VIVIR Y MORIR EN ECATEPEC: EL CASO LUCERO

14/10/2014 - 12:00 am

El Gobernador Eruviel Ávila Villegas nació aquí, en San Pedro Xalostoc, otro viejo barrio de Ecatepec. Desciende de la más rancia estirpe de políticos priistas de ese lugar. Ha estado afiliado al PRI desde los veintiún años de edad, siendo en dos ocasiones Presidente municipal y otras dos Diputado local representante de un distrito del mismo municipio. Su primer cargo público fue como secretario del ayuntamiento a mediados de los noventa.

Es amigo cercanísimo del polémico obispo retirado de Ecatepec, Onésimo Cepeda, quien cobijó con todos sus recursos a Eruviel desde sus inicios políticos.

Así que no hay exceso en decir que es en buena medida responsable del desastre urbano que ese municipio representa. Y del odio que hay contra las mujeres, a quienes se les golpea, ahorca, despedaza y arroja a basureros y canales de aguas negras como si fueran desperdicio para sus asesinos, como si fueran un material prescindible para los políticos que en campaña juran protegerlas…

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La despedida de Jessica Lucero. Foto: Eduardo Loza

Ecatepec, Estado de México, 14 de octubre (SinEmbargo).– Es jueves 21 de junio de 2012 y el candidato del PRI a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, vuelve a su tierra, el Estado de México.

Aunque con mucha saliva en las mejillas y un poco rasguñado, el hombre atraviesa sano y salvo la marea de mujeres que se desgañitan por besarlo, tocarlo, fotografiarlo.

Él se deja querer, y ya en el templete, devuelve el cariño a sus fans de Tecámac.

–Cuando andaba en campaña de gobernador, aquí me casaron –sonriente, se insinúa como el marido de todas ellas, que gritan como si Luis Miguel se quitara la camisa en un concierto en sus mejores días–. ¿Se acuerdan, las mujeres, que aquí me casaron?

–¡¡¡Uuuhhh!!! –se dejan acariciar ellas.

–Me entregaron entonces un anillo de compromiso, que significaba una alianza con quien entonces aspiraba a ser gobernador del estado –les recuerda el político en su faceta de rockstar.

La máquina está bien aceitada y las responsables de iniciar el coro en el auditorio precipitan la alabanza.

–¡Un mexiquense será mi presidente! ¡Un mexiquense será mi presidente! –arengan en automático las señoras, agitando aplaudidores de plástico, banderas y gorras.

Nueve días atrás, una escena distinta tuvo lugar a pocos kilómetros, en Ecatepec, el municipio del nuevo gobernador, Eruviel Ávila Villegas. En la colonia El Ostor, en la zona serrana, Lucero fue atacada por un hombre que, tras violarla, la amenazó de muerte si ella lo denunciaba. La muchacha de catorce años reunió aplomo, buscó ayuda y acusó el ataque.

Treinta y dos días después, ya con la presidencia en la bolsa de Peña Nieto, la misma niña sería asesinada en las mismas calles en que fue violada, en las que abandonó la escuela y en las que se inició en las drogas.

***

Lucero fue la menor de los tres hijos en su familia. Nació el 11 de septiembre de 1997 en Santa María Tulpetlac, uno de los barrios históricos de Ecatepec. Julio, su papá, tenía veinticinco años de edad y su mamá, Cruz, veinte cuando nació la tercera y última de sus hijos. Antes de ella llegaron una mujer y un varón, quien sufre de epilepsia agravada con el tiempo.

“Ella era la alegría de la casa; siempre nos hacía reír. No podía ver a alguno de nosotros triste o enojado, porque siempre sacaba algo de su mente para ponernos de buenas. A su hermano mediano lo hacía reír todo el tiempo, decía ella, para que no se agüitara”.

Lucero estudió la primaria en la escuela Simón Bolívar y la secundaria en Forjadores de la Nación, de donde desertó en el segundo grado para sorpresa de todos por su buen historial académico. Sus profesores intentaron convencerla de volver a las aulas, sin éxito. Fue como si de un día al otro las clases simplemente le fastidiaran.

