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Tomás Calvillo Unna

16/08/2017 - 12:05 am

En busca del espacio perdido

En esa inmensidad se despliega y se asienta la pátina de las eras: que en otros términos llamamos historia. Los bordes de esa intersección es el lugar.

                    Hace  muchos años que, de mi infancia en Cambray, 

                    solo existía para mí la tragedia cotidiana de acostarme.

                            Marcel Proust. En busca del tiempo perdido

Pintura: “Peregrinos”, por Tomás Calvillo

I

El tiempo ya se nos fue, Occidente eligió la velocidad, el aceleramiento, enunció “el ahorrar tiempo” como un valor universal y en ello desbordó el quehacer del ser humano y pulverizó sus ritmos naturales. Llevó la experiencia de vida a otro nivel planetario y de alguna manera evaporó la existencia despojándola de su densidad y lentitud.

Nos convertimos en insaciables consumidores del entretenimiento; una amenaza a nuestro tiempo interior, el único que estaba a salvo en los veloces procesos industriales y tecnológicos que se adhieren a la cotidianidad hasta definirla, medirla y ponerla en venta.  Nos queda ese espacio acechado, y la tarea esencial de focalizarlo hasta encontrar nuestro lugar.

Concentrarnos en ello puede restaurarnos la plenitud anhelada del sentido de nuestro caminar. El espacio nos permite recuperar una conciencia de identidad que no se precipita en el caótico ir y venir de nuestros personajes asidos a un desgaste existencial que el instante devora. El espacio nos devuelve el oxigeno perdido en las tareas que se acumulan entre tensiones continuas de una agresividad colectiva en ascenso. El espacio nos da el lugar para ser nadie (ese vacío tan indispensable) con gozo, paz y fortaleza. Nos libera de la ilusión, la falsificación y la imposición que una cultura entre comillas deletreada por las élites económicas y políticas alimenta, pretendiendo saber lo qué pasa. El lugar nos permite darnos cuenta de la profunda ausencia de lealtad con nosotros mismos y los demás que caracteriza a estos tiempos y sus discursos.

II

Los pliegues del espacio son el tiempo, es su vaivén, su movimiento.

En esa inmensidad se despliega y se asienta la pátina de las eras: que en otros términos llamamos historia. Los bordes de esa intersección es el lugar.

Este último ha desaparecido, lo desconocemos, algunos pueblos aún lo marcan, lo cuidan, en sus ríos venerados, en sus montañas y bosques sagrados, en sus veredas del desierto  y la cartografía de sus sueños que reconocen los  ojos de agua.

No los entendemos, no comprendemos esa memoria viva, creemos que son residuos de caducas tradiciones, un estancamiento y al final una pérdida de oportunidad para la plusvalía.

Hay un orden que precede a la sociedad y su historia; anterior a esos pliegues que le permiten la narración. Un orden que nos exige entenderlo, aproximarlo, descubrirlo y saberlo.

De ello parten los conceptos antiquísimos y vigentes del lugar sagrado como reconocimiento de la inserción del tiempo en la matriz del espacio. Hay otros como el silencio y la soledad que permiten la identificación de la naturaleza, detectar su acompañamiento y nuestra identidad compartida. Hoy, está sometida y desplazada por la tecnología, incluso usurpada su presencia por la llamada virtualidad.

Ese orden que hemos arrinconado y despreciado es más que una memoria ancestral, es el presente de una consciencia y una presencia definida por su trascendencia, cuyos motivos son otros; no se trata más del dominio de la realidad cotidiana, de la operación tangible y material de la hegemonía sobre la realidad que ignora el espacio infinito en el fugaz mundo material. Las cualidades de ese orden de  conocimiento son distintas;  no es más el control, no es la acumulación, no es el poder, no es la manipulación, ni la producción, ni la multiplicación, ni el consumo, ni los beneficios, ni los éxitos. Y no obstante de alguna manera sostiene todo ello. La paciencia encuentra ahí su razón.

Está más cerca del vacío, de una forma de estar que traduce una textura visible del ser, que se expone  en dos fundamentos de ese orden: compasión y devoción, las dos caras del misma experiencia cuya raíz esta en esa infinitud del espacio y no tanto en sus pliegues del tiempo.

El cuerpo, nuestros cuerpos, en su interioridad expresan el espacio infinito. La muerte es el surco de sus  pliegues donde deviene: cuando se expande (su ciclo biológico) desaparece y retorna a su permanencia lo que solemos llamar eternidad. En nuestra  interioridad siempre está, el mundo lo olvida porque necesariamente se envuelve en sí mismo, en sus constantes contracciones que lo explican.

Sus mil rostros son esa pulsación que llamamos vida, una energía más allá de los mismos átomos que son una suerte de confeti infinitesimal como los astros que en otra proporción  conforman la atmósfera intrínseca del espacio.

Se puede advertir que la llamada sociedad del conocimiento que se asienta en el despliegue continuo de las mediaciones tecnológicas, provoca una dolorosa ruptura que la realidad virtual, sin saberlo del todo, busca resarcir en un nuevo naufragio del ser, un viaje en los espejos de la exterioridad, un nuevo laberinto de imágenes ausente de la palabra, del sonido, de la pronunciación que suele ser la experiencia del nombre es decir la encarnación del infinito en cada uno, en su vibración primaria que sostiene la visión que nos reúne.

Las palabras más que señuelos elaborados en imágenes, son la resonancia.

Desde estos contenidos, en términos políticos la autonomía surge como un concepto más que significativo  y la historia como un fractal de experiencias narradas, que flotan como burbujas iluminadas en la inmensa noche; millones de ellas conforman la memoria, minúsculas motas que giran en sus destellos de biografías.

Si retomamos el espacio interior para encontrar el lugar, el tiempo retornará sin el vértigo de esta era; y nuestra respiración y latidos serán su expresión más acabada

  1. Diez millones de dólares para tener y mantener el poder. ¿Por cuánto tiempo? ¿Para qué?: el Reino de la Nulidad

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