LECTURAS | ¿Haría daño una madre a su propia hija?: “Y yo a ti más”, de Lisa Gardner

14/10/2017 - 12:04 am

Con más de un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo, Y yo a ti más inaugura la emocionante serie de la agente Tessa Leoni. Los personajes de Gardner están perfectamente trazados y su talento para la narración y un buen argumento harán las delicias de lectores.

Ciudad de México, 14 de octubre (SinEmbargo).- Una pregunta, una decisión rápida y Brian Darby yace muerto en el suelo de la cocina. Su mujer, Tessa Leoni, agente de la policía estatal, declara haberlo matado en defensa propia y tiene heridas que lo confirman. Para la veterana detective D.D. Warren debería ser un caso fácil, pero ¿dónde está la hija de seis años?

Mientras la investigación entra en una búsqueda frenética de la niña desaparecida, la detective Warren ha de compartir caso con su antiguo novio, Bobby Dodge, para conseguir desentrañar los entresijos del cuerpo de policía estatal de Boston y de paso desenterrar algunos secretos familiares. ¿De verdad dispararía una agente bien entrenada a su propio marido? ¿Haría daño una madre a su propia hija?

Novela editada por Suma. Foto: Especial

Pero para Tessa Leoni lo peor no ha llegado aún. Sin vuelta atrás. Sin nadie en quien confiar. Tiene un único objetivo y usará toda su energía y sus conocimientos para hacer lo que ha de hacer. Ningún sacrificio es demasiado grande, nada es inconcebible. Una madre sabe a quién ama. Y todos los demás van a pagar.

Fragmento de Y yo a ti más, de Lisa Gardner, con autorización de Suma, Penguin Random House

1

La sargento detective D.D. Warren se enorgullecía de su habilidad como investigadora. Tras doce años de servicio en la policía de Boston, creía que analizar el escenario de un homicidio no consistía solo en seguir los procedimientos o en hablar con los testigos, sino también en la inmersión total de los sentidos. Palpaba el agujero que había dejado la bala en la pared de pladur como una broca ardiente del 22. Intentaba escuchar a los vecinos cotilleando en el piso de al lado, porque, si ella los podía oír, estaba claro que se habían enterado de todo lo que había pasado allí.

D.D. siempre se fijaba en cómo había caído el cuerpo, de frente, de espaldas o ligeramente hacia un lado. Analizaba el aire para descubrir el acre sabor de la pólvora, que podía permanecer hasta veinte o treinta minutos después de que hubieran disparado por última vez. Y, en más de una ocasión, había acertado la hora de la muerte gracias al olor de la sangre, que, como el de la carne cruda, empezaba de forma débil, pero se hacía más intenso a medida que transcurrían las horas.

En cualquier caso, hoy no iba a hacer nada de eso. Iba a pasarse el domingo por la mañana holgazaneando, con unos pantalones de chándal grises y la camisa de cuadros rojos de Alex, que le quedaba grande. Estaba sentada a la mesa de la cocina, agarrando una taza de café y contando pausadamente hasta veinte.

Trece. Alex había llegado por fin hasta la puerta. Se detuvo para protegerse el cuello con una bufanda azul oscuro.

Quince.

Terminó de ajustársela. Siguió con un gorro de lana negro y unos guantes forrados. La temperatura acababa de subir a menos seis grados. Una gruesa capa de nieve en las calles y se suponía que iba a nevar más durante el fin de semana. Que fuera marzo no significaba gran cosa en la primavera de Nueva Inglaterra.

Alex era profesor de análisis de la escena del crimen, entre otras ocupaciones, en la academia de policía. Hoy tenía clase todo el día. Mañana los dos libraban, lo que no sucedía con mucha frecuencia y prometía algún tipo de diversión todavía por decidir. Quizás ir a patinar sobre hielo al parque de Boston. O dar una vuelta por el museo de Isabelle Stewart Gardner. O acurrucarse en el sofá y ver películas antiguas con un cuenco de palomitas.

Las manos de D.D. agarraron con fuerza la taza de café. Bueno, pues sin palomitas.

