CHACALAPA: EN BUSCA DE LOS “VIEJOS” SONEROS

14/06/2013 - 12:00 am

Chacalapa, al sur de Veracruz, tiene apenas 2 mil habitantes, la mayoría dedicados a la ganadería, el comercio local y el cultivo de maíz. Pero es también la cuna del son, ahí donde el fandango nunca termina.

soneros_int1eChacalapa, Veracruz, 14 de junio (SinEmbargo).– Hay personas que se preguntan por el sentido de la vida, sin más. Otros buscan constantemente una respuesta y no descansan hasta encontrarla. Rodolfo García Montiel se encontraba entre los segundos.

Sin filosofía ni zahorí que lo guiara, Rodolfo exploró entre los recovecos del alma y los mapas de México. Compró una carreta y un par de burros para recorrer el país, como hacían los gitanos, dice él, con una guitarra al hombro y unas monedas en el bolsillo. Atravesó veredas y montes por la Mixteca, aunque siempre acabara, inevitablemente, en una carretera llena de vehículos. México ya no estaba para burros, pensó. “Tampoco mi vida”.

Una antropóloga le habló en ese tiempo de un pequeño pueblo al sur de Veracruz. “Ve a Chacalapa”, le dijo. “Allí se encuentran los mejores soneros del país”. Rodolfo ya había dado sus primeros pasos en el oficio de la laudería, después de un viaje a Tlacotalpan donde encontró señales inequívocas entre jaranas y requintos. Hizo la maleta y se aventuró a aquella comunidad de tierra caliente donde el tiempo nunca se contó por horas, sino por estaciones de sol y lluvia.

Allí aprendió que en la región hubo esclavos africanos, que los colonizadores les prohibieron las percusiones, y que ellos respondieron construyendo instrumentos de cuerda para recrear el ‘tam-tam’ de la etnia bantú. Las comunidades empezaron a musicalizar los ritmos africanos, indígenas y andaluces, influenciados a su vez por la música árabe y gitana de la época. De aquel mestizaje nació el son jarocho y lugares como Chacalapa, donde Rodolfo acudió para tocar las puertas de los viejos soneros. Esto fue, en parte, lo que encontró…

Rodolfo

EL “TÍO CUBI”

Don Cutberto Morales camina lento, con botas rancheras y la camisa abierta sobre un considerable abdomen. La mitad de su rostro está oculto bajo el contorno de un sombrero; en la otra mitad sobresale un bigote cano y tupido como el arco de un puente nevado. “Era bonito amanecer en la calle con la jarana… Sí, ya le digo, a traguito a traguito con el tequila”.

El “Tío Cubi” es campesino por herencia y jaranero de pura sangre. Tiene 76 años, aunque conserva el recuerdo cristalino de su padre tocando la jarana sobre el patio de su infancia. El son jarocho estaba reservado para manos veteranas; los jóvenes se limitaban entonces a observar y a tocar en la noche, “para no olvidar las pisadas”.

La “Negra” Graciana lo recordó alguna vez, cuando un ciego llamado Rodrigo llegó hasta Medellín de Bravo para enseñar el arpa al hermano de Graciana, Pino silva, a cambio sólo de un lechón. La “Negra” observaba cada nota desde los recodos de su hogar, años antes de poner rumbo a los bares del Puerto de Veracruz y consagrarse como una de las mejores arpistas del son jarocho.

El “Tío Cubi” dice que eran tiempos difíciles. Su padre le mandaba recados mientras escupía en el suelo: “cuidado no te demores”, le decía. Si al llegar del mandado la saliva estaba seca, “aquí esperaba padre con una vara en la mano”. Luego llegaría el alivio del fandango y el intercambio de sombreros para cortejar a las mujeres. A don Cutberto le gustaba “parrandear”, y la única parranda en un pueblo sin luz, oculto entre palmeras y maizales, sólo podía tener el nombre de huapango: el alma del son jarocho.

El repertorio clásico de sones rondaba la treintena, ritmos de cuerda que se repiten a golpe de versos improvisados mientras hombres y mujeres zapatean sobre un tablado. Dicen que algunos sones narraban originalmente hazañas antiguas, como El Balajú, la historia de un barco mercante, o La Bamba, compuesta en el siglo XVIII para narrar las epopeyas de los navíos piratas en el Atlántico, eso dicen. Todas ellas, recuerda don Cutberto, “las bailábamos hasta el amanecer”.

Cutberto

EL DIABLO Y DON FROILÁN

Chacalapa tiene apenas 2 mil habitantes, la mayoría dedicados a la ganadería, el comercio local y el cultivo de maíz en milpas que poco a poco son abandonadas. En los alrededores hay ranchos familiares y una carretera que divide el pueblo en dos. Gran parte del comercio se concentra a orillas del asfalto, la única salida hacia las ciudades de Acayucan y Coatzacoalcos.

Chacalapa, efectivamente, es cuna del son jarocho. Hasta aquí llegaban músicos de la región para escuchar a su famosa “flota” de ancianos, entre lo que se encontraban Justino Morales, a la jarana, Crescencio Alfonso, al requinto, o Sebastián Salazar, al que algunos recuerdan durmiéndose rasgando las cuerdas para despertar, horas después, escribiendo versos.

Eran los años 40 y 50 del siglo pasado, cuando el son jarocho salió por primera vez de los ranchos costeros de Veracruz para llegar a las cantinas de la Ciudad de México. Algunos soneros como el requintista Lino Chávez o el  arpista Nicolás Sosa hicieron carrera en la capital, introduciéndose en el mundo del cine o la radio y llevando los ritmos del son jarocho hasta los mítines de las campañas presidenciales. La mayoría regresó a Veracruz para morir como nacieron: en la precaria autarquía de lo imprescindible.

