MARICELA: EN EL NOMBRE DE LA HIJA

13/01/2014 - 12:00 am

Lo de Yakiri Rubio aún no está claro. Ella se dice ultrajada por un hombre que luego de violarla quiso matarla; que logró invertir el sentido de una navaja que terminó en el cuello de su atacante. La policía del Distrito Federal encuentra que en las versiones de la muchacha existen suficientes contradicciones y en el cuerpo del tipo muerto tantas cuchilladas como para dar por válida la versión de homicidio en defensa propia. La fiscalía ha resuelto que una y otro mantenían una relación sentimental y que existen suficientes motivos para encarcelar a Yakiri y así lo ha hecho.

A la vez, existen elementos periciales que confirman el ataque sexual del que fue víctima la chica; en esto se ha bajado su defensa en las calles y en los tribunales. El movimiento feminista acusa a las autoridades del Distrito Federal de machistas y activistas dedicadas a la defensa de los derechos de las mujeres recuerdan al propio jefe de Gobierno que en México la violación es rutinaria hasta en el matrimonio.

En las cárceles de la Ciudad de México existen historias desconocidas de mujeres que se cansaron de vivir bajo la violencia de un hombre al que alguna vez amaron; que un día tomaron un arma y acabaron con ellos porque, aunque lo amaban, les era imposible seguir con él a su lado.

Eran ellas o sus hijas. Eran ellas o ese hombre obstinado en hacerles la vida miserable. Y decidieron que fuera él quien se iba.

Son mujeres que mataron y tal vez por eso no están muertas. En los siguientes días abordaremos sus historias…

MATAR O MORIR | PRIMERA PARTE

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Imagen: Especial

Ciudad de México, 13 de enero (SinEmbargo).– Gabriel hundió la mano manchada de grasa para zapatos hasta el fondo del bolsillo. Jaló con la punta de los dedos y sacó una delgada, casi invisible, cadena de oro. Tomó uno de los cabos y atravesó el ojal de una medalla de plata de la Virgen de Guadalupe.

Caminó hacia Maricela y se le acercó por atrás. Ella lo sintió y sonrió. El hombre pasó las manos hacia el frente y rodeó el cuello de la muchacha con la cadena. Tocó su vientre, sintió cómo el ombligo de Maricela se empezaba a botar, como el pivote de una pelota más inflada cada momento, y le pidió matrimonio.

Se conocieron luego de que ella abandonara la secundaria e iniciara clases de corte y confección. Maricela salía con las reglas de madera y Gabriel la veía pasar, cada vez menos indiferente. Él 21 años y ella, 16.

Gabriel se acercó para decirle lo hermosa que le parecía.

Maricela se deslumbró por el cuerpo delgado y la espalda ancha de ese hombre de pelo corto, rapado si no fuera por un cepillo rubio en la mollera. Tenía una piel rojiza, como si la sangre no dejara de hormiguear debajo de las mejillas. Vestía un suéter verde con café y botas militares bajo los pantalones de mezclilla azul. Una cicatriz debajo de una de sus mejillas realzaba la estampa de tipo rudo.

Ella tenía una enorme boca de comisuras dobladas hacia abajo; ojos ovalados, encerrados en ojeras naturales, e incipiente sobrepeso.

En menos de un año quedó embarazada y así se casaría, como antes lo hicieran sus hermanas mayores y su madre.

Gabriel fue el tercero de siete hijos que, tras el abandono de su padre, debieron salir a trabajar. Comenzó a los nueve años como cerillo en un supermercado, luego sería cargador, acomodador de autos afuera de restaurantes y algunas cosas más, hasta que se hizo zapatero.

Agustín, el padre de Maricela, se inquietó por ese hombre dedicado a la reparación de zapatos, de aspecto tosco y manos rematadas en nudillos que parecían canicas cascadas.

Parecía con demasiada vida difícil para ser tan joven y resultaba inquietante que, para ser mayor de edad, evidenciara con su hija su inclinación por mujeres tan jóvenes. Agustín pensó en ser a la vez abuelo y padre del hijo de Maricela. Consideró iniciar una denuncia contra ese hombre por abuso de menores, pero se dejó llevar por el entusiasmo de la penúltima de sus seis hijos.

Gabriel sería su yerno y padre de sus nietos.

* * *

Desde que vio nacer a Maricela, a fines de noviembre de 1975, con los ojos abiertos como si buscara algo en el techo de un hospital de la colonia Moctezuma, Agustín la hizo su preferida. La cargó y la niña se perdió en sus brazos, más gruesos que el cuerpo de la criatura. Era un hombre grande. Tanto, que en sus últimos años necesitaba juntar dos sillas para repartir su cuerpo.

Maricela pasó la infancia trepando y bajando por ese hombre, dedicado de día a despachar como contador en una mínima oficina del gobierno federal, con carpetas del piso al techo y, de noche, a dejar que sus hijos escalaran su humanidad de montaña. Más noche abandonaba su cama.

Ifigenia, su mujer, no podía dejar de sentir el alivio del colchón cuando ese hombre se levantaba. Ella se quedaba pensando cuál sería la mujer que esa semana le quitaba a Agustín.

El hombre regresaba cuando el cielo de la ciudad dejaba de ser negro y se volvía morado. Jalaba las cobijas y la llevaba hacia él.

–¿Quién es? –hacía por averiguar Ifigenia, pero ya el pecho de su marido la hacía retumbar con los ronquidos.

