LECTURAS | El estafador, de John Grisham

14/01/2017 - 12:03 am

Un abogado condenado a 10 años de cárcel dice saber quién asesinó al juez Fawcett y por qué, y exige su libertad a cambio de su información. “John Grisham es excepcionalmente bueno en lo que hace. Hoy en día nadie lo supera… Sus libros son inteligentes, imaginativos y divertidos, poblados de gente compleja e interesante, escritos por un hombre que se guía no sólo por el deseo de entretener, sino también por su profunda indignación frente a la avaricia y la corrupción humanas”, ha escrito The Washington Post.

Ciudad de México, 14 de enero (SinEmbargo).- Puesto que los jueces federales se enfrentan a menudo a criminales violentos y a organizaciones corruptas sin ningún escrúpulo, es sorprendente que hasta ahora sólo cuatro de ellos hayan sido asesinados. El juez Raymond Fawcett es el número cinco. Pero, ¿qué tiene que ver Malcolm Bannister con el asesinato del juez?

Sobre el papel, Bannister no es más que un exabogado acusado de una estafa que reside en el Centro Penitenciario Federal de Frostburg, Maryland. Su situación no pinta nada bien, pero guarda un as bajo la manga: sabe quién es el asesino del juez Fawcett y también sabe el porqué de su fatal destino.
El cadáver del juez fue hallado en su cabaña a la orilla de un lago. La entrada no había sido forzada. Lo único que encontraron fueron dos cuerpos sin vida: el del juez y el de su joven secretaria. Y otra cosa: una caja fuerte grande, elmodelo más moderno y más seguro, abierto y vacío. Y ¿qué había en la caja fuerte? Al FBI le encantaría saberlo, y a Malcolm Bannister, contarlo. Pero todo tiene su precio, sobre todo una información tan valiosa como ésta, y el estafador no tiene un pelo de tonto.

Una historia que seguro será película. Foto: Especial
Una historia que seguro será película. Foto: Especial

Por cortesía de Plaza & Janés, compartimos el primer capítulo de la novela.

Soy abogado, y estoy en la cárcel. Es largo de contar. Tengo cuarenta y tres años y he cumplido cinco de los diez a los que me condenó un juez federal mojigato y pusilánime de Washington. He agotado todos los recursos que podía presentar. Ya no tengo ni un solo procedimiento, mecanismo, artículo recóndito, tecnicismo, laguna jurídica o avemaría en mi arsenal. No me queda nada. Con mis conocimientos legales podría hacer como otros presos, inundar los tribunales con mociones y escritos sin valor u otras instancias basura, pero no serviría de nada. Soy una causa perdida. La verdad es que no tengo ninguna esperanza de salir antes de cumplir la condena, salvo alguna que otra triste semana al final recortada por buena conducta (y la mía ha sido ejemplar). No debería llamarme abogado, porque técnicamente no lo soy. Poco después del veredicto intervino el Tribunal Supremo de Virginia y me prohibió seguir ejerciendo. Está muy claro, negro sobre blanco: condena por delito grave igual a inhabilitación. Me retiraron la licencia y en el registro de abogados de Virginia quedaron consignados, como era de recibo, mis problemas disciplinarios. Aquel mes fuimos tres los expulsados, más o menos lo habitual. Aun así, en mi pequeño mundo soy lo que se llama «abogado de cárcel», y como tal dedico varias horas diarias a ayudar a los reclusos con sus problemas legales. Estudio los recursos, presento instancias, redacto testamentos simples y de vez en cuando me ocupo de alguna escritura de tierras. También reviso contratos para los que cumplen penas por delitos económicos.

Si he demandado al gobierno ha sido siempre por motivos legítimos, nunca sin fundamentos. También hay muchos divorcios. A los dieciocho meses y seis días de entrar en la cárcel recibí un sobre abultado. Para los presos el correo es como agua de mayo, pero de este habría podido prescindir. Era de un bufete de Fairfax, Virginia, en representación de mi mujer que, sorprendentemente, me pedía el divorcio. De apoyarme de forma incondicional y estar preparada para una larga espera, Dionne pasó en cuestión de semanas a convertirse en víctima y querer huir a toda costa.