–Quiero dejar de estudiar un año. Ya no me llama la atención y para qué gastan su dinero en enviarme a la escuela si no la voy a aprovechar –explicó con su natural y a menudo hiriente franqueza.

Consiguió empleo en una zapatería de San Agustín, una colonia del Distrito Federal separada de Ecatepec por el Río de los Remedios, un ancho canal de aguas negras; luego asistió en un puesto de tianguis dedicado a la venta de ropa y juguetes de peluche. Lucero no duraba mucho tiempo en los trabajos. Se colocó algunas semanas en un taller de costura, pero como ni coser sabía, salió al poco tiempo.

La pasión de la niña eran los bailes y la música.

Le gustaba el rock urbano y las baladas de sus padres, “las rolas de los viejitos”, las llamaba ella. Una de sus canciones favoritas era Tiene apenas 16, de Los Acosta.

Tiene apenas 16 y su amor le entregó,

mil promesas le ofreció,

pero un día se alejó,

sólo espinas le dejó.

 

Su corazón se enamoró,

pero él la abandonó.

A ella nada la consuela,

pues se fue su gran amor.

Su corazón se enamoró,

pero a él no le importó.

Ella es tan pequeña y frágil

para sentir tanto dolor.

“Después de la violación cambió mucho su carácter, porque a partir de ahí ella se encerraba de repente… Ella no era enojona, y [ahora] se irritaba de todo. De mis tres hijos ella fue la que más sociabilizaba y luego de la violación se aisló mucho, incluso de nosotros”.

***

Los padres. Foto: Eduardo Loza
Los padres. Foto: Eduardo Loza

–¡Puto! ¡Putiitooo! –Lucero marcaba las sílabas.

–¡Puto! ¡Putiitooo! –la remedaba un loro dilatando y contrayendo las pupilas a toda velocidad, fascinado con la niña.

Entonces toda la casa celebraba la nueva enseñanza al perico, un animal verdísimo bajo el cuidado de Lucero, igual que un gato minúsculo y dos o tres perros callejeros; ella los acercaba a su rostro y los animales lamían felices sobre su lunar y la cicatriz que le quedó cuando se raspó con una muñeca de plástico rota.

Cosa rara, le gustaba vestir de negro y morado, tanto que, en intento de réplica a sus burlas, sus papás y hermanos la apodaron la Emo, aunque Lucero distaba de ser una muchacha depresiva y dada al teatro de hacerse daño a sí misma; sólo era que los colores oscuros le gustaban desde chica.

Para sus próximos quince años había dicho que definitivamente no quería una fiesta donde flotara en un mar de merengue, rodeada de chambelanes tambaleantes por los tragos bebidos antes del vals para darse valor al momento del baile ensayado.

Para alivio de Julio, su papá, sencillo checador de una línea de camiones urbanos, la niña quería que el hombre simplemente pintara las paredes de su cuarto de morado y estampara unas estrellitas negras, porque ella amaba las estrellas.

¿Qué sueños persisten en la habitación de una niña muerta?

Ahí está todavía una pantera negra de cerámica, porque Lucero aseguraba que reencarnaría en una fiera como esa; también un póster del actor William Levy con el cabello teñido de claro, el torso desnudo y el pantalón medio desabotonado. Una pared está rayada con un efusivo grafiti: “Te amo Lalo”. Una escultura de San Charbel, un santo de cadáver incorrupto y milagros equiparables a los de San Judas Tadeo.

Julio solloza: “Hicimos planes el día anterior a que me la asesinaran”.

–Tú me ayudas a pintar tu cuarto y yo además termino de pegar el tabique que falta.

–Mientras, yo quito mis cosas; cuando vayas a comprar la pintura, yo te ayudo. Es más: yo lo pinto. Soy pintora –la niña mostraba un optimismo que sus padres extrañaban después del ataque.