Liviana, se paraba y esculcaba en los bolsillos del pantalón de poliéster, pero no encontraba nada. Sólo se atormentaba más.

Una madrugada, Agustín ya no volvió después de 23 años de matrimonio. La mujer reunió a los muchachos y les dijo que su padre tenía otra familia y que se iría. Maricela tenía nueve años.

Esa misma tarde Agustín regresó por algo de ropa y se despidió de sus hijos. Cargó a Maricela y en sus ojos vio los de él, los óvalos morados con unos círculos cafés e inquietos en medio. La besó, le pidió que nunca permitiera a nadie lastimarla. Y se fue.

Desde entonces, los únicos hombres a quienes concedería superioridad sobre ella serían Dios y su padre. Las andanzas de Agustín se concentraron en una mujer con quien tuvo dos hijas que poco o nada se cruzaron en la vida de Maricela.

Pero a Agustín no le fue tan bien como esperaba. Su nueva mujer lo dejó pronto por otro hombre y se fue a Monterrey. Aunque no fue aceptado de nuevo en la cama de Ifigenia tras el divorcio, Agustín regresaba a casa de su primera familia, sentaba a Maricela en una rodilla y compartían gigantescas bolsas de dulces.

Si bien el gigante era siempre infiel, lo que lo ausentaba y empobrecía a la familia, esto no provocó rencores insuperables, al menos no en Maricela y sus hermanas. Las muchachas interpretarían los deslices como aventuras ocurridas con respeto a la madre: Agustín buscaba amantes en otros vecindarios y sabía mantenerlas ocultas. Tampoco intentaba escurrirse bajo las cobijas de alguna familiar o amiga de su esposa. Nunca hubo gritos a la puerta de la casa ni confrontaciones a Ifigenia.

Además, el bonachón de Agustín se granjeaba una reputación de hábil conquistador, lo que causaba a sus hijas una confusa mezcla de secreta simpatía y admiración hacia el padre y de expresa solidaridad a la madre engañada.

Los recuerdos dedicados a Ifigenia no son distintos. Aunque le tocó erigirse en la autoridad ante la blandura de su marido y el agobio de seis muchachos –tres hombres y tres mujeres con 15 años de diferencia entre el mayor y la menor– y poco dinero, nunca los tocó para lastimarlos y se las ingeniaba para hacer de las penurias económicas un espacio amable.

En su décimo cumpleaños, Maricela supo que no habría más que unas insípidas “Mañanitas” y corrió a su cuarto para llorar. Ifigenia fue a la cocina y acercó una silla a la alacena. Subió y estiró el brazo hasta alcanzar una lata de chocolate en polvo. Sacó algunos billetes del ahorro logrado durante meses de pedir 50 gramos menos de jamón en la cremería de la esquina. Salió dos horas y regresó con un pastel, un ramo de rosas y un vestido azul marino, que desde entonces fue el color favorito de su hija y, ese momento, el mejor recuerdo de su vida.

Quizás también desde entonces se convirtió en una mujer arrogante, vanidosa y  demandante de trato especial –más o menos así se le describiría en la ficha psicológica elaborada en prisión–. Obsesiva con los detalles, porque en estos construía el control de los demás. Siempre exigente, sólo se replegaba cuando la migraña atenazaba su cabeza y la luz la hacía huir debajo de un trapo negro.

* * *

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Imagen: Especial

En vez de fiesta de 15 años, Maricela tuvo boda.

El vestido fue de manta color hueso en el que ella entró a la fuerza después de tres inútiles días de ayuno hechos para desacelerar el crecimiento de su vientre. Las hermanas le ataron flores en donde iría la cintura y un gigantesco moño por detrás.

El ramo fue de rosas blancas y rosas que, cuando tiró, nadie atrapó y se fue al suelo, evento que alguien interpretó como de mal augurio.

Él vistió traje negro. Por una vez dejó los botines y, como siempre, se afeitó hasta que la piel le quedó delgada.

Partieron el pastel con dos muñecos de plástico pintados de novio y novia flotando en un mar de merengue.

Envalentonado con media docena de tragos, Gabriel silenció la música y pidió el micrófono. Se levantó de la mesa adornada con globos blancos y papel maché rosa y celeste. Miró al enorme Agustín y dio gracias a Dios por estar con Maricela. Cuando bailaron el vals, Gabriel no pudo evitar extrañar un talle en la mano derecha.

Rebeca nació por cesárea el 30 de abril, Día del Niño, de 1993.

–Niña, aquí tienes tu muñeca –le dijo el médico del hospital Adolfo López Mateos del ISSSTE.

“La peiné de inmediato. Le puse sus moños y la vestí de rosa. Era como una muñeca, para que cuando él llegara la viera y se emocionara de ver a su hija y así fue. La cargó, la llevó a la ventana y lloró”, recordaría dos décadas después.

* * *

Zapatero y con la secundaria terminada con apuros, Gabriel buscó un empleo de sueldo seguro y prestaciones de salud.

Lo encontró como policía preventivo del Distrito Federal, poco antes del nacimiento de su hija. En realidad, siempre tuvo aspecto de policía; ni falta hizo cambiar el corte de cabello o los zapatos.

Más aún, desde su juventud, una parte de Gabriel siempre tuvo gusto por las actitudes marciales y la violencia. Antes de declinar por la bebida, alcanzó cierta fama por su habilidad para liarse a golpes. La Policía del DF lo adscribió a la zona residencial y comercial de avenida Universidad, en Coyoacán, con la idea de que un lugar relativamente tranquilo no representaría problemas para un policía joven.