Los documentos los leí en estado de shock, sin poder tenerme en pie, con la vista nublada, hasta que tuve miedo de llorar y me refugié en la intimidad de mi celda. En prisión se llora mucho, pero siempre en solitario. Cuando me fui de casa, Bo tenía seis años. Era hijo único, aun que pensábamos tener alguno más. El cálculo es fácil. Debo de haberlo hecho un millón de veces: cuando salga de la cárcel, Bo tendrá dieciséis años y estará en plena adolescencia. Me habré perdido diez de los años más valiosos que pueden compartir un padre y un hijo. Hasta los doce, más o menos, los niños adoran a sus padres. Están convencidos de que no hacen nada mal. Le enseñé a jugar al béisbol y al fútbol. Me seguía a todas partes como un perro faldero. Íbamos juntos a pescar y de acampada. Algunos sábados por la mañana venía al despacho para desayunar conmigo, de hombre a hombre. Era todo mi mundo, y fue desolador, para mí y para él, tener que explicarle que me ausentaría durante mucho tiempo.

Después de entrar en la cárcel no quise que me visitara. Por muchas ganas que tuviera de abrazarlo, no podía soportar la idea de que un niño tan pequeño viera a su padre entre rejas. Desde la cárcel, sin perspectivas de salir a corto plazo, es casi imposible defenderse en un divorcio. En dieciocho meses el gobierno federal se había comido todos nuestros ahorros, ya escasos de por sí. Solo nos quedaba nuestro hijo, y nuestro compromiso mutuo. El niño fue una roca; el compromiso, en cambio, se resquebrajó. Dionne me hizo promesas muy bonitas de que perseveraría, de que nunca aflojaría, pero al final se impuso la realidad. En el pueblo se sentía sola, aislada. «La gente murmura al verme», me escribió en una de sus primeras cartas. «Estoy tan sola…», se lamentaba en otra. Los envíos no tardaron mucho en disminuir tanto en longitud como en frecuencia. Al igual que las visitas. Dionne creció en Filadelfia y nunca se acostumbró a vivir en el campo. Cuando un tío suyo le ofreció trabajo, de pronto tuvo mucha prisa por volver a su ciudad de origen. Hace dos años se casó de nuevo, así que a sus once años Bo tiene un nuevo entrenador. Las últimas veinte cartas a mi hijo han quedado sin respuesta. Estoy seguro de que ni siquiera se las han dado. Muchas veces me pregunto si volveré a verle. Creo que sí, que haré el esfuerzo, pero tengo mis dudas. ¿Qué le dices a un hijo a quien quieres más que a nada en el mundo, pero que no te reconocerá? Ya no conviviremos como un padre y un hijo normales. ¿Sería justo para Bo que su padre reapareciese después de tantos años, insistiendo en formar parte de su vida? Si algo me sobra es tiempo para pensar en esas cosas. Soy el recluso número 44861-127 del Centro Penitenciario Federal cercano a Frostburg, Maryland. Estos «centros» son instalaciones de baja seguridad adonde nos envían cuando consideran que no somos violentos, siempre que nuestra condena sea igual o inferior a diez años. Por motivos que nadie me ha aclarado, pasé los primeros veintidós meses de cárcel en un antro de seguridad media, cerca de Louisville, Kentucky. Es lo que en la inagotable sopa de siglas de la jerga burocrática se llama una ICF (Institución Correccional Federal), y se parecía muy poco al centro de Frostburg. Las ICF son para presos violentos con más de diez años de condena. La vida allí es mucho más dura, aunque yo sobreviví sin ninguna agresión física. En eso me ayudó muchísimo haber sido marine.