Contó hasta dieciocho, diecinueve, veint…

Alex terminó de ponerse los guantes, tomó su viejo maletín de cuero negro y se acercó a ella.

—No me eches mucho de menos —dijo. Le dio un beso en la frente.

D.D. cerró los ojos, recitó mentalmente el número veinte y empezó a contar hacia atrás.

—Te escribiré cartas de amor durante todo el día, con corazoncitos sobre las íes —le contestó.

—¿En tu carpeta del instituto?

—Algo así.

Alex dio un paso hacia la puerta. D.D. llegó a catorce. Su taza tembló, pero Alex no pareció darse cuenta. Respiró hondo y se concentró en aguantar. Trece, doce, once…

Alex y ella llevaban saliendo unos seis meses. Llegados a ese punto, ella disponía de un cajón entero para sus cosas en la casita de campo de Alex, y él poseía un resquicio de armario en el piso de D.D. en el barrio de North End. Cuando él daba clases, les era más fácil estar en casa de Alex. Cuando ella trabajaba, les resultaba más cómodo quedarse en Boston. No tenían un ritmo fijo. Eso hubiera implicado ponerse a hacer planes y hacer más sólida una relación que los dos tenían mucho cuidado en no definir abiertamente.

Ambos disfrutaban de la compañía del otro. Alex respetaba sus complicados horarios. Ella admiraba sus dotes de cocinero, como buen descendiente de italianos. La opinión de D.D. era que los dos esperaban con ganas las noches que podían estar juntos, pero también sobrevivían a las que no. Eran dos adultos independientes. Ella acababa de cumplir cuarenta, Alex había cruzado esa frontera hacía unos pocos años. No es como si fueran adolescentes ruborizados que se acordaban del otro cada instante que estaban despiertos. Alex ya había estado casado. D.D. simplemente era más sensata.

Vivía para trabajar, lo que otras personas podían pensar que no era muy saludable, pero qué más daba. Estaba donde había llegado por eso mismo.

Nueve, ocho, siete…

Alex abrió la puerta y enderezó los hombros para afrontar la cruel mañana. Un viento frío entró por el recibidor y arañó las mejillas de D.D. Ella se echó a temblar y agarró la taza de café con más fuerza.

—Te quiero —dijo Alex, cruzando el umbral.

—Yo también te quiero.

Alex cerró la puerta. D.D. se echó a correr por el pasillo, justo a tiempo para vomitar.

Diez minutos después, seguía tumbada en el suelo del ba­ ño. Los azulejos eran de los setenta, docenas y docenas de cuadraditos en beis, marrón y dorado. Mirarlos fijamente le hacía desear vomitar aún más. En cambio, contarlos parecía un ejercicio de meditación sorprendentemente bueno. Siguió contando azulejos mientras esperaba a que sus mejillas, sonrojadas por el esfuerzo, se enfriaran y a que su estómago dejara de contraerse.

Su móvil empezó a sonar. Lo miró desde el suelo, sin verdadero interés, dadas las circunstancias. Pero se percató de quién estaba llamando y decidió tomarlo por compasión.

—¿Qué? —preguntó, su saludo habitual para su examante, el detective de la policía estatal de Massachusetts Bobby Dodge, actualmente casado.

—No tengo mucho tiempo. Escucha.

—No estoy de guardia —contestó ella automáticamente—. Los nuevos casos son para Jim Dunwell. Llámale a él.

—Frunció el ceño. Bobby no podía asignarle un caso. Ella solo recibía órdenes directas de Boston, no de la policía estatal. Bobby continuó hablando como si ella no hubiera dicho nada.

—Es un puto desastre, pero estoy bastante seguro de que es nuestro puto desastre, así que necesito que me escuches. Los estatales están en la puerta de al lado, los periodistas en la acera de enfrente. Entra por detrás. Tómate tu tiempo y fíjate en todo lo que puedas. Ya he perdido mucha ventaja y, créeme, D.D., en este caso, ni tú ni yo nos lo podemos permitir.

D.D. frunció todavía más el ceño.

—¿Pero qué ha pasado, Bobby? No tengo ni idea de qué me estás hablando, por no mencionar que hoy es mi día libre.