Poco después del alumbramiento, Maricela volvió a quedar embarazada. Con el segundo hijo en puerta, explicó a Gabriel que su sueldo era insuficiente y sólo con un ingreso extra podrían sostener dos niños pequeños. Convenció a su marido de ocuparse como costurera en la casa y compraron un par de máquinas de coser.

Casi al mismo tiempo, el policía fue informado por sus jefes de su cambio a Tepito. Quedó colocado afuera de una tienda de zapatos y ropa, posiblemente contrabandeados, propiedad de unos coreanos, y todo cambió.

Gabriel empezó a beber desde los 15, tal vez 16 años. Al inicio del matrimonio el hábito era llevadero: algunas noches sobrio, luego una borrachera con Alonso, uno de sus hermanos mayores, y mañanas de cruda con la familia. Pero el traslado a Tepito coincidió con el retorno de las borracheras que terminaban con Gerardo arrodillado por horas en el excusado, atormentado por su vómito.

Maricela descubrió poco después que su marido ocultaba el hábito del alcohol en el trabajo mediante crecientes dosis de cocaína. También que Gabriel se ausentaba con pretextos inverosímiles y que cada vez más le exigía no ir a buscarlo al trabajo. La muchacha conocía estos montajes desde su infancia, comprendió que su esposo tenía una amante y se imaginó engañada con una mujer policía.

A ella, la preferida de Agustín, un hombre menor en todos los sentidos la despreciaba y se atrevía a ponerla a competir con otra.

En ese momento lo odió por primera vez.

* * *

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Imagen: Especial

Entretanto, con turnos de un día de trabajo por otro de descanso, Gabriel consideró que su mujer necesitaba compañía para llevar el embarazo. No cuidado, sino vigilancia, porque, había concluido, su joven esposa le era infiel. El policía sentía celos del dueño de una pequeña imprenta frente a su casa, en la colonia Adolfo Ruiz Cortines, al sur del Distrito Federal.

Las evidencias consistían en los pantalones de hombre que su mujer arreglaba para completar el gasto. Gabriel designó como las policías de día y de noche a sus hermanas, Rosa y Gisela, quienes se equivocaron al ver en su cuñada a una sirvienta abnegada, cuando era una niña mimada que cada vez extrañaba más los enormes brazos de su padre.

La guerra entre las cuñadas comenzó de inmediato. Rosa y Gisela obtuvieron como pruebas de la infidelidad de Maricela que un día, desde la ventana, la vieron caminar, embarazada, cargando a la niña con un brazo y las bolsas del mandado con el otro. Entonces, el hombre de la imprenta se le acercó para ayudarle. Cargó las bolsas y entró con la mujer hasta la cocina.

–Di tú si es normal –aguijonearon a Gabriel.

El policía se dejó convencer y acusó a su mujer. Ella le recordó que estaba embarazada, pero él no quiso escuchar nada.

–Haz lo que se te dé tu gana –dijo ella antes de darle la espalda a manera de conclusión, pero no lo fue.

El hombre la jaló por el cabello y la volteó para tenerla de frente y la agarró por el cuello.

–¡A mí no me hables así! Ya me dijeron que se te está subiendo y que le gritas a mis hermanas –gritó.

Fue la primera vez que la golpeó. Era 1995 e Iván no nacía aún. Maricela aceptó la agresión bajo la consideración de que su marido estaba celoso y los chismes habían abonado en su carácter ya de sí hosco. Pensó que pronto cambiaría.

Con Rosa y Gisela la cuenta estaba pendiente. “Pinche loca”, “pinche fácil”. “tienes pinta de puta”, “sí, seré tú”, eran las frases básicas de conversación.

Insomne por las últimas semanas de embarazo, Maricela notó que sus cuñadas esperaban a que Gabriel durmiera y, entre una y dos de la mañana, salían de la casa. Subían a la azotea y se encontraban con los inquilinos de arriba.

La dueña del edificio, Rafaela reclamó lo que le parecía un comportamiento moralmente indebido. Exigió orden o habría desalojo. Maricela encontró el momento de la revancha, exhibió a sus cuñadas y exigió que se les despidiera de casa.

Gabriel se ofendió y consideró imposible que sus hermanas fueran capaces de tales trucos amorosos. Determinó que la acusación no era más que una coartada de su esposa para encontrarse con un amante interesado en su noveno mes de embarazo.

Maricela lo retó a resolver cualquier duda con la casera y él aceptó. Gabriel escuchó de la casera los detalles de la vida amorosa de sus hermanas, a quienes mandó de vuelta con su madre para que las corrigiera como mejor creyera conveniente, seguramente con algunas cachetadas.

Macho vencido por su mujer y deshonrado por la conducta de sus hermanas, desapareció por varios días.

* * *

Era el primer abandono de Gabriel, así que la duración de la ausencia resultaba difícil de determinar.

Agustín entendió que se equivocó cuando aceptó el matrimonio de su hija. Sólo quedaba ayudarla a sortear la insolvencia económica y las dificultades físicas de su niña encinta.

El hombre compraba una bolsa con comida en el mercado y la llevaba a la casa de la muchacha, donde entraba sin tocar la puerta. Llenaba otra con ropa sucia y se la llevaba a la lavandería.