En el mundo de las cárceles, los centros penitenciarios son hoteles de lujo. No hay muros, vallas, alambradas ni torres de vigilancia, y los vigilantes armados constituyen una minoría. El de Frostburg es relativamente nuevo, con mejores instalaciones que la mayoría de los institutos de enseñanza. ¿Cómo no si en Estados Unidos nos gastamos cuarenta mil dólares al año por cada preso, y ocho mil en educar a un alumno de primaria? Aquí hay orientadores, gerentes, trabajadores sociales, enfermeros, secretarios, todo tipo de ayudantes y decenas de burócratas que tendrían dificultades para explicar a qué dedican sus ocho horas diarias. Por algo es el gobierno federal. El aparcamiento de empleados contiguo a la entrada principal está lleno de coches y camionetas de gama alta.

Aquí en Frostburg hay seiscientos reclusos, que salvo unas pocas excepciones se caracterizan por su buena conducta. Los que tienen un pasado violento ya han escarmentado, y saben valorar el civilizado entorno en el que viven. Los que se han pasado toda la vida en la cárcel han encontrado finalmente el mejor lugar posible. Muchos de estos veteranos no se quieren ir; están completamente asimilados, y no sabrían vivir en libertad. Cama caliente, tres comidas al día, asistencia sanitaria… ¿Te lo pueden ofrecer las calles? No estoy insinuando que sea un lugar agradable, porque no lo es. Hay muchos hombres como yo que ni en sueños habían imaginado caer tan bajo; profesionales o empresarios, con su patrimonio, sus familias bien avenidas y su carnet de club de campo. En mi grupo de amigos blancos está Carl, un optometrista que retocaba demasiado sus facturas a la seguridad social, y Kermit, que especulaba con terrenos y los daba en garantía a varios bancos a la vez; también Wesley, un antiguo senador de Pennsylvania que aceptó un soborno, y Mark, un asesor hipotecario que abarataba costes. Carl, Kermit, Wesley y Mark: todos blancos, con un promedio de edad de cincuenta y un años. Todos culpables, según su propia confesión. Y yo, Malcolm Bannister, negro, de cuarenta y tres años, condenado por un delito que no cometí. Da la casualidad de que hoy por hoy soy el único negro de Frostburg que cumple condena por delitos económicos. Todo un honor.

Entre mis amistades negras el perfil no está tan claro. La mayoría son chavales de Washington y Baltimore empapelados por algún delito de drogas, que cuando accedan a la libertad condicional volverán a la calle y tendrán un 20 por ciento de posibilidades de evitar una nueva condena. Sin educación, ni cualificación, pero con antecedentes, ¿cómo van a prosperar? La verdad es que en los centros penitenciarios federales no hay pandillas ni violencia. Como te pelees con alguien, o le amenaces, te sa can ipso facto para mandarte a un lugar mucho peor. Sí hay discusiones, muchas, principalmente por la tele, pero aún no he sido testigo de un solo puñetazo. Algunos presos han estado en cárceles estatales, y lo que cuentan es espeluznante. Nadie quiere cambiar esto por ningún otro sitio. Por eso nos portamos tan bien, mientras vamos contando los días que nos faltan.

Para quien cumple pena por delitos económicos, el castigo es verse humillado y perder su condición social y su nivel de vida. Para los negros, el centro es menos peligroso que donde vivían antes y que donde vivirán después. En su caso el castigo es otra muesca en su expediente penal, otro paso hacia la categoría de delincuente profesional. Por eso me siento más blanco que negro. Aquí en Frostburg hay otros dos antiguos abogados. Ron Napoli se dedicó durante muchos años al derecho penal en Filadelfia, y era todo un personaje hasta que le destruyó la cocaína. Especializado en asuntos de drogas, representó a muchos de los grandes narcotraficantes de la costa atlántica central, de New Jersey a las dos Carolinas. Prefería cobrar en efectivo y coca, y al final lo perdió todo. El Servicio de Impuestos le acusó de evasión fiscal, y va por la mitad de una condena de nueve años. No está pasando por un buen momento: se le ve deprimido, y no hay manera de que haga ejercicio ni procure cuidarse. Cada vez está más torpe, lento, cascarrabias y enfermo. Antes nos cautivaba con anécdotas sobre su clientela y las aventuras de esta en el narcotráfico, pero últimamente lo único que hace es quedarse en el patio quejándose y comiendo bolsas y bolsas de Fritos con cara de perplejidad. El dinero que le envían se lo gasta casi todo en comida basura.