En secreto, Julio había hecho el esfuerzo para comprar una laptop con el apoyo de una madrina de Lucero.

El hombre debía salir adelante con el salario mínimo, unos mil ochocientos pesos mensuales, que le pagaba su empresa, Autobuses Nezahualpilli. La mala paga se alivia ligeramente con las propinas que obsequian los choferes a los checadores, responsables de la verificar el pasaje de los camiones e indicarles la salida de la base. Cruz, madre de Lucero, trabaja en puestos de comercio callejero.

La familia se las debía arreglar con menos de tres mil pesos mensuales.

Cosa curiosa, el gobernador Eruviel presume su origen laboral como trabajador del transporte público en el Estado de México.

Si bien la paga es mala, Julio mantiene ese empleo porque le otorga Seguro Social; de otra manera no podría atender el padecimiento de su hijo. Un día, cuando el niño tenía seis años, simplemente convulsionó. La epilepsia ha avanzado y su postración se pronostica inminente.

El chico acude a tratamiento en Zumpango, en el norte de la zona conurbada de la Ciudad de México. Con creciente frecuencia, Julio y Cruz hacen el difícil traslado con su hijo por una ciudad que finge la inexistencia de sus discapacitados.

***

Sólo recuerdos. Foto: Eduardo Loza
Sólo recuerdos. Foto: Eduardo Loza

La colonia El Ostor es un pedazo de ciudad arrebatado con cemento a la Sierra de Guadalupe. Es un sitio con permanente sed, poco visitado por la policía, carente de alumbrado público e inundado de drogas baratas y adictivas, piedra y solventes.

Lucero se enganchó con el activo, nombre de uno de los inhalables más al alcance, tanto que es la primera droga de inicio entre los chavos de la Ciudad de México y su zona conurbada.

En los alrededores hay algunas canchas de básquet y futbol, pero es raro ver que alguien las utilice. Decenas de jóvenes habitan las esquinas de las calles con gesto hostil en el rostro y una cerveza tamaño familiar cada uno en la mano, con posibilidad de comprar sustancias prohibidas en alguna de las decenas de tiendas de la zona.

A estos jóvenes los sorprendió el mínimo crecimiento de espacios de educación superior luego del declive en la calidad de la educación primaria pública y, al final de ese proceso, la depresión del mercado laboral al grado de que el sistema económico no pudo sostener por más tiempo el acuerdo tradicional consistente en que si ellos, los jóvenes, estudiaban con esmero y trabajaban con honradez, el futuro les sería promisorio y el ascenso social innegable.

Se les presentó la idea de que el consumo y su exhibición son los marcadores de la felicidad y el éxito. Son híper erotizados con poca cultura de la prevención, así que resultan frecuentes las niñas embarazadas a quienes espera una vida en casa de sus padres.

La probabilidad de abandono por parte del varón es alta.

Quienes delinquen suelen pasar una o varias estancias en prisión, y al volver replican la forma de vida al interior de las cárceles; es un círculo vicioso en que los chavos tienen pocas alternativas culturales. Por el riesgo de violencia en la zona se ausentan y esto conlleva al abandono institucional.

Suena como a una bomba de tiempo a la que se le ha quitado el contador.

El Gobernador Eruviel Ávila Villegas nació en San Pedro Xalostoc, otro viejo barrio de Ecatepec. Desciende de la más rancia estirpe de políticos priistas de ese lugar. Ha estado afiliado al PRI desde los veintiún años de edad, siendo en dos ocasiones presidente municipal y otras dos diputado local representante de un distrito del mismo municipio. Su primer cargo público fue como secretario del ayuntamiento a mediados de los noventa.

Es amigo cercanísimo del polémico obispo retirado de Ecatepec, Onésimo Cepeda, quien cobijó con todos sus recursos a Eruviel desde sus inicios políticos.

Así que no hay exceso en decir que es en buena medida responsable del desastre urbano que ese municipio representa.