La familia del propietario de la imprenta también se volcaba en cuidados para Maricela. Cuando Gabriel regresó, con el tufo de cantina vieja encima, supo por los vecinos de esas atenciones y se hizo a la idea de que no había mujer más infiel en el mundo que la suya.

Él reclamaba y ella fingía escucharlo. En esas circunstancias nació Iván. Gabriel lo acunó y lo llevó a una ventana para verlo con detenimiento. El bebé parecía un guante de box color rojo que hizo sentir a su padre lleno de orgullo varonil.

Se alegró y buscó reconciliarse con las hermanas. Rosa y Gisela cargaron al nuevo sobrino e intercambiaron miradas. Tomaron de la manga de la camisa a su hermano y lo llevaron a la calle.

–Está prieto –dijo una de ellas al hombre de cabello amarillento como estropajo.

Gisela señaló con la barbilla a uno de los hombres de la imprenta.

–Prieto como el niño –completó Rosa.

Gabriel corrió hacia su mujer.

–Quién sabe de quién es este niño. Mira esa bola de prietos que están ahí enfrente, ¡qué casualidad! ¡Pinches prietos! Ve a tu hijo. ¡Eres una cualquiera!

–¡Moreno como yo! –se defendió Maricela recién parida y desnudó a su hijo. Mostró un lunar en la espalda y otro en la pantorrilla izquierda. –Son como los tuyos.

El hombre se desconcertó. Maricela rió con la mala idea de mostrar ironía.

–Mira quién habla, ¿de quién eres hijo? Si eres hijo de un señor que no es tu papá, ¿y me vienes a insultar a mí? ¡No chingues!

Gabriel apretó el puño de nudillos cicatrizados y lo hundió en un costado de Maricela. Para él, con la burla todo quedaba probado. A partir de entonces y para siempre, Maricela sería una mujer desleal y su hijo sería en realidad hijo del Prieto, apodo que Iván lleva hasta ahora.

En medio de todo, otra vecina se le acercó a Gabriel.

–Yo lo veo a usted muy tranquilo, pero sepa usted que no me parece justo lo que le están haciendo. Cuando usted no estuvo y cada que se va al trabajo, un hombre llegaba y se pasaba la mañana entera con su mujer.

El policía sentía que le arañaban el cuero cabelludo.

–Es mi papá y deberías dar las gracias de que hasta tragas de lo que nos trae –dijo Maricela para finalizar la discusión.

Ya no cabían palabras. Gabriel jaló a Maricela del brazo izquierdo, le levantó el brazo derecho y metió un gancho en la axila. Continuó golpeando las rodillas. El joven policía había aprendido rápido a golpear sin dejar marcas. Cuando su mujer se recuperó, le ordenó que empacara todo.

Se mudaron cerca del Reclusorio Oriente.

* * *

–Señor, ¿cómo está?– saludaba Gabriel a Agustín casi hasta la caravana, pero cuando el suegro se despedía, el yerno se refería invariablemente a él como “el pinche gordo metiche”.

Maricela odiaba tanto esa hipocresía como las golpizas de cada tercer día. En lo peores momentos, el policía apuntaba a su mujer con un revólver. Su temperamento se volvía cada vez más violento, hasta pasar por alto la máxima de no tocar la cara de su víctima.

Los celos se encresparon más y prohibió a Maricela el uso de faldas por encima de la rodilla y de blusas sin mangas. Llegaba sorpresivamente a la casa a mirar debajo del colchón y dentro de los closets. El equilibrio de Gabriel dependía ya del balance entre el alcohol y la cocaína.

Con frecuencia llegaba a casa con distintas pistolas, cuando la que se le asignaba, una sola, se le retenía al final de cada turno. Maricela suponía que su marido participaba en el mercado negro de armas.

A la vez, la presencia de Alonso, el hermano mayor de Gabriel, se hizo tan habitual como la de Agustín. Los hermanos bebían ron y tequila hasta que se hacía de día. Alonso se quedaba a dormir con frecuencia y en ocasiones llegaba con su familia. A Maricela se le hicieron recurrentes las migrañas.

Uno de sus hijos tenía la misma edad que Iván. Una madrugada en que Gabriel estaba de turno, se acercó a la habitación de su cuñada y deslizó una mano debajo de las sábanas. Ella lo detuvo y le advirtió que le gritaría a su esposa. Alonso le susurró que Gabriel no era un buen hombre.

–Nos podemos ir los dos. Tráete a tus hijos y vente conmigo –invitó.

Si de algo estaba cierta Maricela era que su cuñado era aun más violento que su marido. Le exigió que saliera de la casa y no regresara más. Gabriel llegó un par de días después con la noticia de que ahora habían echado de su casa a su hermano. Reclamó poco; de inmediato la tundió. La llevó a la cama y le arrancó las ropas.

“Sentí a otro hombre mientras me violaba. Le pedí que terminara pronto. Se levantó los pantalones y se fue. Agradecí que se fuera, porque se desaparecería algunos días. Ya casi no teníamos relaciones, porque nos habíamos distanciado. Poco después sentí estar embarazada de mi tercer bebé. No lo quería, lo reconozco, pero no hice nada para no tenerlo”, recordaría.

* * *

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Imagen: Especial

Tras la violación, Gabriel pidió a su mujer que empacara de nuevo porque regresarían a vivir a la colonia Adolfo Ruiz Cortines. Por esos días, en medio de una borrachera, Gabriel y Alonso caminaban en la calle cuando se cruzaron con un par de jóvenes que rieron al momento de pasar junto a ellos.

