Más que la espera: de libros y bibliotecas 2

13/12/2015 - 12:00 am

El domingo pasado que charlábamos sobre libros y bibliotecas, se me quedaron en el tintero algunas historias de las que más me conmueven, y me gustaría compartirlas hoy con ustedes.

La primera es una que tuvo lugar en la zona de Medellín, Colombia, con jóvenes que habían pasado por situaciones de violencia. Algunos habían sido víctimas de los militares, otros de la guerrilla, o del narco, muchos habían visto asesinar a sus familias o amigos, o habían asesinado ellos mismos, otros eran drogadictos, habían vivido en las calles. Michéle Petit en el hermoso libro El arte de la lectura en tiempos de crisis cuenta la historia de Paula, una chica de diecinueve años amante de la poesía, que coordinaba uno de los espacios de lectura creados para estos jóvenes a los que, atrozmente, se llama “desechables”. No buscaba crear un referente “terapéutico” sino de placer, abriendo “caminos hacia los territorios inexplorados de la afectividad, de las emociones, de la sensibilidad”. Para ello, día tras día les leía poemas de Pessoa, de Baudelaire, de Lorca. Y día tras día, los rostros de los chicos permanecían inmutables, impávidos. Después de un tiempo el poeta elegido fue César Vallejo, “Los heraldos negros”. Paula comenzó a leer: “Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé…”. Alguien levantó la mano. Quiso hablar de sus propios golpes en la vida. De a poco se sumaron los demás con sus propios relatos. La palabra les fue permitiendo atravesar la tristeza, atravesar el dolor.

La poesía dicha en voz alta, convoca el ritual de la escucha compartida formando así comunidad. Y me detengo un momento sólo para subrayar la importancia del verbo escuchar; la importancia de la escucha cuando hablamos de literatura y comunidad. A veces parecemos olvidarlo.

Desde el principio de los tiempos tenemos necesidad de vincularnos a los otros. De sentir que todos juntos podemos ser más fuertes que el horror y la violencia. Es como si las palabras compartidas nos permitieran recuperar aquella primera función de los arrullos, aquella que buscaba transmitirnos tranquilidad; “todo va a estar bien”, parecía decir nuestra madre al cantarnos. Dicen que el sentido de los primeros versos o poemas que se le dicen a un niño es precisamente ése: tranquilizarlo, darle paz, por eso es menos importante el significado que el ritmo.

El ritmo que acompaña el aprendizaje en los más pequeños, es fundamental también en jóvenes que han atravesado zonas de profunda oscuridad. Así, plantea Beatriz Helena Robledo, “La poesía en la infancia es mucho más que un juego con el lenguaje. Es ante todo ritmo, ritmo que sostiene, que protege del vacío, que no permite la sensación de vértigo, porque cuando nos entregamos al ritmo, éste nos acoge: lentamente unas veces, de manera rápida o cadenciosa otras, devolviéndonos el ritmo original y binario del corazón: sístole, diástole.”

Los ejemplos de la creación de lazos sociales, comunitarios, a través de la palabra poética son muchos. En México, hemos visto atestado el Palacio de Bellas Artes o el Centro Cultural Universitario de la UNAM para escuchar a Jaime Sabines o a Juan Gelman. Sabemos de los poemas que los presos se pasaban en las cárceles argentinas o chilenas en plena dictadura. Sabemos de los recluidos en campos de concentración que se recitaban a sí mismos fragmentos enteros de obras literarias, simplemente para comprobar que seguían siendo seres humanos. La poesía como construcción de identidad, de comunidad, de solidaridad.

Quizás sean los chicos que se juntan a hacer rap y hip hop en las calles, o los que buscan espacios colectivos donde leer o escuchar poesía, los que mejor puedan responder hoy a aquella pregunta de Hölderlin: “Para qué poetas en tiempos de penurias”.

Otra historia de ésas que tanto me conmueven: el 26 de agosto de 1992, en plena guerra, se dio la orden de disparar balas de fósforo contra la biblioteca de Sarajevo. Esto provocó un inmenso incendio que tardó dos días en ser apagado. El edificio no tení­a valor estratégico ni importancia militar, pero constituía el gran sí­mbolo de identidad de un pueblo; poseía unos dos millones de libros y miles de documentos y manuscritos de gran valor, conservados a lo largo de siglos tanto por musulmanes como por serbios ortodoxos, croatas católicos y judí­os.

Allí, entre los muros devastados, se instaló Vedran Smailovic, violonchelista de la filarmónica de Sarajevo. Había visto cómo 22 personas morían bajo las bombas mientras hacían cola pacíficamente en una panadería. En homenaje a ellas decidió tocar durante 22 días el Adagio de Albinoni entre los escombros.

Luces de chelo. Foto: Licencia pública
Luces de chelo. Foto: Licencia pública

O esta noticia que salió apenas en octubre sobre la forma en que los jóvenes sirios construyeron una biblioteca subterránea para salvar miles de libros de las bombas. Dice Abu Malek, la joven que inició el proyecto:

“Tuvimos la idea de recuperar los libros que estaban bajo los escombros de casas demolidas. Nos preocupamos de anotar en qué casas habían sido encontrados, para luego contactar a sus dueños y devolvérselos una vez terminada la guerra. También recogimos libros que no se han quemado en las bibliotecas y librerías de la ciudad. Es una manera de salvar nuestro patrimonio cultural”

La contraparte de este horror es la vida que pueden tener las bibliotecas. ¿Cuántas de nuestras bibliotecas salen de sus propios muros? ¿Cuántas participan como el chelista de Sarajevo en abrir las historias, o como Abu Malek en protegerlas?

Y cuando hablo de biblioteca estoy hablando de un espacio (real, virtual o puramente simbólico) en el que los libros circulan, se trate de la maravillosa biblioteca de Berlín en la película de Wim Wenders o de los “libro-burros” que caminan por la sierra colombiana.

Hablamos de Sarajevo, de Siria, de Colombia, pero es tiempo de preguntarnos qué hacemos, qué haremos ante nuestra propia realidad, desde nuestros espacios de amor a los libros y a la palabra literaria, pero también desde nuestra certeza de que la lectura es un ejercicio de libertad, de independencia, y de ciudadanía. Cómo defenderemos desde allí el derecho a sueños y utopías, como lo quería Paulo Freire. Recuperemos los versos de Juarroz que pusimos como epígrafe de estas líneas:

Pero, sobre todo, la biblioteca es una espera / Que va más allá de la letra, / Más allá del abismo. / La espera concentrada de acabar con la espera, / De ser más que la espera, / De ser más que los libros, / De ser más que la muerte.

Seguramente la violencia y el horror no cesarán; las ruinas de la historia no desaparecerán, pero cobrarán un sentido que no será sólo el de la herida, sino el de la posibilidad de aprender a crecer y a descubrir con los otros. Los deseos y realidades que nacen en nuestras bibliotecas, en los libros, en las historias y poemas, tal vez no sean sino el intento de ser más que la muerte, y entonar, a pesar de todo y como respuesta a ese viejo y perdido Homero del que hablamos al comienzo, una epopeya de paz.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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