Julio César Chávez: “Guantes de oro, balas de coca”. De Los Intocables

12/07/2012 - 12:05 am

Con autorización de Editorial Planeta, en el cumpleaños número 50 de Julio César Chávez, les llevamos la introducción y el primer capítulo de la biografía “Guantes de oro, balas de coca”, publicada en el libro Los Intocables. Habla del otro JC que no es el deportista: del personaje público y privado. Este adelanto es sólo una parte de una historia larga y polémica en la que hubo de todo: influencias, poder, dinero, mujeres, drogas y derroche…

Por Alejandro Páez Varela

Era un 8 de abril de 1995. A pesar de que en los últimos años las cosas se le habían complicado, Julio César Chávez González estaba contento. En la mesa lo acompañaban, entre otros, Jesús Sánchez Angulo y Jesús el “Bebé” Gallardo, su amigo, su ex sparring.

Justo un mes antes, el campeón había derrotado al fajador italiano Giovanni Parisis por decisión unánime. Gallardo, sin embargo, había pasado un tiempo en prisión y se sentía exaltado por las atenciones que había recibido de su compadre, Julio, el tiempo que estuvo detenido por delitos contra la salud. Se habían reunido en el hotel Holiday Inn de Toluca, Estado de México.

En medio de la comida, JC Chávez avisó que iba al baño. Se puso de pie. Se encaminó. Los siguientes segundos fueron casi una repetición de su pleito de 1990 con Meldrick Taylor, cuando un golpe de suerte lo había librado de la derrota. En cuanto abandonó la mesa, un grupo de gatilleros se abalanzó contra el Bebé Gallardo y allí le dio muerte, junto a Jesús Sánchez. El campeón fue sacado de la escena del crimen en minutos y, para su fortuna —considerando los días que corrían, con Ernesto Zedillo en la presidencia de México— su nombre apenas fue mencionado en las averiguaciones.

Las autoridades determinaron que los asesinos habían sido contratados por los hermanos Arellano Félix, específicamente por Ramón, cabeza del cártel. También se supo que Emilio Valdés Mainero, un poderoso confidente de Ramón, había pedido (y obtenido) la cabeza del ex boxeador Gallardo. Lo extraordinario era que los ejecutores hubieran escogido, para cumplir su contrato, un momento en el que el afamado Chávez estaba presente.

Casi dos años después, el 13 de enero de 1997, la Unidad Especializada en Delincuencia Organizada detuvo a Gerardo Cruz Pacheco, conocido como el “Capitán”, por haber encabezado el pelotón de fusilamiento que irrumpió en el hotel de Toluca.

Julio César Chávez era amigo de la familia Arellano Félix e íntimo del mayor de los hermanos, Francisco Rafael. De nada valió. Los tiempos estaban cambiando para el campeón. En lo económico, en lo personal, en lo público, la vida de Julio César estaba en el filo de la navaja. Sus guantes de oro se habían batido demasiado con las balas de coca. Como consecuencia, ahora padecía sus peores años.

Round 1: El principio del fin

Diciembre de 1993. No hay vientos cálidos, ni aun en Culiacán. Un puñado de sal ha caído sobre la espuma que levantaron las victorias; los meses anteriores han aplicado jabs en la sólida mandíbula del campeón y lo mantienen a raya. No lo tiran, tampoco lo tambalean; tiene las cejas intactas y la respiración controlada, pero se le escatiman los triunfos y la sucesión de eventos lo empuja a las cuerdas: Zas, zas, se escucha el zumbido de los golpes; son de advertencia. Julio César Chávez resiste aunque sabe que se van agotando los rounds para revertir cualquier sensación de derrota. Tiene treintaiún años. Su carrera profesional lleva trece y los ha vivido intensamente, desde aquella vez que vio caer a su primer contrincante: Andrés Félix sólo le aguantó seis giros, un 5 de febrero de 1980.

Sentado en el cubo, acomodado en su esquina, el César del boxeo mexicano ve hacia el centro del encordado, en donde lo espera 1994. Respira profundo. Se acomoda la guarda y toma una decisión: saldrá con todo. Todo es todo; pretende detener los malos aires de 1993. Abre y cierra la boca ejercitando, como lo hacía, los músculos de la quijada. Choca los guantes furioso. Se siente listo y confiado. Demasiado confiado.

Es diciembre y se ha ido 1993. Julio César no se priva, esta vez, de la fiesta. Quiere desfogarse. Quiere sacar todo. Y eso hace, cuentan, ese fin de año: enfiestarse. Es diciembre y Julio no festeja con el alcohol, dicen; da la impresión de que intenta, más bien, olvidar.