El tercer ex abogado es un tiburón de Washington que se llama Amos Kapp e hizo carrera durante mucho tiempo manejando información privilegiada y moviéndose en los entresijos de la ley, siempre al borde de todos los grandes escándalos políticos. Kapp fue juzgado y condenado al mismo tiempo que yo, y fue el mismo juez el que nos sentenció a diez años. Los acusados eran ocho: siete de Washington y yo. Kapp siempre ha sido culpable de algo. Obviamente al jurado se lo pareció. Ya entonces, sin embargo, él sabía —y sigue sabiendo— que yo no tuve nada que ver con la conspiración. Sin embargo, fue demasiado cobarde y corrupto para hablar. En Frostburg está rigurosamente prohibida la violencia, pero si me dejaran cinco minutos a solas con Amos Kapp seguro que aparecería con el cuello roto. Él lo sabe, y sospecho que hace tiempo que se lo dijo al director, porque le tienen en el ala oeste, lo más lejos posible de mi módulo.

Yo soy el único de los tres abogados dispuesto a ayudar al resto de los presos en problemas de índole jurídica. Disfruto. Es un reto que me mantiene ocupado. También es una manera de que no se oxiden mis conocimientos, aunque dudo que me espere un gran futuro dentro de la abogacía. La verdad es que es un mundo en el que nunca gané mucho dinero. Era abogado de pueblo, negro, por añadidura, con pocos clientes que pagasen bien. Braddock Street estaba repleta de colegas que se disputaban a la misma clientela, en un ambiente de competición feroz. No sé qué haré cuando se acabe esto, pero no veo claro que regrese a mi antigua profesión. Seré un hombre de cuarenta y ocho años, soltero y espero que con buena salud. Cinco años es una eternidad. Cada día salgo solo a dar un largo paseo por un camino de tierra que bordea el centro; es un recorrido de jogging que sigue el perímetro, o la «línea», como lo llaman: cruzarla se considera una fuga. Pese a la cárcel, el paisaje es bonito y las vistas, espectaculares. Mientras camino y contemplo el fondo de colinas, me resisto al impulso de saltar al otro lado de la línea. No hay vallas que me lo impidan, ni vigilantes que griten mi nombre. Podría desaparecer en estos bosques tan frondosos, y no dar señales de vida nunca más. Ojalá hubiera un muro, uno de ladrillo de tres metros de altura, con rollos de alambrada, que me impidiese mirar las montañas y soñar con la libertad. ¡Que es una cárcel, señores! No podemos irnos, ¿verdad? Pues levantad un muro y dejad de tentarnos. La tentación siempre está ahí y, aunque yo me resista, no miento si digo que se hace más fuerte cada día.

Frostburg queda a pocos kilómetros al oeste de Cumberland, Maryland, en una estrecha franja dominada y empequeñecida al norte por Pennsylvania y al oeste por Virginia Occidental. En el mapa se ve con claridad que esta parte desterrada del estado nació de un error de reconocimiento, y que no debería formar parte de Maryland. Lo que no está tan claro es a qué estado debería pertenecer. En la biblioteca, mi lugar de trabajo, hay un gran mapa de Estados Unidos colgado en la pared, justo sobre mi pequeño escritorio. Me lo quedo mirando demasiado tiempo mientras sueño despierto y me pregunto cómo he acabado siendo un preso federal en lo más remoto del oeste de Maryland. A cien kilómetros al sur está Winchester, Virginia, una localidad de veinticinco mil habitantes donde nací, pasé mi infancia, estudié y trabajé hasta la «caída». Me han dicho que sigue más o menos igual que cuando me fui. El bufete Copeland & Reed continúa funcionando en el mismo local donde había estado mi oficina. Da directamente a Braddock Street, en la parte vieja, justo al lado de un restaurante. Antes se anunciaba como Copeland, Reed & Bannister, con letras negras pintadas sobre el cristal, y era el único despacho de abogados de raza exclusivamente negra en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Me han dicho que a los señores Copeland y Reed les va bien; no es que prosperen, ni que se hagan ricos, pero tienen suficiente trabajo para pagar el sueldo de sus dos secretarias y el alquiler. Cuando yo era socio del bufete no llegábamos a mucho más. Subsistíamos sin pena ni gloria. En la época de la Caída yo me estaba cuestionando seriamente mi futuro en una población tan pequeña. Me han dicho que ni Copeland ni Reed quieren hablar de mí o de mis problemas. A ellos también estuvieron a punto de juzgarles, y su reputación quedó manchada. El fiscal que me acusó iba a perdigonada pura contra cualquier persona que pudiera tener algo que ver con su magna conspiración, y estuvo a punto de cargarse a todo el bufete.

