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Antonio María Calera-Grobet

12/08/2017 - 12:00 am

A la mesa

Los que enseñan las manos, no los que las llevan en los bolsillos, o los que van con una por delante y otra por detrás, los que se las han lavado, cínicos. No. Los limpios, pues, se sentarán a la mesa. Los límpidos, los que dan la cara y no la esconden, los que la ponen: esos, son los que deben compartir el pan de una mesa.

“Los artistas serán invitados formalmente a la mesa para servir a los demás, porque buena falta hace algunos un serio baño de pueblo, el reconocimiento correspondiente del otro, no meramente como un ‘tercero excluido’ sino como centro o fundamento”. Foto: Cuartoscuro/Archivo

En memoria del chef-poeta: Ulises Paulo.

Sólo los que miren a los ojos, esos se sentarán a la mesa.  / Los que enseñan las manos, no los que las llevan en los bolsillos, o los que van con una por delante y otra por detrás, los que se las han lavado, cínicos. No. Los limpios, pues, se sentarán a la mesa. Los límpidos, los que dan la cara y no la esconden, los que la ponen: esos, son los que deben compartir el pan de una mesa. / Los que necesiten del iridio, el magnetismo, de la luz que mana de las ollas, los humores de un puchero, del clan reunido en torno al fuego, tales y no los dizque naturalmente blindados, los fuertes e independientes, los individuos de espíritu refractario. Sí los quebradizos, los tiernos, los verdes como elotes, como botes de alfalfa, esos son los más necesitados de sentarse, a una mesa, hombro a hombro, abrigo de lana con abrigo de lana, con sus pares.  / Y pudiera ser que sentáramos entre nosotros a los asesinos confesos, a los rateros que se fueron de lengua y han confesado su verdadera naturaleza, a los amigos y familiares que alguna vez nos traicionaron. A los cobardes que nos mintieron e hicieron daño pero perdonamos. / Nadie con cerebro debe dejar sin lugar en una mesa a los idos, los dementes, aquellos a los que se les fue la cabra al monte y ahí pastan en silencio. Aunque estén y no estén ahí con nosotros. A esos pero no a los mentirosos. No a los consuetudinarios. Nanai de alimento en las tablas y telas dispuestas para estos puñeteros. No a los que dieron puñaladas traperas, a los que nos levantaron falsos porque son caníbales o carroñeros que no humanos. / A los que mueren de hambre por mucho antes que a nadie, en memoria de los que no resistieron. Pasteles de sangre, grandes trechos de carne con todos sus jugos, sus leches para derramar sobre los que llevan esa hambre desde siempre, y junto a ellos los despilfarradores, los hastiados de comer, los que dejaron a sus pueblos en el claro de la hambruna, para que purguen su penitencia a agua y aire, viendo a los otros apenas tragar a su costado, con sus ojeras desde la cuna: cauterizará así su falta de humanidad, su muñón, mano de alambre, maldita mezquindad en su manera de dar. / A los artesanos y los obreros, todos aquellos que trabajaron para nosotros con su cuerpo, los sentaremos con júbilo en lo eso que acordemos como mesa: a los albañiles, cargadores, agricultores, artesanos de la cerámica o tejedores de textiles. Ellos, y sus niños y sus viejos irán primero. Los maestros irán primero y los médicos, los entrenadores deportivos, boxeadores y  toreros, jugadores de béisbol, por ejemplo. Mucho antes que los pilotos de aviones, o los conductores de programas, las actrices o los actores de medio pelo, que caen de la gracia de pocos y para quedarse entre nosotros deberán de hacer muchos adobes. / (Nadie dirá nada sobre sentar a los políticos a nuestra mesa. Tal es su lugar en nuestra memoria. Preferiremos mil veces sentar a nuestras mascotas y garantizar así la gozadera). / Los medianos o vulgares, los comunes y corrientes, los regulares, los anodinos, grises de tan mezquinos, pedimos a ustedes (reales, verdaderos y ciertos), nos abran un lugar en su mesa para aspirar así a  redimirnos. / Los familiares y amigos cercanos, serán atendidos y cobijados de extremo a extremo en nuestra mesa: para ellos habrá siempre algo que comer y beber, un pan y un vino que ofrecer, como un agradecimiento al cielo por los que consideramos uno mismo, un cuerpo prolongado del nuestro. / Los músicos llegarán a la mesa o mejor dicho, a un lado de ésta, porque son parte fundamental de la fiesta. ¡Viva la música