La nueva guerra de Galio

17/02/2017 - 12:00 am

 

 

Foto: Cuartoscuro

Los acontecimientos trágicos de Tepic me recordaron un pasaje de la segunda novela de Héctor Aguilar Camín: La Guerra de Galio, de ella si no me falla la memoria, recuerdo cuando da cuenta del engranaje del sistema de seguridad nacional en los ya lejanos años setenta.

El desenlace trágico de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971 había llevado a cientos de jóvenes a la conclusión de que la única alternativa política era la armada. La violencia política. Ello provocó que muchos jóvenes formaran o se incorporaran a las organizaciones guerrilleras.

Cómo respuesta a los caídos de las fuerzas armadas, según la novela, había una ley no escrita de que aquellos guerrilleros que hubieran participado directamente en hechos de sangre con su propia sangre y vida lo pagarían.

Ahora, con el ataque y muerte de la célula nayarita del cártel de la familia Beltrán Leyva, que comandaba Francisco Patrón Leyva, alias el H2, ha trascendido que la rudeza del acto, se explica antes que como respuesta a la descalificación de las Fuerzas Armadas que hizo Trump en la conversación telefónica que sostuvo con Peña Nieto y que de acuerdo a la versión de la periodista Dolia Estévez, llegó hasta “sugerir” una incursión armada para combatir  a los narcotraficantes, por el ataque que sufrieron el 30 de septiembre pasado en Culiacán donde sus vehículos quedaron destrozados y en ellos quedaron sin vida 5 de sus miembros y 10 más sobrevivieron con heridas de mayor o menor gravedad.

Si, bien, la referencia al pasaje de la celebrada novela de Aguilar Camín que tiene varias reediciones y es una referencia obligada para comprender los años de la llamada guerra sucia, podría decirse que es ficción y por lo tanto no tiene un fundamento histórico y lo que se narra no llega a demostrarse empíricamente.

Sin embargo, coincide con muchos testimonios de sobrevivientes de ese periodo oscuro en nuestra historia y dan cuenta de que la ley de ojo por ojo, diente por diente, se aplicó puntualmente en muchos de los casos de los hasta hoy desaparecidos con especial crudeza por la Brigada Blanca que dirigía el siniestro Miguel Nassar Haro, quien murió sin haber pagado por sus  crímenes.

Pero, para ayer y hoy, la pregunta de fondo, es si esa ley no escrita cabe en un sistema democrático, de instituciones, de normas y ejecutores de la ley, donde la presunción de inocencia debe ser un valor indispensable que paute el sistema de impartición de justicia.

Y es que, las imágenes del video de la noche negra de Tepic que registra la confrontación entre ambos bandos está más cerca de una guerra que de la disuasión que luego se argumentó y menos todavía cuando se ejecuta en una zona residencial que puso en peligro la vida de los vecinos que despertaron en medio del ruido ensordecedor del helicóptero, los gritos y la traca traca interminable.

El operativo trataba de  aniquilar a los 15 miembros de la célula criminal, lo que se logró de una manera contundente con ráfagas de metralla, quizá para que ello sirviera de respuesta a Trump pero sobre todo de escarmiento a quienes se atreven a confrontar violentamente a las Fuerzas Armadas.

No queda espacio para la duda salvo para Enrique Ochoa, el dirigente nacional priista que da pena con sus desplantes ante lo evidente, y más cuando que exige a López Obrador que aporte pruebas luego de que en un acto político afirmó que en Tepic se había cometido una masacre que acabó con la vida de jóvenes “que las políticas neoliberales los han llevado a conductas antisociales”.  

Se podrá o no estar de acuerdo con López Obrador, pero ese no es el punto, los delitos deben seguir el debido proceso que marcan las leyes y que estarían obligados a cumplir y hacer cumplir quienes participan del sistema de seguridad pública.

Más, allá, de los agravios que podrían existir que lamentamos y qué para muchos, con tintes autoritarios, hace necesario el ojo por ojo, y el diente por diente.

Justamente, quienes cuestionan el interés de las cúpulas políticas y castrenses por sacar adelante la llamada ley de Seguridad Interior, sostienen que eso no debe ser y que todo delito debe encauzarse institucionalmente y evitar cualquier tipo de venganzas desde el gobierno.   

Pues más que delimitar los márgenes de actuación en materia de seguridad pública, justificaría la ocurrencia de estos actos violentísimos que evidentemente son contrarios a la vigencia de los derechos humanos que el Estado Mexicano está comprometido hacer cumplir en sus actuaciones cotidianas.

No hay duda de la necesidad de que los miembros de las Fuerzas Armadas tengan certeza jurídica y que el vacío existente en sus tareas de seguridad pública sean claras para evitar los problemas que han puesto en entredicho la legalidad de sus actos, sin embargo, no puede ni debe entrar en contradicción con las leyes y tampoco con el derecho internacional, y es precisamente lo que viene, si este tipo de modificaciones se institucionaliza pues no faltaría quienes se inconformen ante los organismos internacionales alegando que se violentan las garantías mínimas.

La apuesta de militarizar la seguridad pública y el subsecuente desplazamiento a las policías es muy arriesgado.

Primero, porque se parte de la idea de que las corporaciones policiacas son ineficientes y corruptas, que sin duda han dado muchas muestras de serlo, pero esa visión omnicomprensiva es frágil en sí misma. No todos los policías son corruptos, como no todos los militares y marinos son honestos, y eso exige una revisión cuidando conservar ese matiz.

Segundo la Constitución asigna tareas específicas a las Fuerzas Armadas que no son precisamente las de policía, sino la de ser garante de la soberanía nacional, especialmente en aquello del himno: “más si osare un extraño enemigo profanar con sus plantas su suelo”.

Pero, no hay espacio para a entrar a ese terreno de los constitucionalistas, que nos recuerdan constantemente los roles que cada una de estas instituciones tiene establecidas en la Carta Magna.

Entonces, esperemos que los hechos ocurridos en Tepic y quizá antes en Tlatlaya o Ayotzinapa, no terminé siendo la legalización de esa vieja práctica que leímos en la llamada guerra de Galio y que son una sombra trágica en la historia nacional.

No tenemos porqué recuperar las peores prácticas de nuestro pasado para enfrentar las amenazas y los desafíos del futuro.

Que no son pocos, como bien lo dice, Don Juan de Ibarrola, en un escrito reciente.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.
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