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Alma Delia Murillo

15/07/2017 - 12:05 am

Antes de la lluvia, después de nosotros

En una orilla de sobrevivencia y silencio, las voces de una modesta emisión de radio resonaban: protocolo de seguridad, los responsables deben renunciar

  Oh, que será, que será,
que todos los avisos no van a evitar

—Chico Buarque 

En una orilla de sobrevivencia y silencio, las voces de una modesta emisión de radio resonaban: protocolo de seguridad, los responsables deben renunciar. Foto: Cuartoscuro

Llovía. O lloverá.

Ocurrió no hace mucho o tal vez va a ocurrir, en un futuro cercano, en una ciudad políticamente correcta como todas y caótica como ninguna, esta historia de la que fuimos testigos, o de la que seremos.

Día con día, como si nadie lo registrara, como si la estampida de señales corriendo desbocadas frente a nuestros ojos fuese invisible, salíamos a la calle para cumplir con la jornada y elegíamos la ceguera común, el orgullo omnipresente por la calidad de vida alcanzada, la gratificación masturbatoria de las furibundas peleas en las redes sociales, y la calma por la bondad desempeñada de las 8:00 a las 19:00 horas en la oficina o en la escuela.

Para trasladarnos al espacio cotidiano de adultos exitosos, decidíamos de entre estas opciones: subir al auto o al taxi solía ser la elección de los más precarios, abordar el transporte público la de los sensatos, caminar para los que aún no consideraban humillante usar sus propias piernas y montar la bicicleta para los de indiscutible superioridad moral y física.

Si se ponía suficiente atención, se podía mirar una calle destripada por aquí, una inmensa avenida perdiendo las orillas por allá, un puente que no tenía escaleras de bajada, un paso peatonal gritando auxilio, un edificio eviscerado, una casa con la fachada en un rictus, decenas de coladeras a punto de vomitar, cientos de semáforos taquicárdicos suplicando tregua, incluso había noches en que la luna parecía a punto de desprenderse y rodar sobre nosotros.

Asistíamos pues, coléricos y futuristas, al desempeño de nuestras vidas montadas sobre tecnología de punta y exhibidas ininterrumpidamente en la pantalla de la gran audiencia que constituimos todos para todos.

No será fácil precisar ahora, ni entonces, ni en el futuro, cuántos milímetros de lluvia cayeron tarde a tarde durante ese periodo que duró ochenta y siete días justos, humedeciéndonos hasta los huesos. No será fácil precisar ni ahora ni nunca, la suma incalculable de dinero que la corrupción absorbió dejando raquíticos los presupuestos de la obra pública que terminó por devorarnos.

Peleábamos por la aprobación de una iniciativa de ley en el senado para determinar quién debía tener la prioridad en los servicios de rescate que se ejecutaban diariamente.  Unos insistíamos en poner por delante a los peatones, otros a los ciclistas, el segmento del transporte público pugnaba por lo suyo y, desde luego, los automovilistas vociferaban que ellos debían ser los primeros.

El mimetismo y el contagio endémico de una y otra legión fincó su trinchera en las redes sociales, fue a través de “Likes” y “RTs” transmutados en votos que se diseñó el plebiscito para dirimir los artículos del Reglamento de Rescate en Crisis Pluvial y de Tránsito en Vialidades Carreteras y Puentes de Jurisdicción Estatal (sic).

La egolatría, que por entonces se había convertido en culto, demandaba sacrificios humanos para no despertar la ira de los dioses que todos creíamos que éramos. Así, convencidos siempre de que el inmolado tendría que surgir de otra tribu, resolvimos emitir nuestro voto en línea una tarde del mes de junio.

En el minuto acordado para la votación, hubo un rugido metálico que detuvo corazones —metafórica y literalmente, millones de autos chocaron en un punto y otro de la ciudad. Entonces todas las señales eclosionaron con una sincronía demoniaca. El puente cojo se cayó, de la calle destripada emanó un vaporcillo con un intenso olor a gas, el edificio eviscerado se desplomó de una, las tapas de las alcantarillas volaron y eyectaron aguas negras con mierda en todas direcciones, los semáforos se apagaron como los ojos de los muertos. Los vagones del metro se descarrilaron como caballos que dejan de obedecer al jinete.

Un alud de autos cayó de los puentes y de los segundos pisos; sobre el agua y la mierda rodaron pedazos de bicicletas, automóviles, peatones, perros de raza pura y de raza cósmica, piernas, brazos, bolsos, cabezas, teléfonos y más teléfonos móviles; los cables del alambrado público cantaron, las sirenas aullaron, las alarmas barritaron tarde y aunque los elefantes hubieran avisado a tiempo del tsunami urbano que entre todos causamos, no los habríamos escuchado.

En los noticieros del mundo una imagen captada por las cámaras de seguridad públicas que se repetía como un loop cinematográfico hacía sentir escalofríos: era el justo momento en el que, con una coordinación coreográfica, todos enfocamos la mirada en la pantalla del Smartphone para emitir nuestro voto en línea al mismo tiempo y perdimos de vista el volante del auto, el manubrio o el siguiente paso, provocando aquella epidemia de accidentes en cadena.

En una orilla de sobrevivencia y silencio, las voces de una modesta emisión de radio resonaban: protocolo de seguridad, los responsables deben renunciar, toneladas de basura, la corrupción mata, postiempo, posverdad, nueva consulta digital…

Llovía. O lloverá.

 

@AlmaDeliaMC

 

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