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El drama constante de vivir en Ecatepec. Foto: Eduardo Loza
El drama constante de vivir en Ecatepec. Foto: Eduardo Loza

La Nena, como llamaban a Lucero en el barrio, se sentía segura con sus amigos.

Alguna vez, en un baile, alguien la tocó con obscenidad; el Maseca y el Salitre no dudaron e iniciaron una batalla campal por la ofensa.

Los tres se entendían como hermanos; con algunos años de diferencia –Lucero era menor que ellos unos cinco o seis años– crecieron juntos en el mismo pedazo de sierra cubierta con cemento, fueron a las mismas escuelas y se decepcionaron del sistema a la misma edad. Uno de ellos, El Salitre, fue compañero de salón de la hermana mayor de Lucero.

Los chavos mostraban a la niña la música de los barrios pobres y ella se bebía las letras como si hablaran de ella misma.

Lucero moneó [en el argot de los usuarios de solventes, mona es el trapo impregnado de sustancia] durante seis o siete meses. Al principio se escondía, pero pronto perdió el tacto y aparecía olorosa a thinner.

Medio año fue tiempo suficiente para parecer un zombi con los labios resecos y las costillas pintadas bajo la piel. Julio y Cruz descubrían su ausencia en la madrugada y salían a buscarla, pero cuando vislumbraban a su hija en la oscuridad, la niña corría como animalito asustado.

El Salitre confirmó a los padres que Lucero andaba con el alma ahogada en activo. La internaron durante tres meses en un anexo, un centro de rehabilitación donde fue apadrinada por un hombre diez años mayor que ella: Marcos, un alcohólico sobrio desde hacía seis años, con quien iniciaría un noviazgo. Julio y Cruz vieron con desconfianza la relación por la diferencia de edades: además, su hija era claramente menor de edad.

Lucero se recuperó y en adelante disminuyó sus salidas a la calle. La visitaban sus amigos, entre ellos Giovanni Paredes Soto, el Salitre, y Jorge García Garfias, el Maseca.

Cuando Julio descubría a Marcos merodeando cerca, lo amenazaba con golpearlo si no desaparecía en ese momento y para siempre. Sin embargo, la niña mejoraba y Marcos intervino poniendo límites respecto de las amistades de la niña y horarios de salida que sus padres entendieron como positivos. Tampoco había mucho espacio para la oposición: era claro que la muchacha estaba enamorada.

El hombre apareció un día y solicitó permiso para salir con la chica, hecho sin precedentes en la vida de Julio y Cruz y, hasta donde sabían, en la colonia entera. Ese gesto de formalidad y respeto los terminó de ganar.

La muchacha pasaba la mayor parte del tiempo con Marcos. A diario lo recibía en su casa, platicaban en la puerta, caminaban por la cuadra, se sentaban en la banqueta; quienes viven en esa parte de Ecatepec no tienen mucho más que hacer.

A la hora de dormir, todos se apretujaban en alguna de las camas y platicaban, uno a uno, su día. Hablaban del abuelo cascarrabias, de los choques y asaltos en los camiones, la historia del periódico de nota roja que otra vez se ocupaba de alguna mujer asesinada en los alrededores.

“Pero, insisto, ella cambió mucho después de la violación”.

***

Es 12 de junio de 2012. Lucero pide permiso en la noche para salir un momento de casa a celebrar el cumpleaños de alguien; sus papás están de acuerdo y le piden regresar a más tardar a las dos de la mañana. Ellos se acercarían algunas cuadras alrededor de la una y media para acompañarla en el regreso oscuro y solitario.

Sube por una de las calles pavimentadas del cerro y se encuentra con algunos conocidos reunidos alrededor de unas maquinitas, cajones de madera adaptados con videojuegos y una alcancía.

Algunos muchachos juegan futbol con una pelota de plástico que lanzan de un lado a otro de la calle, delimitada con porterías de dos o cuatro ladrillos. Por ahí anda Carlos García Sanjuán, el Kiko, un viejo conocido. En casa del festejado, el grupo lo sorprende con un pastel cuando llega del trabajo; encienden las velas y le cantan “Las Mañanitas”.