Alonso sacó una navaja y la acercó al cuello de uno y Gabriel encañonó con su pistola la cabeza del otro. Fueron detenidos y llevados al Ministerio Público acusados de asalto. No pisaron la cárcel porque Agustín consiguió dinero y encontró al funcionario público preciso para sobornar.

El hombre miró los ojos ovalados de su hija y giró el enorme cuerpo hacia su yerno.

–Lo hago por mi hija y por mis nietos. No quiero saber que la sigues tratando de esta manera –demandó el suegro.

El policía tartamudeó algún tipo de excusa y agradeció avergonzado. A los minutos y a solas con su mujer, Gabriel exigió que el “pinche gordo” dejara de ir a la casa. Sin que ninguno de los dos se lo propusiera en realidad, así fue al poco tiempo.

Agustín fue un hombre de mujeres y ataques al corazón, un hombre obeso, que soportó tres infartos antes de sufrir la embolia cerebral que lo postró en el hospital.

Maricela lo supo y quiso correr a despedirse. Avisó a su marido, quien le propuso que comieran y luego la acompañaría. La mujer se afanó en la cocina, sirvió un plato con carne de puerco en salsa verde y se le quedó viendo a su marido mientras masticaba con la boca abierta.

–No vamos a ir –escuchó. –No me gustan los funerales –.

–Ese hombre es mi adoración –suplicó ella y se levantó de la mesa.

Él salió al paso y siguió la rutina de los golpes. Tomó sus llaves, las de ella y salió, corriendo el cerrojo de la puerta. Maricela caminó al baño y se desabrochó la cadenita del cuello. Columpió la medalla sobre el excusado y la dejó caer el agua.

Mientras veía el remolino, entendió que ya no quería a ese hombre y quiso abandonarlo. Por primera vez deseó su muerte. Cuando el policía supo que Agustín estaba bien muerto, se sintió libre de toda competencia y buscó la reconciliación con su mujer. Maricela aceptó una vez más y nombró a su tercer hijo como su padre.

* * *

Gabriel amistó con un compañero, Armando, asignado como su pareja de vigilancia en la zona de la colonia Morelos y La Lagunilla.

Él lo convenció de que le convenía vivir en una unidad habitacional cerca de San Juanico, en el norte de la ciudad, ocupada por policías y militares. Gabriel ordenó a su esposa empacar todo de nueva cuenta.

Pronto, Armando se interesó en Maricela. Entraba a la casa, apenas saludaba a Gabriel y se iba a la cocina con la mujer. Gabriel los escuchaba reír y sentía brasas debajo de la cara. No soportó mucho más. Frente a Armando se acercó a su mujer y le lanzó un derechazo.

Armando no esperó el segundo golpe y se lanzó contra su pareja de trabajo. Algo ya estaba mal con la salud de Gabriel que apenas metió las manos y al poco rato terminó tirado en el piso junto a su mujer y, al igual que ella, con la boca reventada.

Desde el suelo los acusó de ser amantes y planteó como principal argumento que ella no lo defendió mientras el otro policía lo golpeaba.

Acaso los hijos eran el único vínculo entre los dos. La cama era un sitio obligado de encuentro para los dos y nada más.

Una tarde, Gabriel miró con atención el cuerpo de su mujer. Se acercó y la abrazó por detrás. Ella quiso apartarse, pero estaba atrapada. Él pasó el dedo sobre el surco dejado por las cesáreas por donde nacieron Rebeca, Iván y Gabriel. Se topó con un ombligo botado. Era un embarazo de cinco meses del que Maricela no había dicho una palabra, sólo pensando en el momento en que explotaría la bomba.

Maricela simuló indiferencia y se escurrió al baño. El policía entró cuando ya estaba debajo de la regadera. Vio la barriga y farfulló.

–¡Armando… hijos de la chingada!

Ella quiso argumentar que era resultado de alguna de las veces en que la había violado, pero nada lo frenaba.

“Me sacó de bañar, me golpeó y me sacó desnuda a la calle. Quise enconcharme, tapar a mi bebé. Tenía ropa tendida afuera, me arrastré para jalarla y me la puse mojada. La gente estaba afuera, viéndome. Antes, al principio, yo le pedía a la Virgen de Guadalupe que lo cuidara mucho. Después de eso, le pedí que se lo llevara, que se muriera y desapareciera, que se encontrara otra mujer”.

* * *

Gabriel sumó su tercer ingreso a una granja de rehabilitación por sus ansias de alcohol y cocaína.

En ninguna ocasión tardó más de una semana en buscar una botella luego de abandonar el anexo.

Una madrugada despertó con algo más que la resaca. Como siempre, le temblaban las manos y sentía gotas de sudor helado escurriendo por el cuello. Pero esa vez sintió que el vientre le podría estallar en cualquier momento. Gritó desesperado.

Su mujer abrió el ojo que no tenía cerrado por los golpes y presintió la muerte de su marido. Caviló en llevarse a sus hijos y dejar cerrada la puerta con doble llave, como le hiciera a ella mientras su padre moría.

Recapacitó y buscó quien los llevara al hospital. Un vecino atendió la llamada de auxilio luz y, con voz baja y amable, preguntó a Maricela por qué simplemente no lo dejaba morir. Tocó la siguiente puerta y la siguiente. Pasó un taxi y casi debió ponerse enfrente.