Mi delito fue equivocarme de cliente. Ninguno de mis dos antiguos socios ha cometido un delito en toda su vida. Lamento lo ocurrido de muchísimas maneras, pero hay algo que aún me quita el sueño y es el desprestigio que han tenido que sufrir. Ambos están cerca de los setenta, y en su juventud, como abogados, no solo tuvieron que luchar por mantener a flote un bufete de pueblo sino que participaron en algunas de las últimas batallas raciales. A veces el juez hacía como si no existiesen durante la vista, y dictaminaba en contra de ellos sin ningún fundamento jurídico. Muchos compañeros de profesión les dispensaban un trato grosero y antiprofesional. El colegio de abogados del condado no les invitó a inscribirse. Algunos secretarios judiciales extraviaban sus demandas, y los jurados blancos no les otorgaban ninguna credibilidad. Lo peor de todo, sin embargo, era la falta de clientes interesados por sus servicios. Me refiero a clientes negros. En los años setenta los blancos no contrataban bufetes de negros, al menos en el sur. Eso no ha cambiado mucho. Pero a lo que iba: cuando Copeland & Reed daba sus primeros pasos estuvo a punto de irse a pique porque los negros pensaban que los abogados blancos eran mejores. La situación se revirtió a base de trabajo y profesionalismo, pero fue un proceso lento.

Winchester no fue mi primera elección para desempeñar mi oficio. Cursé mis estudios de Derecho en la Universidad George Mason, en la parte de Virginia del Norte donde se extiende el área urbana de la ciudad de Washington. Durante el verano del segundo curso tuve la suerte de conseguir una pasan tía en un bufete enorme en Pennsylvania Avennue, cerca del Capitolio. Era uno de esos despachos con miles de abogados, sucursales en el mundo entero, antiguos senadores en el membrete, clientela selecta y un ritmo frenético que me encantaba. El mejor momento fue cuando serví de recadero en el juicio a un ex congresista (nuestro cliente) acusado de conspirar con su hermano, delincuente convicto, para cobrar sobornos a cambio de servicios para el gobierno. Fue un auténtico circo, y me entusiasmó estar tan cerca de la pista central. Once años después entré en la misma sala de los juzgados E. Barrett Prettyman, en el centro de Washington, siendo yo el procesado. Aquel verano éramos diecisiete pasantes. Los otros dieciséis, todos de las diez mejores facultades del país, recibieron ofertas de trabajo. Yo, al haberlo apostado todo al mismo número, dediqué mi tercer año de Derecho a ir por Washington llamando a puertas, sin que se me abriera ninguna.

Seguro que las calles de Washington se las patean a cualquier hora miles de abogados desempleados. Es fácil hundirse en la desesperación. A partir de un momento amplié mi búsqueda al extrarradio, donde hay bufetes mucho más pequeños, y aún menos trabajo, si cabe. Al final volví a casa, derrotado. No se habían cumplido mis sueños de gloria en la cumbre. Los señores Copeland y Reed no andaban sobrados, y difícilmente podrían haberse permitido un nuevo socio, pero les di lástima y me despejaron una habitación del piso de arriba que servía de almacén. Ahí trabajé con todo mi empeño, aunque a menudo las horas se me hacían largas con tan pocos clientes. Por lo demás nos llevábamos muy bien, tanto que después de cinco años tuvieron la generosidad de incorporar mi nombre al del bufete. Lo cual no comportó un gran aumento en mis ingresos.