—Pues ya no. La policía de Boston va a querer que una mujer se encargue de esto, mientras que los estatales van a preferir a uno de los suyos, en especial a alguien que haya patrullado las calles. Los jefazos deciden, pero son nuestras cabezas las que están en juego.

Un nuevo sonido, esta vez desde el dormitorio. Su busca estaba pitando. Mierda. La estaban llamando, lo que significaba que todo lo que Bobby le había dicho hasta ahora era verdad. Se esforzó por levantarse, aunque las piernas le temblaban y tenía ganas de vomitar otra vez. Dio el primer paso solo gracias a su fuerza de voluntad y, a partir de ahí, el resto fue mucho más fácil. Se encaminó hacia el dormitorio. Su trabajo como detective exigía que, de vez en cuando, se quedara sin días libres y esa no sería la última ocasión.

—¿Qué necesito saber? —preguntó, la voz más tajante ahora, sujetando el móvil en el hueco del hombro.

—Nieve —masculló Bobby—. En el suelo, en los árboles, en las ventanas… Joder. Tenemos agentes por todas partes…

—¡Sácalos! Si es mi puñetera escena del crimen, haz que se vayan. Encontró su busca en la mesilla de noche —efectivamente, una llamada de Boston— y empezó a quitarse los pantalones.

—Ya están fuera de la casa. Créeme, hasta los jefes saben que no se debe contaminar el escenario de un homicidio. Pero no sabíamos que la niña había desaparecido. Sellaron la casa, pero se olvidaron del patio. Y ahora lo han pisoteado todo y no tenemos ventaja. La necesitamos.

D.D. ya se había desprendido del chándal y comenzó a desabrocharse la camisa de franela.

—¿Quién ha muerto?

—Varón caucásico de cuarenta y dos años.

—¿Quién ha desaparecido?

—Niña de seis años, caucásica.

—¿Hay algún sospechoso? Un silencio muy, muy largo.

—Ven para acá —dijo Bobby, sin dar más explicaciones—. Tú y yo, D.D. Nuestro caso. Nuestro problema. Tenemos que resolverlo cuanto antes. Colgó. D.D. le hizo una mueca al teléfono y lo tiró sobre la cama mientras terminaba de abotonarse una camisa blanca. Bueno. Homicidio y niña desaparecida. La policía estatal ya se encontraba allí, pero pertenecía a la jurisdicción de Boston. Por qué estaría la policía estatal… Y, como la detective brillante que era, D.D. ató entonces todos los cabos.

—Ah, mierda. D.D. ya no tenía náuseas. Lo que tenía era un cabreo brutal. Agarró su busca, su acreditación y su chaqueta de invierno. Después, con las instrucciones de Bobby todavía resonando en su cabeza, se dispuso a colarse en su propia escena del crimen.

2

¿A quién quieres?

Conocí a Brian en una barbacoa por el 4 de julio. En la casa de Shane. Era la clase de invitación que no solía aceptar, pero últimamente me había dado cuenta de que necesitaba reconsiderar mi rechazo. Si no por mí, al menos sí por Sophie.

La fiesta en sí no era tan grande. Unas treinta personas, entre policías estatales y vecinos de Shane. El teniente coronel había aparecido por allí, una pequeña victoria para Shane. De todos modos, al pícnic habían ido sobre todo otros agentes. Vi a cuatro tipos que conocía del cuartel de pie al lado de la barbacoa, con una cerveza en las manos y gastándole bromas a Shane, mientras él se encargaba de la última tanda de salchichas. Justo enfrente habían colocado dos mesas de jardín, ya ocupadas por esposas sonrientes que mezclaban jarras de margarita mientras atendían a los niños a su alrededor.

Otros estaban en el interior de la casa, preparando ensaladas de pasta y viendo los últimos minutos del partido. Charlando mientras comían un poco de esto, bebían un poco de lo otro. Solo gente haciendo lo que hace la gente en una soleada tarde de sábado.

Yo estaba a la sombra de un viejo roble. Como Sophie me lo había pedido, me había puesto un vestido de verano estampado con flores naranjas y unas sandalias doradas. Permanecía de pie con las piernas ligeramente separadas, los codos pegados a los costados y dando la espalda al árbol. Puedes sacar a la chica del trabajo, pero no puedes sacar el trabajo de la chica.