Poco después de la una de la mañana ya sólo continúan en la reunión dos muchachos y Lucero. La muchacha decide regresar y al bajar por un inevitable lote baldío, nota que un hombre alto, delgado y blanco sale de las sombras: el Kiko se acerca a ella con velocidad y le coloca un cuchillo en el cuello. Ella trata de entender lo que pasa, porque es el Kiko.

–Ya valiste madres –el tipo respira con fuerza.

La viola en el mismo lugar.

–Si me acusas, te mato –amenaza y corre.

Lucero se repone y busca entre las ropas su teléfono celular. Tiene un número gratuito, el de Marcos, y lo llama.

–Abusaron de mí –dice en un momento en que logra controlar su voz.

Marcos vive cerca y avisa a sus suegros. Encuentran a la niña cubriéndose con la ropa hecha jirones; la abrazan y llevan a la agencia del Ministerio Público en San Cristóbal.

La oficina está a reventar. Antes siquiera de ver con detenimiento a la niña, algún funcionario con cara de sueño les muestra que antes de ellos otras personas aguardan para presentar su denuncia.

Luego de dos horas de espera, una mujer que se identifica como agente del Ministerio Público les pide que se acerquen. Lucero no ha terminado de explicar el ataque cuando la servidora pública exige a sus padres dos mil pesos para ordenar a sus policías que salgan a detener al violador.

–¿No lo van a detener? –pregunta Julio, que ni hace por buscarse dinero en los bolsillos, porque sabe bien que están vacíos–. Mi hija viene muy lastimada… Lo ubicamos bien, es vecino de nuestra casa unas calles hacia arriba. Es de allí, ¿y si se va?

–En primera, necesitamos transporte para llevar a los peritos al lugar de la violación y no tenemos unidades disponibles o no hay gasolina, y hay que darle dinero a los policías ministeriales para que vayan a detenerlo –explicó la mujer.

No hubo dinero y la familia sólo presentó la demanda. Lucero entra a revisión con la médica legista, quien certifica que, efectivamente, la niña fue violada. Sin nada más que las copias de la denuncia vuelven a Tulpetlac alrededor de las cuatro de la mañana.

Ningún perito aparece en la zona. Ninguna autoridad visita a Lucero, que ninguna llamada recibe del Ministerio Público.

En la colonia El Ostor cada vecino sabe de la violación y de la denuncia que la siguió.

Lucero y sus padres acuden un par de ocasiones al Ministerio Público, a 45 minutos de distancia de su casa, para conocer el avance del caso, pero el progreso es nulo. Los funcionarios piden que se les informe el sitio exacto del asalto sexual, las calles perpendiculares más próximas, el nombre completo del agresor, su edad…

A la semana de la agresión, la madre, una hermana y el cuñado del Kiko visitaron a la familia de Lucero para encontrar alguna solución al problema.

–Queremos llevarla al doctor –propusieron.

–No –resolvió Cruz sin pensarlo demasiado–. No es como si usted y yo nos hubiéramos dado una desgreñada, y todo se arregla con un acuerdo de mutuo respeto –se dirigió a la hermana del agresor en referencia a una fórmula de conciliación en conflictos vecinales–. A mi hija la violó tu hermano y no hay cómo arreglar estas cosas.

–¿A qué acuerdo podemos llegar? –insinuaron una salida económica.

–No.

El Kiko anda por ahí, consciente de que lo han denunciado; a nadie oculta que está furioso.

Tras el ataque, Lucero comenzó a fumar. En la primera semana de julio comentó a su mamá que quería encender un cigarro, pero no tenía ninguno y avisó que iría a la tienda. A los pocos minutos volvió corriendo, con cara de miedo; atravesó la entrada y se encerró en su cuarto.

–¿Qué te pasa? –se angustió su madre–. ¡Ábreme!

–No, mamá, déjame sola un ratito.

Cruz volvió algunos minutos después y logró entrar a la habitación de su hija.