Me dolió ver arrastrados sus nombres por el barro durante mi proceso. Era tan absurdo… Cuando el agente del FBI que estaba al frente del equipo me tenía contra las cuerdas, me dijo que si no me declaraba culpable y colaboraba con la fiscalía se presentarían cargos contra los señores Copeland y Reed. Yo, pensando (sin poder estar seguro) que era un farol, le dije que se fuera a la mierda. Por suerte era un farol. Les he escrito cartas de disculpa, largas cartas lacrimógenas a las que nunca han respondido. También les he pedido que vengan a verme para hablar cara a cara, pero tampoco han respondido a mi petición.

Aquí, a cien kilómetros de mi lugar de nacimiento, tengo un solo visitante habitual. Mi padre, Henry, fue uno de los primeros policías negros al servicio de la mancomunidad de Virginia. Durante los treinta años que pasó patrullando por Winchester y sus alrededores nunca dejó de disfrutar. Le gustaba el trabajo en sí, la sensación de autoridad y de reconocimiento, el poder de hacer cumplir la ley y la ayuda compasiva a los necesitados. Le encantaba el uniforme, el coche patrulla… todo menos la pistola que llevaba en la cintura; arma que se vio obligado a desenfundar algunas veces, pero que jamás disparó. Aunque daba por sentado que los blancos darían rienda suelta a su rencor, y que los negros buscarían manga ancha, él estaba decidido a mostrar la más absoluta equidad. Era un policía duro, que no veía medias tintas en la ley: cualquier acto que no fuera legal tenía que ser ilegal, sin margen de maniobra ni tiempo para tecnicismos.

Desde el momento de la acusación mi padre me creyó culpable de algo. Nada de presunciones de inocencia. Ni caso a mis protestas, a mis diatribas. Como hombre orgulloso de su trayectoria, su cerebro había sufrido el lavado de una vida entera en persecución de quienes infringían la ley; y si los federales, que tantos recursos tenían y tanto sabían, me consideraban digno de cien páginas de acusaciones, la razón la tenían ellos, no yo. No dudo de que se compadeciese, ni de que rezase por verme salir del embrollo en que me había metido, pero le costaba mucho transmitírmelo. Para él era una humillación, y no me lo escondió. ¿Cómo era posible que su hijo abogado se hubiera juntado con semejante pandilla de sinvergüenzas?

Yo me he hecho mil veces la misma pregunta, pero no existe una buena respuesta. Henry Bannister acabó la secundaria de milagro, y a los diecinueve años, después de algún que otro pequeño escarceo con la delincuencia, ingresó en la Marina, que en poco tiempo hizo de él un hombre: un soldado que anhelaba disciplina y se enorgullecía sobremanera de su uniforme. Estuvo tres veces en Vietnam, donde recibió disparos y quemaduras y estuvo un tiempo prisionero. Sus medallas están en la pared de su estudio, en la casita donde pasé mi infancia y donde ahora vive solo. A mi madre la mató un conductor borracho dos años antes de que me juzgaran.

Henry viaja a Frostburg una vez al mes para una visita de una hora. Está jubilado y tiene poco que hacer. Si quisiera podría visitarme cada semana, pero no lo hace. Cuántas vueltas dan las condenas largas, y qué crueles son… Una de ellas es la sensación de que el mundo, y tus seres queridos, a los que tanto necesitas, lentamente se van olvidando de ti. El correo, que en los primeros meses llegaba en grandes fajos, se fue adelgazando hasta quedar en una o dos cartas por semana. Los amigos y parientes que tanto anhelaban visitarte no aparecen en mucho tiempo. Mi hermano mayor, Marcus, viene dos veces al año para ponerme al día de sus contratiempos. Así se entretiene durante una hora. Tiene tres hijos adolescentes, en diversas fases de delincuencia juvenil, y una mujer que no está bien de la cabeza.

