EL REGRESO DE AL SÁDER (A 8 AÑOS DEL ARRESTO DE SADAM HUSEIN)

13/12/2011 - 12:00 am

La madrugada del 30 de diciembre de 2006, mientras los verdugos proferían reclamos e insultos y colocaban la soga al cuello de Sadam Husein, un número importante entre los 14 presentes en la ejecución gritaron: “¡larga vida a Múqtada al Sáder!”, y luego se unieron en tres obsesivos “¡Múqtada, Múqtada, Múqtada!”

–¿Múqtada al Sáder?–, respondió Sadam desafiante, según las traducciones a los 60 segundos del video de celular que dieron cuenta al mundo de este capítulo. El ex dictador iraquí sonrió con cierta ironía, y luego empezó a decir una oración. Casi de manera instantánea se le vio perder los pies en el piso falso, y la siguiente imagen, tétrica, es el mismo Husein desnucado, con los ojos abiertos, sin vida.

El ex dictador sentenciado a muerte por el asesinato de 148 chiitas en 1982 en Dujail, al norte de Bagdad, seguramente habría pensado y repensado cuáles serían sus palabras póstumas. En los últimos meses se volvió más religioso y leyó el Corán; habrá incluido una oración. Pero es poco probable que por su mente pasara la idea de dedicarle un segundo a Múqtada, como se vio obligado a hacerlo. Múqtada para Sadam, como para Estados Unidos, siempre fue poca cosa. Hasta ahora.

–¡Compórtense como hombres!–, amonestó Sadam con voz ronca a sus verdugos antes de que corearan a Múqtada.

–¡Vete al infierno!–, le respondió el encapuchado que un segundo después le colocó la soga; un anónimo curiosamente vestido de negro como los militantes del Ejército de Madhi, la guerrilla paramilitar que dirige Múqtada al Sáder, el joven de clérigo chiita de unos 33 años por quien nadie daba un dinar, y ahora se ha convertido en la pieza de mayor valor sobre territorio iraquí para aquellos que intentan dominar la vieja Mesopotamia.

“¡Múqtada, Múqtada, Múqtada!”

 

ZAZUT CRECE

Su nombre formal es Hojatoleslam Sayyid Múqtada Al-Sadir.

Aunque en las pocas fotografías que existen de él aparece con los dientes podridos y la piel del rostro descuidada y marchita, realmente es un individuo con uno de los linajes más reconocidos, respetados e ilustres del mundo islámico, que le permite llevar el tocado negro sobre la cabeza. “Hojatoleslam” es su modesto título académico: le da un cargo escolar como de profesor o maestro del Islam. Pero “Sayyid” se refiere a que su linaje viene directamente de Mahoma. La mayoría de los estudiosos coinciden en que pocas familias en el planeta, como los Al Sadr, tienen tan documentada su ascendencia. Vienen directamente de Jafar al Sadiq y Musa al Kahdim, quinto y sexto imames chía respectivamente. Múqtada es, entonces, un personaje cuya línea de sangre respetan no sólo sus seguidores, sino aquél que tenga temor y reconozca las enseñanzas del profeta.

Nacido el 12 de agosto de 1973, es el cuarto hijo del respetado clérigo chiita Gran Ayatola Mohammad Sadeq al-Sadr, e hijo politico de otro Gran Ayatola, Mohammad Baqir As-Sadr. De niño, en Najaf, según algunas biografías, se le conocía como “Mulá Atari” por su afición por los juegos de computadora, y es sabido que fue poco aplicado en la escuela, lo que le ganó el apodo de “zatut”, o niño ignorante.

Como hijo de una familia importante, creció bajo buen resguardo, sin preocupaciones.

Él, como sus hermanos, estaba destinado a heredar una red compleja de mezquitas, escuelas y centros sociales sobre los que giraba la vida de decenas de miles de chiitas en el mundo y el manejo de limosnas y tesoros históricos. Bajo ese manto creció, sin siquiera imaginarse que su destino tendría un fuerte vuelco en su madurez temprana.

El 19 de febrero de 1999, su mundo se puso boca arriba. Tenía 25 años. Su padre iba en un auto con dos de sus hermanos mayores, cuando un grupo de pistoleros los emboscaron y asesinaron en su ciudad, Najaf. El gran Gran Ayatola Al Sadr, opositor del gobierno sunita, había pedido abiertamente reformas y la libertad de presos chiitas. Sadam Husein respondió con plomo.

Según se sabe ahora, Múqtada asumió el dolor con orgullo y responsabilidad. Él mismo encabezó el sepelio en la mezquita de Safi Al Safa. Pero esa noche, Sadam envió a un grupo de pistoleros que se acercaron al joven clérigo para ofrecerle un paquete de billetes de banco. Múqtada los despreció con un gesto.

