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Darío Ramírez

15/12/2016 - 12:00 am

10 años de guerra

A diez años de guerra no nos estamos haciendo las preguntas correctas. El General Secretario inauguró la discusión afirmando que la naturaleza del ejército es no estar en las calles. No están entrenados para eso, concluyó el Secretario. Su advertencia debería ser tomada con seriedad. La tortura por parte de las fuerzas de seguridad en […]

Sacar al Ejército de las calles tal vez desembocaría en una ingobernabilidad cuasi absoluta. Eso es cierto. Pero el simple hecho de que en 10 años una medida que se antojaba como temporal se haya quedado como la única salvación de la gobernabilidad interna es en sí el tema que la clase política se niega a revisar. Foto: Cuartoscuro
Sacar al Ejército de las calles tal vez desembocaría en una ingobernabilidad cuasi absoluta. Eso es cierto. Pero el simple hecho de que en 10 años una medida que se antojaba como temporal se haya quedado como la única salvación de la gobernabilidad interna es en sí el tema que la clase política se niega a revisar. Foto: Cuartoscuro

A diez años de guerra no nos estamos haciendo las preguntas correctas. El General Secretario inauguró la discusión afirmando que la naturaleza del ejército es no estar en las calles. No están entrenados para eso, concluyó el Secretario. Su advertencia debería ser tomada con seriedad.

La tortura por parte de las fuerzas de seguridad en México aumentó en 600 por ciento entre 2003 y 2013; 200 mil muertos desde 2007 y 28 mil desaparecidos. El gobierno de Estados Unidos ha donado para la continuación de la guerra mil 500 millones de dólares a través de la Iniciativa Mérida.

Diez años de guerra para acabar en un lugar peor de cuando comenzaron a luchar. Lo preocupante es que a pesar de tener números claros sobre el costo que ha tenido la guerra contra el narcotráfico, la ausencia de replantear la estrategia es evidente. Como si lo que hemos ganado fuera tan contundente para seguir con el timón directo a más confrontación y con ellos balas y muertos.

Las palabras de Secretario únicamente movieron a los halcones del Congreso para buscar un marco legal que le dé al ejército mayor capacidad para actuar como policía. Queda claro que la estrategia es seguir protegiendo al Ejército y, al mismo tiempo, asegurar el detrimento de una fuerza encargada de la seguridad pública. Aparentemente seguiremos bajo la premisa que las policías son y serán corruptas, por lo que debemos de seguir armando al ejército para que patrulle las calles. A pesar que el Secretario advirtió que esa no es la naturaleza del ejército.

¿Entonces qué pasa? ¿No tenemos opción? ¿No hay ningún movimiento serio que planteé alguna ruta que cueste menos violencia, muertes, desapariciones y dinero? ¿Estamos condenados a seguir perdiendo nuestra seguridad?

La guerra no convencional que se libra en nuestro territorio no tendrá fin mientras sea balas contra balas. No habrá grupo que alce la bandera blanca para pedir clemencia. Es imposible triunfar con la estrategia que hemos seguido esta década.

Tenemos, como sociedad, la mala costumbre de enojarnos, pero en muy pocas ocasiones transformar ese enojo para presionar a la clase política que adopte decisiones en beneficio de la sociedad. Ese enojo se queda en gritos, esporádicas y vacías marchas, mentadas en las redes sociales.

Pero seamos realistas, ese enojo no es una fuerza de cambio. Es una fuerza administrada por el poder. La presión de la sociedad civil ha servido hasta ahora para elementos más cosméticos que para una reforma del Estado profunda en donde haya un verdadero check and balance de los gobiernos.

Tomemos Ayotzinapa como ejemplo. Después de aquellas multitudinarias marchas por Paseo de la Reforma, después de ríos de tinta y gritos de pulmón lleno, hoy Ayotzinapa está sin resolver. Con versiones encontradas y grandes intentos de manipulación por parte del Gobierno Federal. Pero en sí nada cambió. Nada pasó. Lo mismo podemos decir de todo ese hartazgo social por los infames casos de corrupción de gobernadores que tiene al borde de la quiebra a varios estados de la república. ¿Qué pasa más allá del fulminante enojo? Nada. El sistema de partidos tiene secuestrado todas las vías de subversión para cambiar el orden actual de las cosas. La complicidad de todas las fuerzas políticas en estos diez años es indudable. La responsabilidad recae en la omisión de hacer actos de oposición ante la gravedad de lo que se vive.

Los diez años de la guerra de Calderón (y ahora de Peña) pasaron con voces tímidas pidiendo un alto para replantear la estrategia. La inmensa mayoría de los medios hicieron eco del silencio y falta de cuestionamiento. Los principales diarios extranjeros tomaron otra ruta. El New York Times, The Guardian, El País y Al Jazeera sacaron extensas notas dando un balance negativo de lo que han sido estos 10 años. La prensa nacional no convocó a una reflexión más profunda y necesaria. Tampoco están a la altura de las necesidades más urgentes del país.

¿Entonces qué tenemos al final de una década de guerra? Una violencia social imperante junto con un tejido social prácticamente deshecho. Después de escuchar al Secretario advertir que necesitan más poder para hacer lo que les han encargado y la retórica presidencial, parece ser que la conclusión es seguir por el camino que nos han llevado. Con todo el peso de la guerra en los hombros de las víctimas. El anhelo de un estado de derecho no pasará con armar más y mejor al Ejército o las policías.

Sacar al Ejército de las calles tal vez desembocaría en una ingobernabilidad cuasi absoluta. Eso es cierto. Pero el simple hecho de que en 10 años una medida que se antojaba como temporal se haya quedado como la única salvación de la gobernabilidad interna es en sí el tema que la clase política se niega a revisar.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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