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Antonio Calera

15/04/2017 - 12:03 am

La comida de nuestra vida: hagámosla ya

Nadie puede quitarnos el derecho de darnos placer, de convocarnos a la plaza pública para deleitarnos con alimentos y bebidas. En absoluta armonía.

Nadie puede quitarnos el derecho de darnos placer, de convocarnos a la plaza pública para deleitarnos con alimentos y bebidas. En absoluta armonía. Foto: Cuartoscuro

Hace cuatro años, a la mesa con el crítico de arte Fernando Gálvez, me hacía ver su intención de llevar a cabo una acción de desobediencia civil que no debería tanto serlo y que, sin lugar a dudas, una vez que se reprodujera a lo largo del territorio nacional, terminaría siendo una bomba emancipadora: sacar una mesa a la calle y comer ahí, en el espacio público, lo que cada familia pudiera o bien, lo que entre ellas se compartieran.

El sueño suyo, y que por supuesto hice mío inmediatamente al escucharlo, era que ahí, todos arrojados a la calle, decenas de familias en sus mesas en cada cuadra, en cada manzana (o tal vez todos agolpados en sólo una gran fila de mesas que hicieran una misma, cómo saberlo), en fin, en cada colonia, en varias y así hasta llegar a copiarse por toda la federación, nos sabríamos libres de ataduras políticas: todos, sin excepción a la mesa, nos sentiríamos religados por algo (ya no digamos más fuerte que el nivel formal de un entramado electoral),  más fuerte que las telarañas de la sensación patriotera que aparece de vez en cuando, sino por una sensación de libre pertenencia por estar todos en la búsqueda de un fin: ser felices gracias a la colectividad, sin políticos y sin empresarios, es decir, sin mentiras.

Varias veces suelo imaginarme en esta mesa gigantesca, este sembrado de puntos de luz en el mundo, con las señas de la comitiva que se reúne en la mesa de Luis Buñuel en su Viridiana (1961), acometiendo con el mismo fervor la tan poética empresa de La Grande Bouffe (La Gran Comilona, Marco Ferreri, 1973). Deseos míos, quizá, utopías, pero no despropósitos.

Porque, ¿no deberían ser estas mesas, no como añadidura sino como mera condición de posibilidad de su existencia, mesas abiertas a la otredad más extrema? Por ejemplo que en ella se reunieran los más ricos y los más pobres, los ingenieros y los doctores, con los mecánicos, los carniceros, los ladrones?

¿No debieran se radicales? Quiero decir que ya ahí, con los pares comiendo, con los distintos pero iguales comiendo, donde ya no hay que ir por nada más allá que la compartición de los relatos, el entramado de los relatos varios para hacer uno cuyo nombre más bello no es el de literatura sino de cultura, ¿qué más sino hacerlo nutrido, prolongarlo, doblarlo, torcerlo, jugar con él?  ¿A ver hasta dónde llega y eso significaría a ver hasta dónde llegamos los unos de cara a los otros, cómo llegamos a dar ahí y cómo es que nos metemos a la cabeza el gran tema de la supervivencia, qué pensamos y qué nos diremos o no diremos de la sexualidad, de los placeres y los vicios, de la dura prueba que es prodigarse ese pan que ahora es compartido y sobre todo, nuestro tremendo asco por los gobernantes corruptos, los empresarios que sacan la sangre al pueblo?

Puede ser. Por lo pronto yo le invito a usted. Imagínelo por lo pronto. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.

Porque la verdad es que hay que frenar de alguna manera, aunque sea así de simbólica pues, el vértigo de la modernidad, la pauperización de lo humano, esa terca tendencia a la putrefacción que llega con el corporativismo, es decir, la maquinaria del capitalismo más salvaje. Por eso, es que le planteo esta idea. Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Piense al hacerla que la compartirá con el otro. ¿Y sabe por qué? Porque no hay mejor manera de convivir entre pares, saber algo de las maneras que tienen de vivir otros seres humanos. Hable de las películas o programas de televisión que vio en la semana, de los libros que leyó, cuente chistes, anécdotas de lo que usted guste, de la maldita inmortalidad del cangrejo pero observe siempre una regla: no hable de su jefe o del trabajo porque justo la idea es mandarlos por un momento derechito a la chingada.