Desde entonces fue perseguido por la policía política de Sadam. Lo acosaron y le mandaron varios avisos. Cierta vez estuvieron a punto de asesinarle, pero él viajaba bien resguardado por su escolta.

El aprendiz de Ayatola no se dejó intimidar, aunque se mantuvo de bajo perfil, cuidadoso, cauto, desde 1999 hasta el 20 de marzo de 2003 –y vaya que sobrevivió largo tiempo–, cuando las fuerzas de Estados Unidos iniciaron la invasión de Irak, y su vida dio otro gran vuelco.

 

WASHINGTON ESTABA LEJOS

“No hay negociación con ninguna milicia que levante las armas contra Irak y su pueblo”, dijo el entonces primer ministro interino Iyad Allawi, viendo por encima de sus lentes ovalados, con voz amenazante y apuntando con la pluma hacia los reporteros. Era el sábado 9 de agosto de 2004. Coincidentemente, 24 horas antes –el viernes–, el gobierno impuesto por Estados Unidos había reinstaurado la pena de muerte, con dedicatoria para Sadam Husein.

Múqtada al Sadr era prófugo, entonces. Sus leales, agrupados en un desconocido “Ejército de Madhi”, combatían en su bastión de Najaf casa por casa, posición por posición, contra la mayor fuerza militar del planeta: la de Estados Unidos. Aviones y helicópteros soltaban bombas por decenas y cerca de 300 mil civiles habían emprendido una huída tan penosa que Naciones Unidas (ONU) había advertido de una catástrofe humana. Los insurgentes muertos se calculaban por cientos.

Desde su escondite, Múqtada envió un comunicado de prensa: “No hay tregua con el ocupante y aquellos que lo apoyan. Anunciamos que el actual gobierno es ilegítimo e ilegal. Demandamos completa soberanía e independencia mediante elecciones honestas”.
¿Qué? ¿Elecciones honestas? Sí. El clérigo chiita pedía elecciones, es decir, democracia.

¿Qué no era eso lo que Estados Unidos había prometido llevar al pueblo de Irak?

El Ejército de Madhi nació oficialmente el 4 de julio de 2003, en plena invasión estadounidense. Tenía 500 seguidores –seminaristas de escuelas religiosas–, según grupos de inteligencia como el Inter-nacional Crisis Group. Para los días en los que combatía contra los estadounidenses se le calculaba una fuerza de 10 a 20 mil milicianos distribuidos en las ciudades de Najaf, Kufa, Karbala, Diwaniyah, Basra y Kut, y una base de apoyo que superaba los dos millones en varias comunidades, principalmente en Bagdad: el 9 de abril de 2003, poco después de que iniciara la invasión, el mayor distrito de la capital del país, el más pobre y abandonado, antes conocido como “Ciudad Sadam”, había cambiado su nombre por el de “Ciudad Sadr”, en honor al padre de Múqtada. Sus habitantes, cerca de dos millones, ahora creían en que el hijo del Gran Ayatola merecía su lealtad frente al sangriento y poco inteligente ataque de Estados Unidos.

Al Sadr era poco conocido fuera de Irak en 2004… hasta este episodio, hoy convertido en uno de los más duros ejemplos del por qué Estados Unidos pierde la guerra. El clérigo fue simplemente menospreciado, y antes de tenderle la mano, a pesar de que tenían con él ciertos puntos de convergencia, intentaron aplastarlo de manera insensible e irrespetuosa.

Múqtada, como George W. Bush, odiaba a Sadam. Múqtada, como la Casa Blanca, ve con recelo a Irán. Pero Washington estaba muy lejos como para que sus políticos estuvieran enterados –un botón en la amplia muestra– de que desde marzo de 2003 y durante los siguientes meses, cuando las redes de distribución de alimentos y combustible en Bagdad –con cinco millones de habitantes– estaban destruidas, las bases de Múqtada, heredadas de su padre, daban de comer y ofrecían seguridad a cientos de miles de desvalidos en los barrios más pobres no sólo de la capital, sino también de varias ciudades importantes del sur de Irak.

El conflicto entre el Ejército de Madhi y las fuerzas de ocupación empezó a finales de marzo de 2004 por un pequeño incidente que Al Sadr leyó a tiempo y llenó de significado.