–¿Qué tienes, hija, qué te pasó?

–Es que no, mamá… yo no quiero que te pase nada… a nadie. Yo los quiero mucho, los quiero un buen, mejor no hubiéramos hecho eso –gimió Lucero.

–¿Qué hicimos?

–¿Para qué demandamos a ese güey?

–¿A quién?

–A Carlos, al Kiko.

–¿Por qué, hija? ¿Qué te hicieron, qué te dijeron?

–Me lo encontré en la tienda, me dijo que ya sabe que le pusimos un acta y que quitara esa chingadera o me va a dar en toda mi madre y a ustedes también.

Convienen entonces una rutina de seguridad, en el momento en que Marcos llega de visita avisa a Julio que está ahí y que la muchacha está a salvo.

Regresan a la Procuraduría General de Justicia del Estado de México. Buscaron a la agente del Ministerio Público, pero en su lugar sólo había dos secretarias pues la funcionaria de mayor rango había salido a comer. Dicen a cualquier funcionario que acceda a escucharlos que el Kiko, el violador, anda por el barrio como un perro rabioso encima de Lucero.

Nadie hace nada.

***

Las tierras del Gobernador. Foto: Eduardo Loza
Las tierras del Gobernador. Foto: Eduardo Loza

Es 14 de julio. Tras el trabajo, todos en casa de Lucero se reúnen a comer. Ella se ducha, se viste y maquilla para recibir a su novio y avisa que se encontrará con Marcos en una taquería.

Está de estreno. Se ajusta los jeans azules que una semana atrás le regalaron, una blusa morada –su color favorito– que su mamá le llevó el día anterior, y unos tenis blancos Converse que ese mismo día le dieron sus papás. La noche era calurosa y la muchacha salió sin ningún abrigo.

Son alrededor de las nueve y media de la noche.

Julio espera con impaciencia la llamada de su hija para avisar que ya está acompañada, pero el aparato no timbra; pasadas las diez, ya no se contiene y marca al teléfono celular de Lucero para convenir con Marcos el regreso de la chica.

–¿Qué pasó? –la inquietud se percibe en la voz del hombre.

–Todavía no llega, ahorita que llegue te lo paso –tranquiliza Lucero.

No hubo siguiente llamada.

A las once y media Julio marca nuevamente, pero la llamada no entra; lo mismo ocurre en cada nuevo intento que el padre hace. Marcos al fin aparece: no encuentra a Lucero. Los hombres salen a buscarla. Averiguan en la esquina de las maquinitas, tocan puertas.

–Tenemos un mes sin verla –dicen los jóvenes.

Averiguan dónde anda el Kiko, pero nadie sabe nada ni de uno ni de la otra.

Cruz, Julio y Marcos pasan la noche en vela; buscan a la madrina de las niñas, quien dispone de auto, y rondan por la colonia y alrededores. Nada. Continúan por la mañana, preguntan a los vecinos, a quien se encuentran.

Atardece y abordan un taxi. El chofer escucha lo que buscan sus pasajeros y se decide a hablar.

–No me lo vayan a tomar mal, a la mejor piensan que soy grosero y me voy a oír mal… No sé, pero a veces hay que ver la realidad. ¿Saben ustedes que hoy encontraron a una muchachita muerta?

–No… no, no sabíamos –tartamudeó Julio.

–En la mañana se subieron dos clientas que llevo a la leche y me comentaron que encontraron a una chavita muerta –el hombre movió la cabeza en dirección de una colonia vecina.

El ánimo se ennegrece más. Ocho días atrás, por la misma zona, amaneció una muchachita asesinada.

–No, la verdad no sabíamos –Julio sintió un pedazo de hielo subiéndole de las tripas a la cabeza.

–No, no ha de ser mi flaquita, ¿verdad, suegra? –pregunta el yerno.

–No creo –respondió Cruz a Marcos–. Pero gracias.

–Dicen que la recogieron apenas hoy en la mañana –insiste el taxista. No tiene muchos detalles más.