En Chacalapa no llegaron tan lejos. El puerto de Alvarado y Veracruz eran territorios remotos, y México prácticamente otro mundo. En el poblado, sin embargo, continuaban construyendo jaranas a golpe de machete y haciendo cuerdas del mismo grosor, con tripas de cerdo o venas de palma, hasta que un día, dicen, “llegó el diablo a bailar un fandango”.

Cuentan que fue “unos cien años atrás”. En Chacalapa había entonces un reconocido versista: don Benito Rueda. No sabía leer, no cantaba ni bailaba, “pero cómo componía ese señor…” En un huapango apreció un forastero, “de elegante vestimenta y baile primoroso”. Rueda le retó a un intercambio de cantadas, y a cada verso, respondía el forastero con uno más ingenioso. Incrédulo, el aldeano recitó La magnífica (oración para ahuyentar al diablo), antes de que el forastero se desvaneciera en la noche.

Don Froilán Uscanga podría hablar en verso, conoce de memoria más de mil, y no es un diablo, ni mucho menos. En la tarde desgrana mazorcas peinado con elegancia, recordando que algún día compuso versos a “güeras” que se fueron para no volver. “A la una me levanto porque sueño que te veo… Luego llegó el eterno llanto que tú misma me decías”.

Don Froilán tiene 70 años y mente ágil, como buen jarocho. Ya estaba casado cuando empezó a aprenderse décimas “de una sola leída”, o a practicar el ‘siquisirí (intercambio de versos entre cantadores). Don Froilán se unió a otros soneros para sacarles de apuros cuando la mente les traicionaba. Cuando él, recuerda, “escudriñaba con el verso la pregunta más vital: “será la muerte el final, o llave del universo”.

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DON DELIO Y UN CABALLO NEGRO

Don Delio Morales se refiere a Chacalapa como “mi ombligo”. Aquí nació, hace 83 años, y nunca cortó el cordón umbilical, porque a pesar de haber recorrido una buena parte de México tocando sones, a los tres o cuatro días siempre extrañó su milpa. “En la ciudad nadie te conoce y yo ya soy carro viejo”, dice, con sus pantalones ajustados por una cuerda, y el sombrero de palma que ya es parte de él.

Don Delio y su leona, instrumento de cuerda que marca el ritmo de las piezas musicales, son también una longeva insignia en la escena del son jarocho. Don Delio ha tocado con los conjuntos más reconocidos en la actualidad: Los Utrera, Mono Blanco, Son de Madera o Los Cojolites, entre otros. “Vienen a buscarme y yo les digo: avísenme uno o dos días antes, a ver cómo estamos”.

Dice don Delio que es libre, ahora sí, “como una mujer de la calle”. Lo dice en bajito, porque es tímido, humilde y “lírico”, como llaman a los aprendices sin maestro que cuentan, con orgullo, cómo se quedaban dormidos en una hamaca pulsando las cuerdas de la jarana. “Para mí era un rompecabezas, pero oyendo se me quedaba. Me puse en la noche y yo le hallaba solito. Cerraba los ojos y escuchaba…”.

El viejo Delio tuvo 12 hijos, porque entonces se cenaba a la luz del día, dice, para ahorrar petróleo. Luego llegabas a la habitación y… “que ibas a hacer, pues”. La historia de este pueblo es la historia del son jarocho y el recuerdo que nace con él, como el día en que un compañero, don Pedro Mayo, vio llegar a un hombre montado sobre un caballo negro.

El extraño le anunció un huapango en Jáltipan, a varias horas de camino. “Sube. Hasta allá cabalgaremos”. Don Pedro dudó. Demasiado lejos. El hombre le pidió que cerrara los ojos, y “sentí que fueron segundos”, recuerda Pedro, “cuando al abrirlos vi frente a mí la tarima de soneros”.

El viejo don Delio explica que aquellos eran sones pausados y rítmicos, no como ahora, “que los jóvenes se aceleran y compiten entre ellos, yo no sé…” El dueño de una tienda lanzaba un cohete anunciando la fiesta del sábado. Llegaban músicos de comunidades vecinas, sin nombre, sólo músicos que cobraban con cuerdas y tragos de vino. Al amanecer, después de trabajar el zacate, Don Delio se tumbaba en el campo “y parecía que escuchaba la leona”.

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“CHACALAPA VIEJOS”: UN ÚLTIMO SON

Don Delio, Fidel, Pedro Mayo y Valfret siguieron la estela de sus padres y en la región les bautizaron como Chacalapa Viejos. Ya están mayores, pero ninguno pierde la oportunidad de un “fandangazo”. Don Fidel “El Chato” se quebró la rodilla herrando un potro a sus 87 años. También la mano cargando costales de maíz, aunque nadie le haya visto ‘romperse’ sobre una tarima.

Don Valfret se queja de aquellas noches soneras, cuando desvelados se lavaban las manos con agua fría y después, “llegó la artritis”. Pero ahí está, esperando las fiestas de San Juan Bautista para reunirse con las jaranas “hasta el amanecer”.

Después de su viaje a Chacalapa, Rodolfo García, ahora con 34 años, decidió quedarse a vivir allí. Conoció a su esposa Luz, a la que cortejó con versos en un fandango. Montó su taller de laudería en el rancho de los Marañón. Allí fabrica jaranas, requintos y leonas con maderas del trópico, pero, sobre todo, sigue escuchando historias de los más ancianos.

Rodolfo encontró un puerto donde anclar sus inquietudes. En Chacalapa siempre habrá un versista para recordar la importancia de ser viejo y jaranero: “no me engaña bien la vida, más que boletos de entrada, me cobran el de salida”.

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