¿¿ÉSA soy yo??

14/06/2015 - 12:02 am

La vejez con sus alas de insecto…

Ida Vitale

6 AM: suena el despertador. Me levanto sin poder abrir todavía los ojos, y con la certeza de que nada cambiaría en el mundo si yo durmiera un rato más. Nada. Pero hace muchos años que éstas son mis horas de escritura, y el superyó es así: un pequeño tirano que no me da permiso de relajarme demasiado ni de cambiar costumbres de trabajo ya establecidas. Me lavo la cara, los dientes y finalmente puedo mirar el mundo. Frente a mí aparece el rostro medio hinchado, medio abotagado de una mujer mayor. La miro con un poco de atención y un mucho de mala leche; tiene nuevas manchas en la piel, alguna que otra arruga hasta ayer invisible y antes del viernes tendrá que volver a pintarse el pelo (¿pero no lo hizo la semana pasada, acaso? “¿Y si me dejo las canas?”, se pregunta. El superyó –otra vez-, la coquetería y Miss Clairol le responden implacables). Me cuesta aceptarlo, pero sí, esa “mujer mayor” soy yo.

Hace unos días leía un artículo de Verónica Murguía en el que contaba que sentía que se había quedado fijada en su rostro de los treinta y cinco años, y que cada vez que se miraba al espejo se sorprendía de encontrarse con una mujer de más de cincuenta. Me reconfortó leer su confesión: hasta ese momento pensaba que yo era la única que se sentía casi otra en el espejo. ¿Ésa soy yo?, me pregunto con dolida sorpresa cada mañana a las 6. ¿Desde cuándo tengo esta cara? ¿Cuándo dejé de ser la que era; esa otra que se quedó fijada en mi recuerdo de mí misma?

Tampoco exageremos. Creo que no estoy tan mal para tener más de medio siglo. Es sólo que hay que acostumbrarse. Y recuerdo de pronto el comienzo de El amante de Marguerite Duras. ¿Quién de nosotras no lo recuerda?

«Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí (…). Ese envejecimiento fue brutal (…). Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.”

¿Y quién de nosotras no ama ese rostro devastado de la escritora francesa? ¿O el de las últimas fotos de Simone Signoret, de Marguerite Yourcenar o de Leonora Carrington? ¿O los bellísimos rostros de Estela Carlotto e Ida Vitale?

Mi mamá decía que con los años una tiene la cara que se merece. Y sé que tenía razón, aunque no entiendo bien qué quiere decir de mí esta imagen que desconozco cada mañana. Cada mañana me sorprendo de no ser la que era hace veinte años. Y me sorprende mi sorpresa.

No pretendo hacer una apología de la juventud ni de su piel fresca. No soy nostálgica en el sentido dariano del término (ya saben: “Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver…”), pero tengo que reconocer que me hubiera encantando que la década que va de los 30 a los 40 años hubiera durado el doble de lo que duró.

Tampoco pienso hablar de la “sabiduría” que dan los años, ni de las maravillosas mujeres “maduras” (por cierto: detestable palabra) que nos precedieron en esto de vivir, ni de que nos miramos de manera cómplice cuando alguna de nosotras saca un abanico, ni de que ya hay quienes empiezan a hablar de nietos y jubilación. Otras vivimos como si el tiempo no existiera y hacemos exactamente lo mismo que hace veinte años. ¿Cuánto nos falta para que el desenfado sea visto como ridiculez?

Me siento más joven de lo que soy; más joven que ese rostro que veo en el espejo, más joven que mi cuerpo. Tomo dos litros de agua al día, hago ejercicio tres veces por semana, creo que mantengo “la mente activa”, y cada tanto me compro ropa interior sexy. Sin embargo, el paso del tiempo me amenaza como espada de Damocles.  Tal vez por eso valoro cada instante como nunca antes, y me angustia la velocidad con que pasan los días. Una amiga escritora me respondió ayer la invitación que le hice a mi programa de radio pidiéndome que grabáramos cerca de su casa. “¿Sabes? –me escribió- Lo único que ya no tengo es tiempo, por eso lo cuido como un tesoro. No quiero perderlo atorada en el tránsito.”

Es cierto, nuestra sociedad nos obliga a ser jóvenes y bellas para siempre (también a ser buenas amantes, buenas madres, buenas profesionales, buenas administradoras, a ir al gimnasio y comer sano, a ser inteligentes sin que las neuronas opaquen el “sex appeal” (whatever that means) y la simpatía, etc., etc. Esta lista me recuerda el “Arroz con leche” que cantaba mi abuela: “Arroz con leche, me quiero casar con una señorita de San Nicolás. Que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar.” Para nosotras hoy, esa lista de cualidades de la señorita elegida en el “Arroz con leche” parece haber crecido hasta el infinito.

Hay quienes ponen su empeño, su obsesión y su dinero en alcanzar esa imposible panacea: la eterna juventud. Bótox, cirugías, y demás, están a la orden del día. Otras, preferimos seguir sorprendiéndonos de nuestro propio envejecimiento, y aceptando –aunque sea a regañadientes- la cara “que nos merecemos”.

Hace un par de meses descubrí en Netflix la serie “Grace and Frankie”. ¿La han visto? Les paso el tráiler para que se les antoje:

El planteamiento es muy simpático: dos mujeres, una de ellas una exitosa empresaria del mundo de la cosmética, y la otra una hippie profesora de arte, se enteran que sus maridos –abogados, socios en un bufete jurídico y setentones como ellas- están enamorados desde hace varias décadas, y han decidido finalmente salir del clóset para casarse. Después de más de cuarenta años de matrimonio, cada una con dos hijos, y amigas-enemigas de toda la vida, ellas se ven obligadas a aceptar el amor gay de sus respectivos esposos y a construir una nueva vida sin ellos.

Con una buena mezcla de humor, crítica social y melancolía, el gran atractivo de la serie son las geniales actuaciones de Jane Fonda (1937) y Lily Tomlin (1939). Las dos pasan de los 75 años y están estupendas (después de ver a Jane Fonda con sus casi ochenta, pensé que tenía que salir corriendo ¡a comprar sus DVD de aerobics!). Vale la pena contarles, además, que en un irreverente juego de espejos invertidos, Tomlin fue una de las primeras actrices de Hollywood en declararse abiertamente lesbiana (vive con su pareja, la escritora Jane Wagner, desde 1971).

No sé si haya jóvenes que disfruten “Grace and Frankie”, pero estoy segura de que sí lo hacemos todas las que andamos por el quinto piso. Y, como esas dos maravillosas mujeres, sabemos que no hay mayor antídoto contra las “alas de insecto de la vejez” que el saber reírnos de nosotras mismas. Así que a partir de ahora intentaré saludar con mi mejor sonrisa y todo el buen humor de que soy capaz a esa hora, a esa casi desconocida que me mira desde el espejo a las 6 de la mañana.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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