Subió al auto Gabriel y llegaron al hospital. Antes de cumplir los 35, el hombre tenía pancreatitis, cirrosis, una incipiente diabetes heredada de su madre y una adicción, desconocida hasta entonces, a las metanfetaminas.

Tras la hospitalización, Gabriel suplicó perdón con la voz temblorosa, jurando convertirse en un hombre nuevo tras ver a la muerte parada a la orilla de su cama.

Ella confió y, para empezar de nuevo, decidieron una mudanza más, la última, al lugar más lejos posible de cualquier reproche por la vergüenza de ella desnuda y golpeada y de apaleado.

Así llegaron a Xochimilco, donde vinieron dos años de calma que en algunos momentos hizo parecer el abollado matrimonio como el de la pareja parada en la torre de pastel.

Nació Manuel y el ginecólogo se aseguró de que su madre no quedara embarazada nunca más. Tan parecidos fueron esos años con los iniciales, que a él lo regresaron como policía de avenida Universidad y ella se dedicó a coser para completar el gasto. Tan iguales que una noche Maricela contestó el teléfono celular de su esposo mientras éste se bañaba; preguntó quién lo buscaba y le contestaron que su novia.

Ella dejó caer el aparato y lo insultó. Él recordó que sus hijos no eran suyos y que sólo se podían arreglar las cosas con una paliza. Todo pudo comenzar otra vez, pero ya estaban demasiado cansados.

* * *

Gabriel había perdido toda discreción en sus amoríos al tiempo que Maricela amenazaba con conseguirse un amante. Él señalaba su sobrepeso, el número de hijos y las cicatrices de las cesáreas.

–No creo que nadie se fije en ti, pinche gorda.

La mujer le replicó que era un pobre diablo y que necesitaba del trabajo de su mujer y hasta del dinero de su suegra para sostener a sus hijos. Dio media vuelta suponiendo un manotazo, pero lo que recibió fue una patada con la bota de casquillo en el trasero. Cayó con una fisura en el coxis que la mandó al hospital y a orinar mediante una sonda durante tres semanas.

Decidió dejar a su marido y refugiarse con un familiar de Cuernavaca, pero en vez de eso regresó con Gabriel. Se recuperó y se inscribió en un gimnasio del Deportivo Xochimilco, donde conoció a Pedro El Chino, un taxista que escapaba de su mujer levantando pesas.

En septiembre de 2004 ya eran amantes. Ella hablaba de la infinita vileza de Gabriel y él, de la interminable insipidez de su mujer.

Si Gabriel se perdía durante días o años, ella tenía el consuelo de un nuevo hombre de brazos gruesos.

Una mañana, al regresar del mercado, Maricela encontró a sus hijos sentados a la entrada de la casa. Tenían la cara raspada e incipientes moretones. Supuso que habían peleado y quiso reprenderlos, pero Iván la atajó.

Le explicó que su padre había regresado ebrio momentos antes y que los había golpeado. El niño le relató que quiso sacar a los pequeñas de la casa, pero regresó por los gritos de Rebeca. Entró al cuarto y vio a su hermana con los pantalones abajo y a su padre detrás de ella.

Maricela corrió escaleras arriba creyendo que había llegado 20 minutos tarde. Después sabría que, en realidad, llegaba a la situación con dos años de retraso.

“Lo quería matar con mis propias manos. Como siempre, él me terminó golpeando y luego se fue de la casa. Levanté una demanda en el Ministerio Público, donde trataron a mi hija con vulgaridad, sin ninguna sensibilidad. ‘¿Donde te lo hizo?, ¿cuántas veces te lo hizo?, ¿cómo te puso?, ¿qué más te puso a hacer?’, le preguntaban.

“El examen ginecológico fue igual. Me fui de la agencia porque le dijeron a la niña que llevarían a su papá para que repitiera todo enfrente de él. Tenían la dirección del trabajo, de su mamá, de la casa, de sus amigos y nunca lo detuvieron. Hablé con mi niña y supe que no era la primera vez”.

* * *

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Imagen: Especial

Según la mujer, su marido nunca fue detenido porque sobornó a un funcionario ministerial, quien habría archivado su caso.

Pedro y Maricela decidieron matar a Gabriel en septiembre, cuando ella entendió que el abuso sexual sufrido por su hija quedaría impune. También cuando tuvieron perfectamente claro que Gabriel la designó como beneficiaria única de un seguro de vida que garantizaba una compensación de 500 mil pesos.

A principios de octubre Maricela abandonó a Gabriel y se refugió con un hermano mayor. Gabriel se dedicó a decir a cuanto conocido común con su mujer tenía, que la mataría y que la hija de los dos era una “puta”.

Así llegaron al 6 de octubre de 2004. Gabriel vestía camisa azul de mezclilla, pantalón negro y chamarra café, regalos hechos por su esposa en un cumpleaños.

Tenía el día libre y hacia el mediodía recibió la primera llamada de Maricela. Le propuso encontrarse cerca de la casa para discutir los términos en que se divorciarían.

La mujer se alejó del teléfono cuando escuchó la retahíla de insultos y amenazas contra ella y su hija. Se sintió seguro de que sería la última vez.

Gabriel aceptó el encuentro con la condición de que Maricela llevara a Rebeca. Se citaron a las nueve y media de la noche en la esquina del Camino Viejo a Nativitas y Unión y Trabajo, en la Colonia Santa María Nativitas, lugar bien conocido por Gabriel porque cerca de ahí estaba una de las tiendas en que compraba cocaína.

