los bombones Doña Jimena, los maestros Fernando Fernán Gómez, Víctor Érice y el gran Torrente, por supuesto de Pedrito Almódovar (Sabina dixit), a quien parece le rechiflan los boquerones, los higos y las centollas. Consignamos que ya no había carniceros suficientes ni aquí ni en China, que hacían falta más rastros, miles de barecillos como los de Lavapiés y, en verdad, más que nada, tiempo para vivir, para comer y beber como el diablo manda. ¡Aunque de buen diente Sabina acabaría, poquito a poquito y él solito, con media mesa feliz de la vida!

c) Tiempo pasó y la verdad no recuerdo más nada. Reparamos con un trago en una extraña coincidencia (“¡Al pan, pan y al vino, vino!”, dije yo. “¡Se trata de llamarle pan al vino!”, dijo él), que todos en esa mesa habíamos sido, en nuestra noble imaginación, novios de la maja más maja, la mismísima Maribel Verdú. Inventamos un postre de zapote que se llamaría Goya y luego no más. Los españoles “A, “B”, “C” y “D” devoraban lo habido y por haber, “X” se la armaba a “Y” en la cocina por una estupidez reverenda sobre la comida, “Z” se resguardaba en el baño sin remedio alguno (¡qué tristeza!), y su mujer cantaba a Sabina los sones de sus propias canciones: “Benditos sean los ceros a la izquierda. Benditos el botijo, el porrón, la damajuana, el mate, el J.B., la marihuana, el cubata de ron sin Coca-Cola”. Todos borrachos perdidos dándole a la cantada, yo el primero cual rocola, y el comandante Sabina, con una sonrisa de oreja a oreja, como si nada.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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