Apenas en septiembre pasado, el día 10, Pernell Whitaker le había dado una lección que ya es imborrable. “¡Échale con todo! ¡Échale con todo! ¡Hay que morir allá arriba, Julio, hay que morir! ¡Pero tienes que conectar!”, se escuchó en su esquina esa noche de San Antonio, Texas, en el onceavo round, según consta en los registros del Consejo Mundial de Boxeo (WBC).

Cristóbal Rosas es su entrenador; lo acompañan también José “Búfalo” Martín Muñoz, su experto en cortadas; su hermano Rodolfo y Daniel Castro. A la pelea le queda un round y Julio no se ve tan seguro como en ocasiones anteriores. Está concentrado, pero no se le siente entero. Whitaker lo ha castigado varias veces; los golpes secos han dado sobre el mentón del campeón. Su contrincante es un mañoso que le pega y recula; lo castiga y vuela. Ambos han dado una muestra de box de gran altura y para ninguno es suficiente: para ganar, los dos saben, hay que marcar superioridad. Y eso no ha pasado.

Faltan 30 segundos para que termine el encuentro y Whitaker se escurre. Se acerca y huye. Hace contacto y se echa a correr, haciendo tiempo. Julio es quien reta y se lo ve desesperado; tira con todas sus fuerzas, pero es el aire el que absorbe el poder del tren que lleva en los puños. De pantaloncillos negros, el mexicano lanza el último golpe, que no llega a su destino. Es inútil. La campana suena; la pelea ha terminado. Camino a su esquina hace con la izquierda su típica señal de victoria, pero no se escucha la reacción festiva de la gente, como era la costumbre.

Los jueces declaran un empate. Es el primero en la carrera del campeón. Él, que no ha perdido ningún pleito, escucha ecuánime la decisión aunque con un gesto de preocupación y desencanto. Whitaker siente que el triunfo le pertenece y protesta desde su esquina. Mueve la cabeza y maldice. Las cámaras corren hacia un Chávez que sabe que ha cometido errores y que llegó la hora de pagar. Fija la vista en el piso, se pone ambas manos en la cintura.

“No estoy satisfecho”, reconoce. “Whitaker es un peleador difícil, lo dije. Creo que esta vez no fue una gran noche para mí. Hice lo que estuvo de mi parte; forcé la pelea. Creo que gané la pelea; él me sorprendió varias veces, pero era todo lo que hacía…”

La mancha es imborrable: 87 triunfos al hilo, 75 por knockout; ninguna derrota y, desde ese 10 de septiembre de 1993, un empate. Él, que estaba acostumbrado a hablarle a los ojos a los cinturones, se va a casa con las manos vacías. El campeonato Welter se le niega. La de San Antonio no fue su noche, sí. Y 1993 quedaría en los anales como uno de sus peores años y no sólo por su empate con Whitaker.

El 20 de febrero, Julio César había ganado por knockout técnico en el quinto round a Greg Haugen, en la ciudad de México. Luego estuvo en Zapopan, Jalisco; allí fulminó a Silvio Walter Rojas en el tercero. El 8 de mayo, en Las Vegas, Nevada, había doblado a Terrence Alli en el sexto. Su siguiente pelea fue, precisamente, la de Whitaker.

Pero antes, la vida del campeón sufrió una fuerte sacudida cuyo impacto, en ese momento, ni siquiera imaginaba. Simplemente le cambió la vida. El 24 de mayo de ese 1993, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo fue asesinado —junto con seis personas más— en el estacionamiento del Aeropuerto Internacional de Guadalajara, Jalisco, desatando una condena pública en contra del narcotráfico en general, y en particular en contra de los cárteles asentados en la costa del Pacífico: el de Sinaloa, encabezado por Joaquín, el Chapo, Guzmán y el de Tijuana, de los hermanos Arellano Félix, una familia de culichis (oriundos de Culiacán) cercana al boxeador. Una relación públicamente cercana, quizá en exceso: la Procuraduría General de la República (PGR) había documentado durante varios años, bajita la mano, el atrevimiento del campeón; después se lo echaría en cara. Julio y Francisco Rafael Arellano Félix aparecían frente a la sociedad como dos hermanos, principalmente en Mazatlán, en donde el segundo tenía negocios y vivía. En ese entonces, el pugilista era el favorito de Los Pinos. El presidente Carlos Salinas de Gortari era, en 1993, su amigo más importante, el más influyente.