Calles adelante dan con la esquina a la que solía ir Lucero con sus viejos amigos; de inmediato reconocen al Maseca y otros amigos de la muchacha.

–¿No anda mi hija por aquí? ¿No ha venido? –averigua Cruz.

–No, tiene un mes que la Nena no viene –responde el Maseca.

–Si viene, ¿le dicen que vaya a la casa o que me avise que está bien, porque no sé nada de ella?

El grupo de chavos asiente y Julio da media vuelta, pero algo hace regresar a Cruz.

–¿Tú qué sabes de la muchachita que encontraron muerta acá abajo? –pregunta la madre al aire.

–Quién sabe qué le pasaría, porque pues sí se mancharon con ella –uno de ellos aclara la violenta muerte de la joven mujer, encontrada en un terreno baldío de la colonia El Parque, a unas doce cuadras de la base de camiones donde trabaja Julio.

–Oye, ¿no será mi hija? –pregunta Cruz al Maseca.

–No, nadie se mete con la Nena, al contrario, todo mundo le tira paro.

–¿No era ella? –interviene Marcos.

–No –reitera el Maseca.

–¿Tú cómo sabes?

–Es que yo la vi. Luego luego que supe que había pasado algo, bajé a ver. No era ni del barrio.

***

Los tres llegan al Ministerio Público y quien los atiende les pide esperar sentados junto a la morgue de Ecatepec.

Les muestran las fotos de una muchacha muerta encontrada en la mañana. Sus asesinos le dejaron caer una piedra de gran tamaño en la parte trasera de la cabeza, pero la cara está limpia. Cruz y Julio las miran.

Observan el lunar y la cicatriz en su rostro, la marca dejada por la mano rota de su muñeca Barbie. Cruz distingue los Converse blancos que regaló a su hija la noche de su muerte; luego sus recuerdos se desvanecen.

Julio ingresó al anfiteatro y legalmente reconoció el cadáver de su hija.

La médica legista que la revisó cuando la violaron es la misma que recibió el cuerpo de la muchachita. Nadie se ocupó de ir a El Ostor para decir a Julio y Cruz que su hija estaba muerta.

Quien la atacó, la violó antes de asesinarla y después robó su teléfono e identificaciones.

Algo más: entre las ropas entregadas por la Procuraduría había una chamarra de mezclilla gris que no era propiedad de Lucero. A Cruz le pareció extrañamente familiar y no dudó: tenía perfectamente claro a quién se la había visto antes.

***

El Kiko se refugió en su casa dos días después del asesinato y luego nadie lo vio.

“Nos hablaron para decirnos que ya andaban investigando la violación. Nos atendieron hasta que nos asesinaron a Lucero y los medios de comunicación ya andaban sobre el asunto, de lo contrario todo hubiera seguido igual”, dice el padre de la joven muerta.

Con rapidez insólita la policía mexiquense, espoleada por las organizaciones feministas y la exhibición del caso en medios de comunicación nacionales, aseguró que la parte del asunto relativa al asesinato estaba resuelta.

La autoridad presentó como los asesinos a Giovanni Paredes Soto, el Salitre, y a Jorge García Garfias, el Maseca.

Antes de morir, Lucero fue violada: en su cuerpo se encontró semen de dos tipos y las muestras de adn obtenidas coincidieron sin lugar a dudas con el de ambos amigos de la muchacha.

El Maseca, quien negara a Cruz haber visto a su hija, tenía además su teléfono celular y era el propietario de la chamarra de mezclilla con que encontraron cubierto el cuerpo de Lucero.

Ninguno de los dos tenía relación con el Kiko, quien habría huido por miedo a que se le imputara el feminicidio o porque le sería imposible mantenerse impune por la violación.

Lucero no salió al encuentro de Marcos la noche de su desaparición: se citó con el Salitre y el Maseca para divertirse en una feria ambulante colocada en la contigua colonia El Parque. En algún momento los muchachos se confundieron por la cercanía de su amiga y le propusieron tener relaciones con ambos, pero se negó.

