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Jorge Javier Romero Vadillo

12/10/2017 - 12:04 am

Un partido sin miga y desmigado

La debacle electoral de 2012 y la pérdida de una identidad coherente ha llevado al PAN a la crisis en la que ahora se encuentra.

La debacle electoral de 2012 y la pérdida de una identidad coherente ha llevado al PAN a la crisis en la que ahora se encuentra. Foto: Saúl López, Cuartoscuro.

¿Cuándo se jodió el PAN? Valga la paráfrasis tópica para explorar los tumbos en el derrotero de un partido que, durante los tiempos de gran incertidumbre política posteriores a la elección de 1988, parecía el más institucionalizado y mejor dotado para enfrentar las nuevas condiciones de competencia plural que entonces se vislumbraban en el horizonte. Frente a un PRI partido y desprestigiado y un PRD mal avenido y rijoso, extremadamente dependiente de su caudillo fundador, Acción Nacional se pretendía una organización con reglas claras y respetadas por sus integrantes, que dirimía sus controversias internas con relativa tersura y con un paquete ideológico y programático más o menos claro y definido.

Se pretendía entonces un partido de derecha con un alma católica, pero con espacio para sensibilidades liberales. Sustentado en una tradición sólida, con un relato mítico de su trayectoria, que lo situaba como una resistencia legal a la hegemonía priista de los tiempos del autoritarismo, el PAN supo aprovechar la crisis abierta por los resultados electorales de 1988, gracias a la fuerza electoral adquirida durante los primeros años de aquella década, sobre todo en el norte del país, para convertirse en parte fundamental de la coalición de poder durante el gobierno de Salinas y para consolidarse como opción de gobierno viable. Todo aquello resulto, empero, ser un mero espejismo.

Si bien la fundación del PAN se remonta a 1939, durante sus primeros años de vida no fue otra cosa que un pequeño grupo testimonial, a pesar de la presencia de intelectuales de fuste, como el patriarca Manuel Gómez Morín y el cofundador socialcristiano Efraín González Luna. No fue sino a partir de la ley de 1946, que les otorgó el registro legal para participar en las elecciones controladas por el régimen, cuando la organización comenzó su proceso de institucionalización. Mucho se ha escrito sobre su papel como única oposición independiente, aunque esto sea cuestionable en la medida en la que su existencia fue totalmente funcional a la simulación electoral de la época clásica del PRI. Acción Nacional se consolidó, en realidad, como parte integrante del régimen de proteccionismo político de los tiempos autoritarios.

Fue el pacto con la coalición de poder, en el momento del viraje conservador de 1946, lo que permitió la subsistencia del PAN, por más clamores heroicos de sus militantes históricos. Fue la “leal oposición”, como la llamó su dirigente de la década de 1960, Adolfo Christlieb Ibarrola y reseñó Soledad Loaeza en un ensayo seminal sobre la trayectoria del partido. El PAN fue parte del arreglo político de la época clásica del PRI y no fue sino a partir de 1983 ­–cuando se convirtió en el receptáculo de la inconformidad de los empresarios distanciados del régimen por la expropiación bancaria y de las clases medias conservadoras del norte del país afectadas por la bancarrota económica– que comenzó a tener relevancia electoral más allá de algunos enclaves específicos.

El PAN histórico fue, sobre todo, un partido católico que expresaba su malestar con los restos del anticlericalismo del régimen y su legislación formal –cuya desobediencia había sido negociada desde el pacto con la iglesia con el que terminó la insurrección cristera en 1929–, aunque también encauzaba cierta resistencia de las clases medias conservadoras contra la flagrante corrupción y el control corporativo y clientelista del régimen. Entre 1969 y 1975 se decantó claramente por un programa socialcristiano a la europea, encabezado por Efraín González Morfín, hijo del primer candidato presidencial del partido, y fue el enfrentamiento de éste con quienes, liderados por José Ángel Conchello, querían abrir la organización al abordaje empresarial, lo que condujo a la mayor crisis de aquella su prehistoria e impidió que presentaran candidato presidencial en 1976, en la medida que ninguno de los aspirantes pudo superar las estrictas reglas de selección que garantizaban entonces su coherencia organizacional.

A partir de 1983, cuando se consumó el abordaje empresarial anunciado siete años antes, el PAN comenzó a ser una fuerza electoralmente competitiva, pero también empezó a desdibujarse como opción ideológica; abandonó sus clara señas de identidad socialcristiana y se abrió a una mezcolanza de antiestatismo neoliberal, conservadurismo social difuso y rancio catolicismo reaccionario. El crecimiento lo hizo menos gobernable, aunque durante un primer momento mantuvo una institucionalidad que incluso le permitió enfrentar la crisis que la alianza con el gobierno de Salinas provocó en sus filas y que condujo a la salida de algunos de sus cuadros más doctrinarios.

Fue la candidatura de Vicente Fox la que comenzó a demoler los cimientos de la vieja institucionalidad panista, pues el caudillo emergente se impuso sin que funcionaran los mecanismos de convención con los que tradicionalmente se habían seleccionado sus candidatos presidenciales. A partir de entonces, convertido en poco más que una maquinaria electoral favorecida por la patente del registro, la organización comenzó a deteriorarse en sus procesos internos. Felipe Calderón, hijo de uno de los fundadores católicos, se abrió paso en buena medida como representante de la tradición primigenia, pero cuando ganó la Presidencia de la República decidió gobernar al partido como los presidentes priistas habían gobernado al PRI: poniendo y quitando liderazgos a su antojo y decidiendo las candidaturas de acuerdo con sus conveniencias.

La debacle electoral de 2012 y la pérdida de una identidad coherente ha llevado al PAN a la crisis en la que ahora se encuentra. Carente de figuras de peso, se ha convertido en un cascarón que ha navegado a la zaga del PRI durante todo el sexenio, aunque ha sabido aprovechar el descontento en importantes elecciones locales, aliado a los restos del PRD, a punto de su propio naufragio. A la deriva, ofrece –ahora sí– un cambio de régimen como el objetivo del frente en el que se ha subsumido, pero cuando tuvo el poder no hizo sino apuntalar el corporativismo, el clientelismo y el sistema de botín que han caracterizado al arreglo estatal mexicano. Con un liderazgo enclenque –y por ello arbitrario–, incapaz de competir sin el salvavidas de la alianza atrapa–todo, comienza a desmigarse, aunque hace ya mucho tiempo que ha perdido toda miga.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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