Después de colgar, ella fue a buscar a Pedro, y Gabriel a conseguir una botella de ron. Los tres esperaron la noche. Maricela y Pedro llegaron media hora antes. Estacionaron el taxi Volkswagen a media cuadra de la esquina acordada y vieron pasar a Gabriel ebrio. Cada cinco pasos se detenía, se recargaba y se concentraba para seguir la marcha. Se perdía en la oscuridad. Reaparecía en los breves pedazos iluminados de la banqueta, buscando algo de equilibrio para no tropezar.

Maricela se sintió tranquila por primera vez de verlo tan borracho. Bajó del taxi y caminó detrás de su marido hasta alcanzarlo.

–¿Por qué a la niña? –preguntó Maricela.

–¿Y la puta de tu hija? Si te haces pendeja, no sé que quieres –respondió él, incapaz de fijar la vista en un solo punto.

–¿Por qué mi hija, si tenías a tus pinches viejas y me tenías a mí? ¿Por qué a la niña?

–De que se lo enseñara otro cabrón a que se lo enseñara yo, se lo enseñé yo.

“Nunca se arrepintió, ni en el último momento. Nunca me pidió perdón, nunca le pidió perdón a mi hija. Le pegué el primer disparo en el estómago. Tirado, le pregunté de nuevo por qué a la niña, si le habíamos dado todo y ya me tenía a mí para desmadrarme. Me contestó lo mismo. Me puse en cuclillas a medio metro de donde estaba tirado. Y le di el otro tiro en la cara. Murió”.

* * *

Los policías Daniel Ocampo y Adriana Berrocal encontraron el cadáver de Gabriel rodeado por 30 mirones.

Estaba bocabajo. La cabeza colgaba y sangraba sobre la banqueta y uno de los pies, calzado con la bota militar, estaba recargado en una cortina de acero.

“Me llevé el arma y me fui a un hotel, me bañé y estuve dos horas ahí. Después llegué a la casa de mi hermano. Puse a todos mis hijos en una cama y me acosté con ellos pensando que tal vez me agarrarían y no los volvería a ver”. El teléfono de Ramón repiqueteó a las tres de la mañana.

–¿Qué hiciste, Maricela? –preguntó a su hermana.

–Nada.

–¿Cómo que nada? Acaban de hablar de la delegación diciendo que encontraron el cuerpo de Gabriel.

“Fuimos a reconocer el cuerpo. Lo vi desnudo en la plancha y le dije ¿por qué no te fuiste?, ¿por qué no me dejaste?, ¿por qué te volviste así?, ¿por qué nos dejaste de querer? Yo no quería esto para ti. Le dije: ve dónde quedaste, cómo acabaste, espero que puedas oírme. Si no me detuvieron en ese momento fue por cómo me puse de mal.

“Y hasta la fecha todavía me duele, porque me pregunto hasta dónde tiene que llegar una. Un día, mi mamá me ayudó a sacar todo lo que había de él en la casa y lo regalé, hasta sus botas de militar. Tiré la foto de la boda y todo lo demás, el vestido y el ramillete de su saco. Encontré una carta de él en que me escribió que me quería tanto, que nadie más que él me podría hacer sentir dolor. Nunca me la dio. Y sólo ahora pienso en lo enfermo que estaba mi marido”.

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La familia enterró a Gabriel en el Panteón Civil de San Lorenzo.

En cuanto hubo oportunidad, Maricela se presentó en la Secretaría de Seguridad Pública del DF para reclamar el seguro de vida de su marido. Un oficinista le dijo que estaba en proceso de revisión y que regresara después. Volvió al día siguiente. Le explicaron que el trámite llevaría algo más de tiempo, porque el policía murió sin tramitar la actualización y que mejor hablara por teléfono.

Maricela retornó a la otra mañana y a la que siguió, hasta crear en los compañeros del difunto la sensación de que la lacrimógena mujer del funeral estaba demasiado recuperada de la pérdida y muy interesada en el dinero. Maricela entendió que el asunto del seguro se frustraba y súbitamente desapareció del mostrador de cobranzas, lo que aumentó las sospechas en su contra.

Rosa, Gisela y Alonso regresaron para acusarla de planear el asesinato de su hermano por el interés del seguro. “Maricela no era aseada. La casa estaba sucia y los niños mugrosos. Era coqueta con todos los hombres; se vestía de manera provocativa cuando mi hermano no estaba. Lo mató por dinero”, dijo Gisela en el último desquite.

Pero lo que definió la detención de Maricela fue que poco antes capturaron a Pedro por un asunto sin relación con el asesinato. El taxista estaba acusado de robar un celular. Cuando los policías lo detuvieron, en marzo de 2005, quizás ni sabía de qué se le acusaba. Cometió tal cantidad de traspiés que inició el interrogatorio con el cargo de hurtar un aparato de menos de mil pesos y lo concluyó confesando su participación en el asesinato de un policía.

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El Ministerio Público planteó que si bien Maricela estaba cansada de una vida de vejaciones y que Pedro quería rescatarla, el propósito del homicidio fue cobrar el medio millón de pesos.

En la investigación apareció un hombre apodado El Gordo a quien, según la investigación, le habrían pagado 40 mil  pesos por conseguir el arma y manejar el taxi al momento de emboscar a Gabriel en el Camino Viejo a Nativitas.