La golpearon en el terreno baldío y abusaron de ella. Mientras Lucero yacía inconsciente en el suelo, sus amigos previeron que al despertar los denunciaría por la violación; se imaginaron en la cárcel. Uno de ellos cargó una enorme piedra y la dejó caer en la cabeza de la niña.

Cruz y Julio conocen los detalles de los últimos minutos de su hija porque sus asesinos los confesaron.

Los funcionarios de la Procuraduría de Justicia del Estado de México intercambiaban miradas sugerentes cuando tocaban el tema del noviazgo entre Lucero y Marcos; la atención morbosa a ese detalle crecía por el cambio de planes de la joven. Los agentes levantaban las cejas y sonreían con picardía.

El argumento del abogado defensor del Salado y el Maseca era similar: si ella, como daba por sentado, sostenía relaciones sexuales con un hombre de veinticuatro años, diez más que ella, ¿por qué no habría de tener intimidad con sus amigos de diecinueve y veinte años?

“Así pudo haber tenido cuarenta, era con la voluntad de ella y de nosotros porque sabíamos de la relación que tenía con él”, dice Cruz con voz digna.

El Salitre y el Maseca están presos en el penal de Chiconautla.

***

Lucero está enterrada en el panteón de San Efrén, en la colonia Atzolco de Ecatepec.

Julio y Cruz la vistieron con una túnica blanca y la envolvieron con un lienzo verde, atuendo del santo de su mayor devoción, San Judas Tadeo, el de las causas imposibles.

“Su ataúd fue azul, como el azul del cielo. A veces uno presiente que pasará algo y mi hija, como tres días antes, nos comentó que veía mucho al cielo, veía a sus amigas las hadas y hablaba con ellas”, cuenta Cruz.

–Veo a las hadas –susurró Lucero con melancolía, dada a imaginar su muerte desde la violación–. Les digo una cosa: el día que yo me muera, quiero que me entierren en una caja del color azul del cielo para llegar con mis amigas las hadas. Y el día que me entierren, el día que me muera, no quiero que me lloren.

–¿Entonces qué quieres, que te aplaudamos o qué? –Julio aligeró el tono lúgubre de la niña.

–No, yo quiero que cuando me muera me pongan mis rolas, no quiero que estén tristes: pongan las rolas que sabes que me gustan, las de Hazel.

“Y así le hicimos”, completa Julio.

El velorio de la niña fue en la cocina de su casa, donde preparaba el mole que hacía feliz a su papá.

La vida y la muerte de Lucero son dos motores de igual potencia en el pecho de su papá.

–¿Sueñan con su hija? –pregunto a la pareja.

–La sueño alegre como era, y luego pidiéndome que ya no esté triste, como hacía ella, con sus palabras: “No te agüites, papá, no pasa nada”. Luego estoy en mi trabajo e imagino que va a verme, veo a una niña que va a la escuela y me imagino que es la mía.

–¿Le pusieron sus canciones?

–Sí, como quedamos. Sus amigos le escogieron Lata amarilla, de Hazel.

Dicen que la vieron con una mona,

le apodaban la Madonna

y en sus venas cabalgaba

y en solventes rebotaba.

 

Dicen que en las noches lloraba,

sabrá Dios qué alucinaba

y, de repente,

se oía una fuerte carcajada.

 

Maldita lata amarilla,

dicen que diario le ponía,

la mona se le escurría,

¡ay, qué triste pesadilla!

 

Una noche no volvió,

la dosis se le pasó,

con la estopa se atragantó.

 

El activo la mató.

El activo la mató.

El 11 de septiembre de 2012, mientras los priistas mexiquenses echaban la casa por la ventana festejando su arribo a la Presidencia de la República, Jessica Lucero Olvera Pérez hubiera cumplido quince años.

Julio cumplió su promesa: una tarde, el hombre se hizo de una brocha y pintó un manto estelar sobre la cama vacía de su niña.*

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