Posadas Ocampo, nacido en Taimoro, Guanajuato, en 1926, era el arzobispo de Guadalajara, corazón de una zona en disputa entre dos de los mayores cárteles de la droga en ese momento, que llevaban ya varios años en abierta guerra por el control de las rutas que había dejado Miguel Ángel Félix Gallardo, arrestado por órdenes del propio Carlos Salinas al llegar a la presidencia, en 1989. Apenas dos años antes de su muerte, en 1991, el religioso había sido nombrado cardenal por el Papa Juan Pablo II y era considerado, dentro de la iglesia católica, como uno de los hombres más influyentes.

Según José Antonio Ortega Sánchez, defensor de la causa del religioso, asesor jurídico del Gobierno de Jalisco en el caso y coautor del libro La verdad os hará libres. No tengan miedo. ¿Y el homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo?, publicado en mayo de 2008 a quince años del asesinato, el prelado venía denunciando la supuesta relación de políticos y funcionarios mexicanos con los narcotraficantes. “El motivo por el cual se lo priva de la vida es esa denuncia pública que hizo en la Catedral de Guadalajara, en cuando menos cuarenta y tres ocasiones y que consta en el expediente, en contra de ese flagelo del narcotráfico. El señor cardenal veía con una gran preocupación el avance del narcotráfico y tuvo información de esa vinculación de los cárteles colombianos, bolivianos y peruanos junto con políticos mexicanos”, dijo públicamente el abogado, según las reseñas de La Jornada, El Universal, Reforma y otros diarios mexicanos.

Juan Francisco Murillo Díaz, apodado el “Güero Jaibo”, y Edgar Nicolás Villegas el “Negro”, dos individuos señalados como testaferros de los hermanos Arellano Félix, fueron inmediatamente consignados como los autores materiales del asesinato del religioso; poco después, Alfredo Araujo Ávila, el “Popeye”, y otros diez más, se sumaron a la lista de condenados por el crimen. Jorge Carpizo, entonces Procurador General de la República, dijo que la ejecución había sido producto de un error: que los líderes del Cártel de Tijuana habían mandado a matar a Joaquín Guzmán Loera y que en el aeropuerto lo habían confundido con el cardenal. La Conferencia del Episcopado Mexicano sostuvo, y sostiene, que no se trató de una equivocación, sino de un asesinato intencional. Sus argumentos plantean que Posadas Ocampo habría muerto por sus denuncias públicas en contra del narcotráfico y relacionan a Carlos Salinas de Gortari como parte de un posible entramado político que buscó, desde un principio, ocultar evidencias y enviciar la investigación.

Así fue como los Arellano Félix pasaron a la clandestinidad, aunque, en teoría, para esas fechas eran prófugos de la justicia. El boxeador suspendió, dicen fuentes entrevistadas para este texto, todo contacto con Francisco Rafael Arellano, “Pancho”, quien públicamente aparecía como su amigo. Por lo menos una fuente contó que, en secreto, Pancho vio varias veces más al campeón, también amigo del “perseguidor” de los Arellano: el presidente Salinas.

Francisco llevaba una vida abierta entre la sociedad mazatleca. Era el rey de la noche. Se paseaba por el malecón en autos último modelo o en los de colección, siempre con las mujeres más guapas del momento. A partir de la muerte de Posadas Ocampo, la PGR le decomisó el Frankie Oh, la discoteca en la que tantas glorias disfrutó junto a Julio César Chávez. También le quitó una propiedad junto a la disco, una casa de playa y un hotel de cinco estrellas que construía en sociedad con el campeón del boxeo mundial. El Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional (Cisen) y el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD) documentaron en un reporte dado a conocer tiempo después que “Francisco Rafael Arellano Félix, actualmente preso en Almoloya por delitos contra la salud, acopio de armas e intento de soborno, fue conocido ampliamente en Mazatlán, Sinaloa, como empresario y dueño de centros de diversión, asociado con el boxeador Julio César Chávez en inversiones hoteleras y agencias de renta de autos”.

Arellano se escondió en una casa de seguridad, pero el 4 de diciembre de 1993 cayó en manos de agentes de la Procuraduría. Se escondía en Tijuana, ciudad de residencia, como Culiacán, Guadalajara y el Distrito Federal, del pugilista. Sucedió ese mismo diciembre que Julio César, según varios entrevistados, bebió como pocas veces lo había hecho desde que inició su carrera en los cuadriláteros.

El 16 de septiembre de 2006, trece años después de su arresto y a dos de perder un juicio de extradición (abril de 2004), un helicóptero trasladó a Francisco de Matamoros a Brownsville, Texas, para que respondiera ante las autoridades de Estados Unidos por las acusaciones de crimen organizado y narcotráfico que tenía en su contra. Le dieron seis años de prisión. Desde 2008 está libre y vive en México. Las autoridades no le fincaron nuevos cargos.

