Encrucijadas | Una road movie para Lucía

13/01/2017 - 12:02 am

Imaginar una película, un camino en automóvil para alejarse de la gran ciudad y que signifique un reencuentro con un amor. Ahora Ricardo fantasea sobre cómo se habría visto este idílico encuentro.

La cámara se halla estática a dos manzanas del mar, en la esquina noreste del cruce de las calles 25 y 62 de Puerto Progreso. Enfoca hacia el poniente, hacia un coche estacionado sobre la 25, paralela al malecón. Encuadrados por el parabrisas delantero, Lucía y yo charlamos en el interior. La toma, en blanco y negro, es lejana. Si bien el micrófono sólo captura el incisivo rumor del viento, a estas alturas el espectador puede asumir que las inaudibles palabras pronunciadas, así como las miradas cruzadas, aún conservan el sabor de un reencuentro. Porque aunque nos enamoramos hace ocho años, ella sólo volvió a aparecer físicamente en mi vida apenas un mes antes del viaje. A lo largo de una hora y cincuenta minutos en pantalla, tres días en tiempo real, hemos recorrido la distancia que ahora nos separa de la Ciudad de México. Sí, fue una road movie y esta es su escena final.

Despego mis manos del volante, abro la puerta y desciendo del lado de la acera. De pie junto a la llanta delantera izquierda espero a Lucía, quien se acerca a mí con un gesto de complicidad. Lleva puesto un hermoso vestido blanco y yo una ridícula bermuda y camisa de manga corta. Ambos usamos sandalias. La secuencia no requiere música que la acompañe, basta que los ojos de la audiencia sean testigos de la culminación de una travesía cuyo esbozo inicial fue trazado formalmente en la primera cita del reencuentro. Quizá unos segundos atrás, dentro del coche, confesé haber soñado ininterrumpidamente con este instante durante los ocho años de alejamiento. Posiblemente ella contestó que también lo hizo. O tal vez le supliqué que nunca más se fuera. Pero no, pensándolo bien ya no tenía caso hablar más del tema, mucho se ha dicho a lo largo de la película. Mejor será gozar la plenitud del atardecer y la clemencia del sol, la arena que llena la cuarteada banqueta y que cruje bajo nuestros pasos en cuanto comenzamos a caminar hacia a la cámara.

El equipo de filmación se desplaza cuidadosamente para el norte, Lucía y yo giramos en la 62 y tomamos la misma dirección, rumbo al malecón. La cámara continúa adelante de nosotros, grabándonos desde el otro lado de la calle, una calle que, a excepción de la pareja de ancianos meciéndose en sillas de madera bajo la ancha puerta de una casa, se halla vacía. Dos imágenes —la calle vacía y los viejos en el umbral— poco vistas en nuestro sobreurbanizado y congestionado, pero sin duda maravilloso, punto de partida. A pesar de todo, no dejo de ser orgullosamente chilango. Incluso pensé que la road movie podía desenvolverse en la Ciudad de México, al estilo de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel, o de Güeros, de Alonso Ruizpalacios, bellísimas películas que plasman parte de la riqueza cultural capitalina de su época. Sin embargo no hubiera sido fiel a Lucía y a mí, nuestra cinta exigía algo distinto: una fuga. Ambos necesitábamos escapar de la ciudad con el fin de no ser completamente devorados por ella. Esa ciudad, mi monstruo encantador, albergue de insatisfactorios empleos y violentas relaciones amorosas en picada, era ya una prisión para nosotros.

El principio del fin del encarcelamiento citadino llegó cuando nos miramos por primera vez tras los susodichos ocho años. Poco después elegimos Progreso como nuestro destino final al caer en cuenta de que, a su manera, cada uno había añorado esa pequeña localidad. Además, interpretamos esta coincidencia como una señal que tornó innegociable cualquier modificación en la ruta. Ahora bien, todo lo anterior evidencia que el argumento de la película no es en absoluto innovador, pero tampoco pretende serlo. Poco nos importa la originalidad mientras caminamos en ese puerto. Y por ello, mejor regresemos a donde nos quedamos, al segundo en que al grave silbar del viento se suma el chabacano escándalo de una antiquísima moto transitando en el solitario malecón, volvamos al graznido de las gaviotas y a la agitación de las olas, al paneo horizontal de la cámara, que se detiene en la calle 21 y elegantemente gira a medida que la rebasamos. Y entonces reanuda su andar, persiguiéndonos, enfocándonos en diagonal, siempre desde la otra acera. Al fondo de la imagen ya figura, discreto, el océano. Miles de kilómetros atrás quedaron las confusas encrucijadas, frente a nosotros se extiende la gloria del infinito.

Atravesamos el malecón y entramos en la playa. El camarógrafo apresura su paso y se ubica con estabilidad detrás de nosotros, a unos tres metros. A partir de aquí no avanzará más, se limitará a observarnos a medida que nos acercamos al mar, que ruge retándonos a navegarlo. De pronto el cuadro se cubre de arena por una fracción mínima de tiempo cuando un niño con playera pirata de Messi patea de zurda un balón medio ponchado. Sin percatarnos de lo sucedido a nuestras espaldas, le digo a Lucía “Guárdame las letras” antes de continuar abrazados con dirección al agua.

Esto último es un homenaje a la escena final de Subida al cielo, otra road movie de Buñuel. Y al formularlo estoy asumiendo mi destino en la vida real, encarando el riesgo de un excesivo simbolismo, lamentando el hecho de que tal película concluya en San Jeronimito. Porque ahorita, mientras redacto el texto de mi columna quincenal, soy una copia casi exacta de San Jerónimo, del Padre de la Iglesia que las pinturas representan como un escritor solitario, acompañado únicamente por un león. Nada más me falta el león…. y la fe. En la realidad no he sabido de Lucía desde aquel día en que nos reencontramos y esbozamos el viaje. Sospecho que ha vuelto a disiparse. Quizá es un espíritu decidido a invadirme cada cierto tiempo, o un sueño que obliga a ser soñado eternamente. También es posible que haya decidido distanciarse de una vez por todas. De cualquier modo, sólo queda la esperanza de que reaparezca. Y si lo hace, estaré listo, con Progreso en la mira.

Por lo pronto permítaseme fantasear con el cierre de un hipotético filme. Quiero ser víctima de mi propio engaño, visualizar las huellas impresas en el espacio donde la arena está mojada, imaginar nuestros besos y el frío de la corriente de resaca cubriéndonos los tobillos. Quiero bajar mis párpados y sentir en sus labios el sabor simultáneo a sal marítima y a mermelada de mora, escuchar a los pelícanos que sobrevuelan cantándonos improvisadas y tiernas melodías. No me importa ser empalagoso. Si la cotidianidad jamás lo es, la película puede serlo. Así que, por única ocasión: hagamos un final feliz.

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