Debería haberme mezclado con la gente, pero no sabía por dónde empezar. ¿Qué hacía? Podía sentarme con las mujeres, aunque no conocía a nadie, o irme hacia donde estaban los chicos, donde me sentiría más cómoda. No solía encajar con las esposas, pero no me podía permitir pasármelo bien con los maridos: entonces las mujeres dejarían de sonreír y me mirarían mal.

Así que me quedé aparte, sujetando una cerveza que no me iba a beber y esperando el momento en el que la fiesta se acabara y me pudiera escapar de allí sin parecer una maleducada.

Sobre todo, observaba a mi hija.

A unos cien metros de distancia, se estaba riendo hasta las lágrimas mientras rodaba por una cuesta con otra media docena de niños. Su vestidito rosa ya estaba manchado de césped y tenía restos de galleta de chocolate por la cara. Cuando llegó al final, agarró la mano de la niña que tenía al lado y subieron otra vez a toda prisa, tanto como sus piernas de tres años podían correr.

Sophie siempre hacía amigos con facilidad. Físicamente, se parecía a mí. En cuanto a la personalidad, era toda suya. Extrovertida, valiente, aventurera. Si de ella hubiera dependido, habría pasado todas las horas que no estaba dormida rodeada de gente. A lo mejor era un gen dominante y lo había heredado de su padre, porque, desde luego, no lo había sacado de mí.

Ella y la otra niña llegaron a lo alto de la colina. Sophie se tumbó primero, su pelo corto y oscuro en contraste con los dientes de león. Después, un remolino de brazos regordetes y piernas agitándose mientras empezaba a girar, sus carcajadas repiqueteando contra el cielo azul.

Se levantó, mareada por el descenso, y me vio mirándola.

—¡Te quiero, mamá! —gritó, y volvió a subir. Observé cómo corría y deseé, no por primera vez, no saber todas las cosas que una mujer como yo debía saber.

—Hola. Un hombre se había separado de la multitud y se me había acercado. Próximo a los cuarenta, casi uno ochenta, un poco más de ochenta kilos, pelo rubio y rapado, hombros fuertes y musculados. Dado el contexto, podría ser policía, pero yo no le conocía. Me tendió la mano. Con un poco de demora, le imité.

—Brian —se presentó—. Brian Darby.

—Señaló con la cabeza hacia la casa

—. Vivo en esta calle. ¿Y tú?

—Mmm. Tessa. Tessa Leoni. Conozco a Shane del cuartel. Esperé a que hiciera los inevitables comentarios de todos los hombres cuando conocen a una mujer policía. “¿Una poli? Entonces mejor que me porte bien”. O: “¡Vaya! ¿Dónde tienes la pistola?”.

Y esos eran los simpáticos.

Brian solo asintió. Tenía una cerveza light en la mano. Metió la otra en el bolsillo de sus pantalones cortos. Llevaba una camisa azul con un logo en el bolsillo, pero debido al ángulo en el que estaba no podía distinguirlo.

—Tengo que hacerte una confesión —dijo. Me preparé mentalmente.

—Shane ya me había dicho quién eras. Aunque lo cierto es que yo pregunté primero. Una mujer guapa y sola. Me pareció más prudente tantearle antes.

—¿Qué te ha contado Shane?

—Me ha asegurado que eras demasiado buena para mí. Por supuesto, he aceptado el reto.

—Shane dice muchas tonterías —le contesté.

—La mayor parte del tiempo. No te estás bebiendo la cerveza. Miré hacia abajo, como si me diera cuenta por primera vez de que la llevaba en la mano.

—Me he fijado —continuó Brian sin pudor—. La tienes por tener, pero no te la bebes. ¿Prefieres un margarita? Te puedo traer uno. Aunque —miró al grupo de mujeres, que ya iban por la tercera jarra y, en consecuencia, no paraban de reír— me da un poco de miedo.

—Estoy bien. —Relajé mi postura, dejé caer los brazos—. La verdad es que no suelo beber.