Su abogado, Américo Delgado de la Peña, criticó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación por haber avalado la extradición y se quejó del presunto trasfondo político que habría pesado en el arresto de su cliente. “Es lamentable el manoseo político que tuvo este asunto; la Corte mexicana revisó el caso y se equivocó; ¿por qué?, porque cuando un delito está prescrito en un país, está prohibido que el extraditable sea enviado al Estado requirente y eso no le importó a los ministros que avalaron la extradición en franca violación a nuestra Carta Magna. Lo que pasó aquí fue que la Corte y el ex presidente Vicente Fox se sometieron a los dictados y peticiones del gobierno de George W. Bush”, señaló.

Delgado Peña afirmó, en marzo de 2008, que Francisco Rafael buscará empleo pues “no cuenta con recursos económicos suficientes para permanecer sin preocupaciones”. Se desconoce si el boxeador y Arellano Félix se han reencontrado.

“Julio César Chávez era un tipo sencillo. Nunca le negaba una foto a sus fans. Venía muy seguido a Mazatlán. Ayudaba a la raza económicamente. Generalmente eran estudiantes, como la candidata de Miss Bikini o este tipo de eventos de belleza. Era vago. Le encantaban las chicas, al cabrón. Era muy querido aquí en Mazatlán. Francisco Arellano era el que lo atendía y lo traía por todas las marisquerías de aquí del puerto. A donde él quería. Él lo llevaba personalmente. Salían en un carro que le había regalado Don King a Julio César, el cual regaló a Francisco Arellano. Era un Rolls Royce, un Rolls Royce negro. Se lo dio Don King a Julio porque ganó una pelea. No recuerdo cuál. Pero Julio le dio ese carro a Francisco Arellano Félix”, cuenta una fuente cercana a ambos en una entrevista realizada a mediados de 2008.

“Generalmente venía después de cada triunfo”, recuerda. “Venía y aquí se divertía a toda madre. Venía a festejar el triunfo. Francisco y él son de Culiacán, concretamente no sé muy bien la historia de cómo se conocieron, pero sé que ya se conocían desde allá. La amistad se fortaleció cuando Francisco Arellano comenzó a hacer peleas en la disco Frankie Oh y entonces ahí es cuando se une más a él. Se buscan más y Julio cedió a él. Fueron cuates, íntimos amigos. Incluso hay varias anécdotas. Julio César le decía que era un puto, ya sabes, en broma. Pancho le contestaba que él era el joven pero que tenía el pitito chiquito”.

“Una vez fueron a Francia, a Europa. Fueron a visitar a un médico. Pancho le acusaba, en broma, de que habían ido a consultar al médico en Francia y que Julio le pidió que si le podía hacer grande el pito, pero que si se lo hacía grande, perdía la rudeza de peleador. Ahí se traían entre la carrilla esa”, agrega la fuente.

“Se llevaban poca madre, como dos íntimos amigos. Que las viejas, que la parranda. Pero no tanto, porque el Pancho no tomaba ni drogas, no se metía nada, que yo supiera. Nada, nada. En general yo digo que era un chico, un güey sano. Y Julio pues venía de triunfador, de ganar peleas. Y aquí se ponía hasta la madre. Pero obviamente no se daba cuenta la raza porque se encerraba en un cuarto y ya no salía de ahí”.

—La leyenda negra dice que a Julio le gustaba mucho la coca…

—Sí. Este… Fíjate… Generalmente se encerraba con su equipo; ahí no lo dejaban salir porque se supone que se atascaba. Eso dicen. Yo, en años de andar cerca de ambos, no lo vi. En la actualidad se metió a un centro de recuperación. Está retirado de esa enfermedad.

Según la fuente, después del arresto la relación “se desactivó”. Julio César Chávez simplemente dejó de visitar Mazatlán, cuenta.