No. Mejor hable de usted mismo. De los entretelones de la vida en la tierra, del amor, del arte. Porque si se pone a ver, nos ponemos a ver, todo ello al final es la misma cosa: la conversación luego de comer o comiendo, con el otro querido, como la mejor manera que tiene uno de asombrarse de estar vivos. Hable también de la religión que es la amistad y por supuesto de la comida misma. La idea es desprenderse del todo hecho pedazos, suspender su propia burbuja de la porquería en que se ha convertido el hecho mismo de trabajar, escapar de la cruel alienación a la que hemos sido sometidos, la cosa de la vida vulgar. Reflexione. Esa zona delimitada por una sábana, esas viandas que le convida su grupo, cocinadas por ellos mismos o sus familias, ese postre precario que se ha embarrado en el contendor de plástico, representan su autonomía, su reinado. Es ahí, en esa arquitectura vernácula que es delimitada por sus cuerpos en el parque, rodeada de plantas y árboles, que operan únicamente sus reglas, su forma de pensar y decir. Es su reinado. Se trata pues de un paréntesis que frena el discurso homogeneizador de que todos somos iguales frente al sudor del trabajo, que todos somos obreros del sistema. ¡A tomar por culo el maldito sistema! Esa farsa que nos ha hecho creer que no existimos.

Por eso no se mimetice y mímese.  Haga usted amor con la comida al aire libre, y no se limite. Destape un buen vino, coma de lo lindo, cierre con un termo de café hirviendo y bostece un buen rato para comerse así, como otros comen energía, presupuesto, ego, unos minutos de su hora de comida.  Y además, caiga en cuenta que comer así es regresar a la ciudad, dejarnos ver entre sus brazos como si fuera aún nuestra madre querendona. Vamos de “día de campo”, decíamos antes. “Día de campo” para propinarnos un día de campo en medio de la urbe hostil. Picnic como recostarnos de nuevo en la matriz, como casa del árbol no para el soliloquio sino el coloquio de los amantes. Y es más: lo convoco a que promueva esta sublevación. Diga NO a los comedores industriales. NO a las máquinas expendedoras de comida chatarra. NO a las fondas baratas pero cutres. El tiempo nuestro es el que vale. Porque sobreviviremos a la hostilidad del mundo capitalista, del tiempo rápido de su modernidad que nos hace pensar o sentir que no hay otra forma de vivir nuestra vida. ¡La hay!

Nadie puede quitarnos el derecho de darnos placer, de convocarnos a la plaza pública para deleitarnos con alimentos y bebidas. En absoluta armonía. Las calles, las plazas públicas, nos pertenecen. No pertenecen exclusivamente a los vendedores ambulantes, a los rateros, a los pudientes, que acaparan el espacio público como si fuera suyo. No. Sin embargo, salir a la calle y sentarnos a la mesa parecería en un acto de desobediencia civil. Y no tendría porqué. Queremos decir con esto de comer juntos en familia, que nos suspenderemos, seremos equidistantes a la médula ósea de lo que los gobiernos imponen como realidad, porque la realidad que queremos es otra, más pegada a los sentidos que a las mañas, las astucias, los trámites, los pagarés. Queremos salir a los jardines y ser felices.

Caminaremos de nuevo con nuestros portaviandas, nuestros maletines del placer, a degustarnos sobre la hierba, a sentirnos plenos con la compartición del pan. La comida a cielo abierto será como una nueva eucaristía, y vaya que la querremos por siempre. Esta comida, sépalo, siéntalo, será, la primera comida del resto de nuestras vidas. Buen provecho.

NOTA MUY IMPORTANTE:

Imaginemos que usted elije la Plaza de San Jerónimo en el Centro Histórico para acometer este sueño.  Y el día 23 de abril. De las 2 de la tarde hasta las 7 de la noche. ¿Sabe por qué? Porque haremos una Gran Comilona por cuarta vez, en el Centro Histórico. La Gran Comilona, una acción colectiva, está abierta a todos, y será acompañada de una feria de publicaciones alternativas, lecturas de poesía y presentaciones de libros. La entrada será absolutamente gratuita. Los requisitos para participar son: llevar comida y bebida (lo mismo platos, vasos y cubiertos), para compartirla gratuitamente con otros comensales sentados en la mesa, o bien en las jardineras de la plaza. Hay pocas reglas que cumplir. Hay que compartir los alimentos, no desperdiciarlos, y se deberá a toda costa intentar hacer una escultura social de paz y placeres en que se pueda pasar una tarde pletórica entre amigos, disfrutar del entorno. El respeto, la seguridad y la limpieza, serán cosa que hagamos entre todos. Amigos de esta columna, “Sobas Completas”. Los invito a comer. A comernos entre todos. A comer lo que pensamos, sentimos y soñamos, en la plaza pública, de manera gratuita, y crear una experiencia única. ¿Vienen?

 

 

 

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