—¿Estás de guardia?

—Hoy no.

—No soy policía, así que no voy a pretender que lo conozco todo acerca de tu trabajo, pero llevo siendo colega de Shane unos cinco años, así que me gusta pensar que entiendo lo básico. Ser policía es algo más que patrullar las carreteras y poner multas. ¿Verdad, Shane? —gritó Brian, dejando que la protesta más repetida entre los agentes fuera flotando por el patio. Al lado de la barbacoa, Shane le respondió alzando el puño y sacando el dedo corazón a su vecino.

—Shane es un quejica —dije, dejando que mi voz también se oyera.

Shane me dedicó también un corte de mangas. Varios policías se echaron a reír.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con él? —me preguntó Brian.

—Un año. Soy una novata.

—¿De veras? ¿Qué te hizo decidirte a ser policía?

Me encogí de hombros, incómoda otra vez. Una de esas preguntas que todo el mundo hacía y que yo nunca sabía cómo responder.

—En su momento parecía una buena idea.

—Yo soy marino mercante —dijo Brian—. Trabajo con barcos petroleros. Estamos fuera dos meses, nos quedamos otros dos, volvemos a salir. Te jode un poco la vida personal, pero me gusta el trabajo. Nunca es aburrido.

—¿Marino mercante? ¿Qué haces? ¿Te ocupas de proteger a los barcos de los piratas o algo así?

—No, qué va. Vamos del estrecho de Puget hasta Alaska y de vuelta. No hay muchos piratas somalíes por el camino. Además, soy ingeniero. Mi trabajo consiste en que el barco siga navegando. Me gustan los cables, los mandos y los rotores. Las armas, en cambio, me dan miedo.

—A mí tampoco me gustan demasiado.

—Es curioso, teniendo en cuenta que eres policía.

—No creas. Mi mirada había regresado automáticamente hacia Sophie, controlando dónde estaba. Brian siguió la dirección de mis ojos.

—Shane me dijo que tienes una niña de tres años. Vaya, es igualita a ti. No hay peligro de que te vayas a equivocar de cría cuando la recojas.

—Shane te dijo que tenía una hija, ¿y aun así aceptaste el reto?

Se encogió de hombros.

—Los niños están bien. Yo no tengo, pero eso no significa que me oponga moralmente. ¿Hay un padre en su vida? —añadió con tono indiferente.

—No. No parecía satisfecho con la noticia, más bien pensativo.

—Tiene que ser duro. Ser policía a tiempo completo y criar a una niña.

—Nos las apañamos.

—No lo dudo. Mi padre murió cuando yo era pequeño. Dejó a mi madre sola con cinco críos. Nosotros también nos las apañamos, y no sabes cómo la admiro por ello.

—¿Qué le ocurrió a tu padre?

—Un infarto. ¿Qué le sucedió a su padre? —Señaló a Sophie, que ahora parecía estar jugando al pillapilla.

—Tenía una oferta mejor.

—Los tíos son idiotas —masculló y sonaba tan sincero que me reí. Se ruborizó—. ¿Te he dicho que tengo cuatro hermanas? Es lo que ocurre cuando solo tienes hermanas. Además, tengo que admirar a mi madre el doble, porque no solo se las apañó sola, sino que sobrevivió como madre de cuatro chicas. Y nunca la vi beber nada más fuerte que una infusión. ¿Qué te parece?

—Una mujer muy dura —estuve de acuerdo.

—Como no bebes alcohol, ¿a lo mejor a ti también te gustan las infusiones?

—Café.

—Ah, mi droga favorita.

—Me miró a los ojos—. Bueno, Tessa, pues a lo mejor alguna tarde te podría invitar a una taza de café. Por tu barrio o por el mío, lo que prefieras.

Repasé otra vez a Brian Darby. Ojos castaños y cálidos, sonrisa relajada, unos hombros sólidos.

—Está bien —me oí decir a mí misma—. Me gustaría. ¿Crees en el amor a primera vista? Yo no. Soy demasiado cauta, demasiado precavida para ese tipo de tonterías. O quizás es que he visto demasiado.