de estos iluminados, el marco de toda verbena! / Los vendedores de loterías, de biblias, de pepitas, los voceadores, lustradores de zapatos, los que venden dulces y globos en callejones; los choferes de autobuses, los que venden cocos y frutas a un costado de las carreteras, en fin, todos aquellos que trabajan en los caminos, los grandes moradores, se sentarán a la mesas hasta saciarse de remanso, cansarse de cantar y reír, agotarse de andar sentados, atorándole al aguardiente, los antojitos y los guisados. / Pero sobre todo los hombres y mujeres, vivos o muertos, que trabajaron alguna vez en la vida como cocineros, garroteros, meseros, y que alguna vez fueron nombrados criados mozos, sirvientes, camareros. Esos de lo lindo, por todo lo alto, en la mesa la sobremesa y lo que se nos venga en gana, como un reconocimiento a su grandeza. / De los curitas, los hacendados, los abogados, todos los dizque “empresarios” y “diplomáticos”, los actuarios millonarios, los notarios, todos esos maravillosos seres humanos, no tengo una opinión sino un cometario: que dejen de estar chingando. Y alguien que los invite si quiere, para mí son unos asnos. / Los jardineros de áreas verdes, los parques públicos y hasta los panteones (porque hubo quien pulió las losas, resanó los resquebrajados mausoleos, cortó las cizañas que invadieron una y otra vez las lápidas y las criptas, llevó los colores a los floreros despostillados), esos hombres y mujeres que caminaron por los cementerios velando a nuestros muertos o lo que queda de ellos, sus puros huesos, ellos tendrán un lugar como no hay otro: con todos los pulques, tortillas calientes, barbacoas de horno.  Las mayoras, las tamaleras, las gorderas, las que pasaron sus días haciendo arder los anafres y los comales, con fanfarrias irán a la mesa. Al igual que las prostitutas, las mujeres policía, las barrenderas. Ya estuvo sueva de tanta moledera. Me imagino sirviéndoles nieves de frutas y aguas frescas. / Y a la mesa, por supuesto, los carpinteros. No por el mérito de ser “padres” del popular Dios, sino porque ellos, con sus manos, hacen justo las mesas en que comimos y comeremos algunos seres humanos. Cerca de ellos, pienso, deberían sentarse los que sacrifican a las vacas, los cerdos, las ovejas, las cabras. / Los artistas serán invitados formalmente a la mesa para servir a los demás, porque buena falta hace algunos un serio baño de pueblo, el reconocimiento correspondiente del otro, no meramente como un “tercero excluido” sino como centro o fundamento. Para completar su educación sentimental. Sólo así, como los que sirve al otro, como el que con gusto se brinda al otro, en nuestra mesa podrán estar. / Los payasos de circo, los magos y los malabaristas sí, de sus primos los merolicos, los timadores y embusteros, siempre y cuando se haya tratado todo de una treta, un juego ingenuo, y no de algo que lleve sangre de por medio. Y caso por caso evaluaremos. Unos tacos y unas tostadas y ya vemos. / Y bueno faltan muchos pero no cabrían en nuestras mesas aunque quisiéramos. Aunque habría que decir que los contratistas truculentos, los prestanombres, esbirros de sátrapas infames que ya hace tiempo ni son hombres, los embajadores de mala voluntad: a esos ni famélicos, ni con el costillar marcado de caballo hundido en el fango, con el rostro de lodo craquelado, no, nunca, jamás viandas o vituallas. Ni caso. Y habrá que homenajear su ausencia en la gran mesa multitudinaria como un platillo que, como la venganza, comeremos en frío, tal como si de un plato de serpientes entrelazadas se tratara: ese es el lugar que merecen los farsantes, los troleros, los embaucadores como nauyacas, los engañadores, falaces, farulleros, infundiosos, patrañeros, fulleros, boleros. Esos no. Ni fiambres ni menaje para ellos. Para falderitos, quedabien, refalsotes, lamebotas, sacarrajas, comodinetes, lambizconazos, en fin, cualquier clase de gamberro, esos que van por el mundo como por su casa en ruinas, que van por el mundo nomás destruyendo, los que hayan tratado la felicidad de la prole como su divertimento, ni un hueso a un costado de la mesa. A ellos, cuerpos lamidos por el diablo, no los queremos cerca: ni siquiera como una baba de escupidera a un costado de nuestra mesa.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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