De acuerdo con las crónicas de prensa, la notoriedad de Francisco Rafael y sus diez hermanos data de los años setenta. Desde entonces, según varias fuentes, se destacaron por el tren de vida que llevaban en Culiacán. Hasta el día de hoy, hablar de la familia sigue siendo un tabú para los sinaloenses. “Casi nadie se atreve a hablar en esta ciudad de la infancia de Francisco, Benjamín y Ramón Arellano Félix, considerados los cerebros del Cártel de Tijuana; sus antiguos vecinos de la calle Miguel Hidalgo, ubicada a espaldas de la Universidad Autónoma de Sinaloa, sólo aportan datos vagos en voz baja, pues temen que sus palabras ofendan a la familia”, narra Javier Cabrera en un perfil publicado por El Universal en 2002. Según esta información, en los años cuarenta “los abuelos maternos, Alberto Félix y Ramona Zazueta, con lazos familiares en Tamazula, Durango, eran comerciantes de sombreros en el mercado Garmendia. En ese lugar, Benjamín Arellano Sánchez, de oficio mecánico automotriz, conoció a la que sería su esposa, Alicia Félix Zazueta, con la que procreó once hijos siete varones y cuatro mujeres”.

Durante casi veinte años, agrega la información publicada, “el matrimonio Arellano Félix y sus hijos vivieron en una modesta casa ubicada en el número 566 de la calle Miguel Hidalgo, en el primer cuadro de esta ciudad, en donde algunos viejos residentes recuerdan a casi todos los hijos como unos muchachos alegres, sin vicios y proclives a los negocios de venta de ropa, licores y dulces que traían de contrabando. “Francisco, Isabel, Benjamín, Carlos Alberto, Eduardo, Alicia, Enedina y Ramón cursaron la primaria en la escuela Álvaro Obregón, ubicada a dos calles de su domicilio; casi todos ellos pasaron por las aulas de la maestra Ángela Moncayo, una de las más reconocidas hasta su muerte hace varios años”.

El padre de los Arellano Félix provenía de origen humilde, como el de Julio. Era un mecánico “que trabajaba en un taller cercano al plantel y en sus tiempos libres vendía chocolates y dulces americanos”. Familiares en tercer grado de los Arellano Félix los describen como jóvenes inquietos, emprendedores en diversos negocios, sobre todo el mayor.

“Años antes de la detención de Miguel Félix Gallardo, en 1987 en el estado de Jalisco, relacionado con la muerte del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, el mayor del clan de los Arellano Félix [Pancho, amigo de Julio César Chávez] abrió en el puerto de Mazatlán la más moderna y lujosa discoteca de América Latina, el Frankie Oh, en una plaza controlada por Manuel Salcido Uzeta el Cochiloco. Esta discoteca se convirtió en el centro de actuación de los artistas de mayor renombre y el escenario de las mejores peleas de box”, cuenta el periodista.

Con la debacle que se vino por el asesinato del cardenal Posadas Ocampo, los hermanos Arellano Félix perdieron la casa en la que crecieron, en Culiacán. Le fue decomisada a su madre. Pero según el expediente 4834/GGI/93, de fecha 9 de septiembre de 1997, “por resolución judicial se restituyó a la señora Alicia Félix Zazueta dos inmuebles confiscados por la PGR; uno es una residencia ubicada en la calle de Albatros número 305, en el puerto de Mazatlán y el otro es un edificio de oficinas construido sobre el terreno donde nacieron los jefes del Cártel de Tijuana”.

  • Los intocables documenta las historias de diez personajes que gracias a su poder, fama o riqueza, viven literalmente al margen de la justicia. Políticos, celebridades, empresarios, servidores públicos que han logrado salir indemnes de sonoros escándalos, protegidos por su manto de impunidad que lejos de acotar sus privilegios, los refrenda. En el complejo entramado político y social de este país han crecido, fértiles y robustos, personajes como Emilio Gamboa, entonces coordinador del PRI en la Cámara de Diputados; Juan Sandoval Íñiguez, líder espiritual de la derecha ultraconservadora; José Luis Soberanes, quien fuera presidente de la Comisión de Derechos Humanos, aliado del gobierno y garante de algunos intocables; Jorge Hank Rohn, ex alcalde de Tijuana y miembro de uno de los clanes políticos más poderosos además de ostentoso propietario de casinos; Diego Fernández, millonario abogado gracias a su doble carácter de miembro del Estado y litigante en exitosas demandas contre el erario público; Martha Sahagún y los Bribiesca, quienes hicieron del tráfico de influencias su fuente de enriquecimiento; Víctor González Torres, el “Doctor Simi”, dueño de un oscuro imperio farmacéutico; Pati Chapoy y Julio César Chávez, celebridades que viven amparadas tras la fama y el poder mediático. Ninguna descripción de la ilegalidad quedaría completada sin los ex gobernadores, como el “Góber precioso” (Puebla), el “Góber Piadoso” (Jalisco), el “Góber Bailador” (Coahuila), entre otros, grandes beneficiarios de la fragmentación del Estado mexicano. Coordinador: Jorge Zepeda Patterson

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
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