En la hipótesis de la Procuraduría de Justicia del DF, Pedro bajó del auto y, sin palabra de por medio, encañonó al policía que apenas podía estar de pie de tan ebrio que caminaba. Le disparó en la cabeza y, ya en el piso, lo remató en el cuerpo con una .38 súper. En su huida, arrojó el arma en una coladera y se reunió con Maricela para reconfirmar el reparto del seguro tras su cobro.

Vanesa, la esposa de Pedro, detalló que El Gordo apareció en su casa a principios de octubre de 2004. Se encerraba con su marido y bebían discutiendo en voz baja. Semanas después del 6 de octubre, cuando mataron al policía, El Gordo regresó furioso a cobrar 40 mil pesos que Pedro le debía.

En una de las vueltas, El Gordo se sinceró con la mujer de Pedro. Le confirmó la aventura de su marido con Maricela. También le comentó que ambos lo contrataron para participar en el asesinato de Gabriel y que no le pagaban con el pretexto de que no podían cobrar un seguro de vida.

Estaba fastidiado y pidió que le pasara el recado a Pedro de que si no le depositaban a su cuenta de banco la cantidad pactada, ella y sus hijos tendrían el mismo final que el policía engañado. El Gordo se acercó a Vanesa y le susurró que bien podría recuperar algo de la paciencia perdida si se acostaba con él.

En la averiguación previa, Vanesa también aparece relatando una llamada que le hizo Maricela, quien supuestamente le habló el 28 de marzo de 2005, poco antes de su detención.

Le habría dicho: “Es la última vez que te pido que lo dejes, porque así como matamos a mi esposo, también te podemos matar a ti”.

Agentes de la Policía Judicial fueron a su casa y le pidieron marcar al celular de su marido. Vanesa puso el altavoz y narró a su marido las amenazas de Maricela.

Él admitió: “Es cierto, pero ya no digas nada”.

Ante el juez, Vanesa se retractó y aseguró que el montaje de la llamada no había ocurrido, que su primer testimonio fue obtenido bajo amenazas y mientras su marido era torturado. Hasta ahora, nadie sabe dónde está El Gordo.

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Sin orden de aprehensión, la Policía Judicial detuvo a Maricela a fines de marzo de 2005.

Entró a prisión la madrugada del primero de abril, pero el juez la dejó en libertad por considerar ilegal la detención. Regresó a vivir con la madre, pero pronto retomó la idea de irse a Cuernavaca.

Encargo los niños a su madre, dejó preso a su amante en el Reclusorio Sur y se fue. Para la policía, estaba prófuga. En Morelos se empleó como encargada de mercería en la tienda Parisina de Cuernavaca.

Ahí se enamoró de Gustavo, un hombre abandonado por su esposa y al que sus hijas admiraban con la devoción que ella le profesó al enorme Agustín. La llevó a un grupo de autoayuda de familiares de alcohólicos y comenzó a sentirse cómoda.

El 24 de noviembre de 2006, mientras acomodaba unos listones, dos policías del Distrito Federal la detuvieron. Tres días después, en su cumpleaños 31, la juez Karina Becerril Chávez decretó su formal prisión. Desde entonces, cada sábado Gustavo sube a su auto en Cuernavaca y maneja durante dos horas hasta el penal de Santa Martha, en el oriente de la ciudad de México.

Maricela y Pedro fueron sentenciados a principios de 2008 a 27 años y seis meses de prisión por el delito de homicidio calificado cometido con ventaja. También, a pagar 35 mil 739 pesos de indemnización y por los gastos funerarios de Gabriel.

Ya nadie podrá cobrar el seguro de vida del policía muerto. En la cárcel, Maricela afirma airada que ella fue quien disparó a su marido.

“Nadie ha podido cobrar nada porque yo soy la beneficiaria y nadie ha podido mover nada. Ese es el coraje de su familia, no tanto su muerte, porque no lo querían. No lo hice por dinero, lo hice por mi hija. Sabía que si no lo mataba en ese momento, él me mataría a mí.

“Yo sola lo maté y no me arrepiento. ¿Por qué a él nunca lo detuvieron después de violar a mi niña?, ¿debía quedarme callada y soportar lo que me hacía a mí y lo que le hacía a mi hija? Yo ya no podía más. Me quedé tanto tiempo a su lado por miedo, por ganas de tener una familia y por mi estupidez. No estoy enojada con los hombres. Estoy enojada conmigo misma por aguantar. Debí dejarlo el primer día que me puso la mano encima. Yo estaría libre y él muerto por la cirrosis o por alguien más”.

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Maricela viste todos los días de azul marino. Su color favorito también es el color reglamentario de las reas sentenciadas en la Ciudad de México.

Un día que limpiaba su celda, encontró en el suelo una medallita de plata con la figura de la Santa Muerte: la calavera sobre un vestido largo y la guadaña en la mano derecha. Platicó del hallazgo al abogado que la ha defendido, amigo de la familia y reputado santero.

El defensor le explicó que no era una casualidad, sino que la Muerte la había buscado, decidida a cuidarla en la cárcel. Santa Martha Acatitla, dijo su defensor, es un camino que se debe caminar tomado de una mano de la Virgen de Guadalupe y de la otra de la Santa Muerte. Maricela creyó.

Tomó el dije, atravesó su ojal con un hilo de cuero y se lo colgó del cuello. *

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