De manera despótica y autoritaria, el ejército de Estados Unidos le cerró el periódico Al Hawza por incitar a la violencia. El religioso alegó falta de libertad de expresión y empezó una serie de movilizaciones inicialmente pacíficas en varias ciudades iraquíes, a las que la coalición contestó con bombardeos. El 4 abril, estas manifestaciones se volvieron violentas y empezaron los enfrentamientos armados, al que se sumaron civiles que hasta ese momento habían permanecido neutrales.

El 5 de abril, Paul Bremer, el administrador de Estados Unidos en Irak, llamó a Múqtada fugitivo, y anunció su determinación de aplastarlo. El religioso se escondió en la sagrada mezquita del Imam Ali en Najaf, hasta donde lo siguieron miles de simpatizantes. Los combates duraron cinco semanas con bajas en ambos bandos, hasta que el gobierno provisional optó por negociar y para ello pidió al Gran Ayatola Ali al Sistani su mediación.

Al Sistani, aunque no amigo, sí fue cercano del padre de Múqtada. Conocedor de los riesgos de la tarea, el Gran Ayatola inició un “convoy de la paz” hacia Najaf con gente del pueblo, que llegó hasta la mezquita y “desarmó” al rebelde mientras le servía de escudo humano. Múqtada se apegó a una amnistía de facto y se refugió en su barrio de dos millones de personas: Ciudad Sadr.

Así, el Ejército de Madhi había quedado tablas con el de Estados Unidos. Y Múqtada, cuyo nombre había dado la vuelta al mundo, tenía ahora un salvoconducto para él y para su gente.

Después se supo que antes de que le cerraran el periódico, habían librado una orden de aprehensión contra Múqtada por la muerte del Imam Abdul Majid al-Khoei, aliado de Estados Unidos e impuesto como gobernante en Najaf por encima del clérigo. También con el tiempo se hizo público que si Múqtada no aprovecha la oportunidad que le cayó del cielo para demostrar su poder y ganar adeptos, muy probablemente hoy estaría preso. O muerto, como Sadam Husein.

 

CUENTAS COBRADAS

Múqtada al Sadr ha mantenido desde entonces una relación tirante y belicosa con Estados Unidos y con el gobierno formal. Ha combatido contra ellos, o les ha dado plantones en el terreno político. A pesar de ello, o quizás por esa razón, su poder e influencia se ha multiplicado día con día. Su fuerza política –sí, participó en las elecciones– domina 30 de 275 escaños en el Congreso, y aliado con otros chiitas es la primera minoría. Controla los ministerios de Salud y de Transporte, mezquitas, escuelas, gasolineras, un ejército privado de miles de milicianos y una red de espionaje que ni el Estado iraquí posee, según los reportes de inteligencia. Tiene influencia en los tribunales formales y ejerce salvajemente su propia ley; mantiene una relación de respeto con las otras fuerzas armadas como las Brigadas Badr, y procura no hablar en público de sus diferencias con los rebeldes sunitas –a quienes mantiene a raya con bombas y asesinatos selectivos– o con los peshmerga, milicias kurdas. Es chiita, como la gran mayoría de los iraníes, y no falta quien sostenga que por debajo de la cuerda ha tendido una red de apoyo hasta Teherán, también chiita, algo que él niega insistentemente.

Al Sadr es el principal aliado de Nouri al-Maliki, el primer ministro de Irak. Y si se observa el video de la ejecución de Sadam Husein con ojos de iraquí, los gritos de “¡Múqtada, Múqtada, Múqtada!” pueden hacer pensar que fue él quien llevó al ex dictador a la horca para cobrar sus propias cuentas pendientes, después de usar al Pentágono y miles de millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses.

Los analistas coinciden en que el futuro de Irak carga necesariamente con el nombre del clérigo chiita. Que Estados Unidos cometió graves errores con él, y que ahora parece muy tarde para que pueda hacer algo definitivo: cada golpe contra Múqtada lo ha hecho más fuerte; un manotazo fallido más, y existe el riesgo real de que Irak quede en manos de este radical, más sectario y oscuro que el mismo Sadam Husein.

Protegido por el gobierno iraquí, o, qué va: fortaleza del primer ministro Al-Maliki, y mayoría gobernante en el Congreso, Al Sadr no juega en un solo tablero al mismo tiempo. Controla las calles y los negocios y a una parte del Estado.

Y todavía más importante: es el único líder, formal o clandestino, que ha detenido al ejército de Estados Unidos, y el único también que se para frente a los tanques para escupir una foto de Bush. “La resistencia es legítima en todos los niveles, sea armada, religiosa, intelectual o de otro tipo –dice Al Sadr–. La primera persona que lo admitiría es el así llamado presidente estadounidense Bush, quien una vez afirmó: ‘Si mi país fuera ocupado, yo pelearía’”.

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
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