Según como se vea, supongo que no tengo problemas… Aunque la vida de Marcus sea tan caótica, me gustan sus visitas. Siempre ha imitado a Richard Pryor, y tiene gracia en todo lo que dice. Nos pasamos la hora entera riendo, mientras despotrica de sus hijos. Mi hermana pequeña, Ruby, vive en la costa Oeste y la veo una vez al año. Muy cumplidora, me escribe sin falta cada semana y guardo sus cartas como oro en paño. Tengo un primo lejano que estuvo siete años en la cárcel por robo a mano armada (fui su abogado) y que viene a verme cada seis meses porque yo también lo hacía cuando él estaba preso. Después de tres años aquí, puedo pasar semanas sin ninguna visita, salvo la de mi padre. La Dirección de Prisiones procura situar a los reclusos en un radio de unos ochocientos kilómetros respecto a su anterior residencia. Yo tengo suerte de que Winchester quede tan cerca, pero es como si estuviera a dos mil kilómetros. Entre mis amigos de la infancia hay más de uno que nunca se ha acercado, o de quien no he tenido noticias en dos años. La mayoría de los abogados con quienes tuve amistad están demasiado ocupados. Mi mejor amigo de la facultad de Derecho me escribe cada dos meses, pero nunca encuentra tiempo para venir. Vive en Washington, a doscientos cincuenta kilómetros al este, y asegura trabajar siete días por semana en un bufete grande. Mi colega más íntimo de los marines vive en Pittsburgh, a dos horas en coche, pero en Frostburg ha estado exactamente en una ocasión. Pues nada, habrá que agradecerle a mi padre el esfuerzo.

La escena es la de siempre: Henry está sentado en la pequeña sala de visitas con una bolsa de papel marrón sobre la mesa (cookies o brownies de mi tía Racine, su hermana). Nos damos la mano, pero no un abrazo; Henry Bannister no ha abrazado nunca a otra persona de su mismo sexo. Me mira de arriba abajo para cerciorarse de que no haya engordado, y como de costumbre pregunta por mi rutina diaria. Él no ha ganado ni un kilo en cuarenta años, y aún le cabe su uniforme de marine. Está convencido de que comiendo menos se vive más, y teme morir joven. Tanto su padre como su abuelo estiraron la pata poco antes de cumplir los sesenta. Él camina ocho kilómetros al día, y considera que yo debería hacer lo mismo. Ya me he resignado a que siempre me diga cómo tengo que vivir, dentro o fuera de la cárcel. Da unos golpecitos en la bolsa marrón. —Esto te lo manda Racine —dice. —Dale las gracias, por favor —contesto. Si tan preocupado está por mi figura, ¿por qué me trae una bolsa de dulces ricos en grasa cada vez que viene a verme? Me comeré dos o tres, y el resto los regalaré. —¿Has hablado últimamente con Marcus? —pregunta. —No, desde hace un mes. ¿Por qué? —La cosa está que arde. Delmon ha dejado embarazada a una chica. Él tiene quince años y ella catorce. Frunce el ceño y sacude la cabeza. A los diez años Delmon ya era reincidente, y la familia siempre ha supuesto que va a consagrar su vida a la delincuencia. —Tu primer bisnieto —digo intentando ser gracioso. —¡No veas, qué orgullo! Una blanca de catorce preñada por un imbécil de quince que por casualidades de la vida se apellida Bannister…

¿Quién es John Grisham? (Jonesboro, Arkansas, 1955) se dedicó a la abogacía antes de convertirse en un escritor de éxito mundial. Desde que publicó su primera novela en 1988, ha escrito casi una por año. Todas, sin excepción, han sido bestsellers y muchas se han convertido en excelentes guiones cinematográficos. Aparte de las novelas, es también autor de los relatos reunidos bajo el título Siete vidas, de un libro de no ficción, El proyecto Williamson: una historia real, así como de una serie de novelas juveniles sobre el joven abogado y detective Theodore Boone. John Grisham es directivo del Innocence Project en Nueva York y Mississippi, una organización dedicada a la reforma penal y a la exoneración, a través de pruebas de ADN, de individuos inocentes condenados por asesinato. Vive con su esposa y sus dos hijos entre Virginia y Mississippi.

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