Quedé con Brian para tomarme un café. Me contó que, cuando estaba en tierra, disponía libremente de su tiempo. Nos resultó muy fácil quedar para pasear por las tardes, después de que me recuperara de mi turno de noche y antes de recoger a Sophie a las cinco en la guardería. Después vimos un partido de los Boston Red Sox en mi noche libre y, antes de que me diera cuenta, se nos unió a Sophie y a mí para merendar al aire libre.

Sophie se enamoró a primera vista. En cuestión de segundos, se había subido a la espalda de Brian exigiéndole que la llevara a caballito. Brian la obedeció y cruzó todo el parque galopando con una niña de tres años agarrada a su pelo y gritando “más rápido” todo lo alto que podía. Cuando acabaron, Brian se dejó caer en la manta de picnic mientras Sophie se iba a buscar dientes de león. Pensaba que las flores serían para mí, pero, en vez de eso, se las ofreció a Brian.

Brian las aceptó al principio con un poco de reparo y, luego, resplandeciente, cuando comprendió que todo el ramillete era para él.

Después de eso, fue muy sencillo pasar los fines de semana en su casa, que tenía un jardín de verdad, en vez de en mi abarrotado apartamento de una sola habitación. Hacíamos la cena juntos mientras Sophie jugaba con su perro, un viejo pastor alemán llamado Duke. Brian compró una piscina de plástico para el porche y colgó un columpio en el viejo roble.

Un fin de semana en que estuve muy ocupada, vino y llenó nuestra nevera para que Sophie y yo tuviéramos comida toda la semana. Y, una tarde, después de que hubiera estado trabajando en un accidente de coche que dejó tres niños muertos, le estuvo leyendo cuentos a Sophie mientras yo contemplaba la pared de mi habitación y luchaba por contener las lágrimas.

Después me acurruqué con él en el sofá y me estuvo contando historias de sus cuatro hermanas, incluyendo la vez en que se lo habían encontrado dormido y le habían maquillado. Se pasó dos horas recorriendo su barrio en bici adornado con sombra de ojos azul brillante y pintalabios rosa fucsia antes de que se diera cuenta al ver su reflejo en una ventana. Me reí. Después me eché a llorar. Me abrazó con fuerza y nos quedamos así, sin decir nada.

El verano transcurrió. Llegó el otoño y, con él, la fecha en la que tenía que embarcar. Iba a estar fuera ocho semanas, pero volvería a tiempo de Acción de Gracias, me aseguró. Tenía un buen amigo que solía cuidar de Duke. Pero, si queríamos…

Me ofreció las llaves de su casa. Podíamos quedarnos. Incluso darle un toque más femenino si lo deseábamos. A lo mejor nos apetecía pintar de rosa la habitación pequeña, que era la de Sophie. Colgar un par de cuadros. Patitos de goma en el baño. Lo que hiciera falta para que estuviéramos cómodas.

Le di un beso en la mejilla y le devolví las llaves.

Sophie y yo estaríamos bien. Siempre lo habíamos estado, siempre lo estaríamos. Le vería dentro de ocho semanas.

Sophie, por el contrario, lloró y lloró y lloró.

Un par de meses, intenté decirle. Muy poco tiempo. Solo unas semanas.

La vida era más aburrida con Brian fuera. Una rutina interminable de levantarse a la una de la tarde, recoger a Sophie de la guardería a las cinco, entretenerla hasta que se metía en la cama a las nueve, y ver llegar a la señora Ennis a las diez para que yo pudiera trabajar de once a siete. La vida de la madre soltera. Esforzándose para que los centavos se estiraran hasta el dólar, haciendo innumerables recados en un día ya de por sí ocupado, manteniendo a mis jefes contentos mientras atendía las necesidades de mi hija.

Me las podía arreglar, me recordé a mí misma. Era dura. Había aguantado mi embarazo sola, había dado a luz sola. Había soportado veinticinco largas y solitarias semanas en la academia de policía, echando de menos a Sophie a cada paso, pero decidida a no abandonar, porque convertirme en policía era la mejor oportunidad que tenía de ofrecerle un futuro mejor a mi hija. Podía regresar a casa y a Sophie los viernes por la noche, pero todos los lunes por la mañana debía dejarla llorando con la señora Ennis. Semana tras semana tras semana, hasta que pensé que terminaría chillando para liberar el estrés. Pero lo conseguí. Cualquier cosa por Sophie. Todo por Sophie.

Aun así, empecé a mirar mi correo electrónico más a menudo, porque siempre que Brian llegaba a puerto nos mandaba un mail breve o una foto divertida de un alce cruzando una carretera en Alaska. Cuando llegó la sexta semana, me di cuenta de que estaba más contenta los días en que nos escribía, y más tensa los días que no. Y Sophie reaccionaba igual. Nos sentábamos frente al ordenador todas las noches, dos chicas guapas esperando oír noticias de su hombre.

Y, por fin, la llamada. El barco de Brian había atracado en Ferndale, Washington. Iba a terminar con el trabajo en dos días y tomaría el tren lanzadera a Boston. ¿Podía llevarnos a cenar?

Sophie se puso un vestido azul, su favorito. Yo repetí el vestido naranja que había llevado en la barbacoa del 4 de julio y le añadí una chaqueta fina en previsión del frío que pudiera hacer en noviembre.

Sophie, vigilando desde la ventana, fue la que le vio primero. Gritó contenta y bajó las escaleras desde nuestro apartamento tan rápido que pensé que se iba a caer. Brian la sujetó a duras penas. La levantó entre sus brazos, le dio mil vueltas. Ella reía y reía y reía.

Yo fui con más calma, tomándome mi tiempo para arreglarme el pelo por última vez y abrocharme los botones de la chaqueta. Salí del edificio. Cerré la puerta con fuerza tras de mí.

Me di la vuelta y le miré. Le examiné detenidamente. Me emborraché de él.

Brian dejó de dar vueltas con Sophie. Se quedó en medio de la acera, con mi hija todavía entre sus brazos, y él también me recorrió con la vista.

No nos tocamos. No dijimos una sola palabra. No teníamos que hacerlo.

Después de la cena, cuando fuimos a su casa, acosté a Sophie en la cama de la otra habitación y entré en la suya. De pie frente a él, dejé que me quitara la chaqueta, el vestido. Puse mis manos en su pecho desnudo. Lamí la sal de su garganta.

—Ocho semanas han sido demasiadas —murmuró—. Te quiero aquí, Tessa. Joder, quiero saber que siempre puedo volver a ti. Guié sus manos hasta mis senos y me arqueé al contacto de sus dedos.

—Cásate conmigo —susurró—. Lo digo de verdad, Tessa. Quiero que seas mi esposa. Quiero que Sophie sea mi hija. Tú y ella deberías estar viviendo aquí, conmigo y con Duke. Deberíamos ser una familia.

Volví a probar su piel. Deslicé mis manos por su cuerpo, el tacto de un cuerpo completamente desnudo contra otro. Temblé. Pero no era suficiente. Sentirlo, degustarlo. Lo necesitaba contra mí, sobre mí, dentro de mí. Lo necesitaba en todas partes, ahora mismo, en ese instante. Le arrastré conmigo sobre la cama, rodeé con mis piernas su cintura. Se deslizó dentro de mi cuerpo y gemí, o a lo mejor fue él quien gimió, pero eso no importaba. Estaba donde le necesitaba. En el último momento, le sujeté la cabeza entre las manos para poder mirarle a los ojos mientras la primera oleada nos inundaba.

—Cásate conmigo —repitió—. Seré un buen marido, Tessa. Cuidaré de Sophie y de ti. Se movió dentro de mí y yo dije:

—Sí.

Lisa Gardner. Foto: PRH

¿Quién es Lisa Gardner? La autora superventas comenzó trabajando en hostelería hasta que, cansada de quemarse el pelo en los fogones, decidió dedicarse a su pasión: escribir. Confiesa que la fase que más disfruta cuando comienza un libro es la de documentación, y ha convertido su interés por los procedimientos policiales, las técnicas forenses más revolucionarias y las tramas imprevisibles en 17 novelas de suspense que se han convertido en éxitos internacionales. Lisa vive en Nueva Inglaterra con su familia y sus dos perros.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video