Microhistorias | Un Hidalgo para el siglo XXI

17/09/2017 - 12:00 am

El siguiente texto del historiador mexicanos Alejandro Rosas, es una crónica de lo sucedido con el cura Miguel Hidalgo y Costilla durante los días de Independencia y posteriormente. “Su grandeza, como la de sus compañeros de armas, se encuentra en el acto íntimo, libre y voluntario de atreverse”, lo cual hace falta en este siglo.

Por Alejandro Rosas

Ciudad de México, 17 de septiembre (SinEmbargo/WikiMéxico).– “¡Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!” fue la frase destructora con la que Hidalgo llamó a sus más cercanos compañeros –Allende, Aldama, Abasolo- a iniciar la lucha por la Independencia. “¡Mueran los gachupines!” Grito desaforado, justiciero, violento. Invitación al pueblo a tomar las armas para conquistar su libertad. Palabras que resumieron el resentimiento generado por siglos de pobreza y desigualdad. Comenzó así la primera etapa de la guerra de Independencia, encabezada por un cura que se perdió en el laberinto de su poder y lo ejerció de manera semejante al de un monarca o un dictador, con los excesos propios del absolutismo, dueño de ejércitos, hombres y vidas.

Y sin embargo, la apocalíptica y crítica visión del cura de Dolores, de la cual dieron testimonio Lucas Alamán y José María Luis Mora, se desvaneció con el paso de los años. Por encima de la violencia irracional del movimiento insurgente de 1810, al “herir de muerte al virreinato”, como señala O’Gorman, la figura de Hidalgo permaneció inmaculada. Sobre los cadáveres de la Alhóndiga de Granaditas, los españoles pasados por cuchillo en Guadalajara y el saqueo permitido con toda liberalidad, la historia mexicana levantó la egregia figura del padre de la patria: Miguel Hidalgo.

Desde el momento en que el cura de Dolores tomó las armas la madrugada del 16 de septiembre de 1810, la fecha se convirtió en el icono de la historia mexicana. En el bastión moral a partir del cual se desencadenaron todos los acontecimientos de aquel vasto territorio que inició su marcha hacia la consolidación de su Independencia. Con un futuro incierto y desconociendo las consecuencias que traería consigo el movimiento revolucionario, la fecha ciertamente anunciaba el nacimiento de una nueva Patria donde convergían presente, pasado y  futuro.

Para la historia oficial, asimilada por la conciencia colectiva durante casi todo el siglo XX, era fácil imaginar a Hidalgo como un hombre predestinado desde el momento de nacer. Bajo esa perspectiva, seguramente el niño Miguel jugaba con sus compañeros a la guerra de Independencia, tomaba una antorcha encendida e iluminaba el camino de libertad de sus amigos que representaban al pueblo encadenado a la miseria y a la opresión.

La figura de Miguel Hidalgo y Costilla no necesitaba de la parafernalia oficialista que por años elevó a sus próceres al altar de la patria. Su imagen se sostiene por sí sola. Hidalgo fue  intelectualmente superior a todos los hombres de su generación. Nacido en 1753, en la hacienda de Corralejo, desde muy joven desarrolló una clara vocación y amor por el conocimiento. Estudió en el colegio de San Nicolás, en Valladolid (Morelia). Se recibió de bachiller en letras, en artes y en teología. Fue ordenado sacerdote en 1778 y su ascenso en el colegio de San Nicolás fue meteórico. Entre 1776 y 1992 fue catedrático, tesorero, vicerrector, secretario y rector. Por si fuera poco hablaba con fluidez el francés, el italiano, el tarasco, el otomí y el náhuatl.

Don Miguel se distinguió en los estudios que hizo en el colegio de San Nicolás –escribió Lucas Alamán-, en el que después dio con mucho lustre los cursos de filosofía y teología, y fue rector del mismo establecimiento. Los colegiales le llamaban el ‘zorro’, cuyo nombre correspondía perfectamente a su carácter taimado.”

Era además, un hombre que enfrentaba la vida con un sentido eminentemente práctico. A su paso por los curatos de Colima, San Felipe en Guanajuato y Dolores dejó una  estela de obras exitosas. Dedicó su tiempo a las faenas agrícolas e industriales; instaló talleres para desarrollar diversos oficios, dedicó parte de su tiempo a la apicultura, la cría del gusano de seda y el cultivo de la vid. Además también se aficionó a la lectura de libros de ciencia y arte. Tenía conocimientos de economía política y su erudición –“tan copiosa como amena y divertida”- asombraba a propios y extraños. Amante de la música instruyó a los indios en el aprendizaje de algunos instrumentos logrando formar incluso una pequeña orquesta.

Carismático y agradable al trato, pronto se ganó el cariño de los vecinos, sobre todo en Dolores. Era un cura apreciado, pero más que por sus homilías o por su consejo religioso, por una virtud manifiesta en él: tenía el don de gentes. No se preocupaba mucho por su rebaño espiritual al cual dejaba en manos de un eclesiástico llamado don Francisco Iglesias, prefería la vida material y la reflexión intelectual. Sin empacho organizaba tertulias y veladas literarias en su casa. Al calor de alguna bebida espirituosa por las noches su hogar se convertía en el foro para discutir sobre filosofía, teología, artes y política. Escucharlo disertar era un verdadero deleite, defendía con pasión sus argumentaciones, y la palabra lo poseía. “Piensa unas cosas tan grandes –apuntó un amigo de Hidalgo-, habla de ellas con tal elocuencia, que atrae, seduce, asombra. Qué gran libro es, me dice a cada instante, el trato íntimo de los que sufren.”

Muy fácil cosa era para un viajero –escribió Carlos María de Bustamante-  entender que aquellos lugares estaban regidos por un hombre de cabeza, pues la escoleta de música de sus amados indios, y los talleres de loza y tejidos, bien denotaban que allí había un genio superior consagrado a causar la dicha de los infelices; si Hidalgo supo conducir a los niños, supo igualmente manejar a los feligreses y ganarles el corazón por la vía de la dulzura y de los beneficios.

En el más amplio sentido del término, Hidalgo era un seductor de almas.

* * *

La primera parte de la guerra de Independencia (1810-1811) estuvo marcada por la improvisación. Hidalgo se dejó llevar por su instinto, apostó a su carisma y a su investidura sacerdotal y logró reunir decenas de miles de hombres, sobre todo de las clases populares. No tenía un plan de guerra claro, en su mente no se dibujaba siquiera una forma de organización política para el movimiento Insurgente. Simplemente improvisó y se ganó la confianza del pueblo con una acción que no tenía prevista:

Al pasar por el santuario de Atotonilco, Hidalgo, que hasta entonces no tenía plan ni idea determinada sobre el modo de dirigir la revolución, vio casualmente en la sacristía un cuadro de la virgen de Guadalupe, y creyendo que le sería útil apoyar su empresa en la devoción tan general a aquella santa imagen, lo hizo suspender en el hasta de una lanza, y vino a ser desde entonces el ‘lábaro’ o bandera sagrada de su ejército.

La relación de Hidalgo con Allende y el resto de los oficiales fue por demás tirante. Don Ignacio representaba el orden y la disciplina del ejército. La muchedumbre que seguía al cura desconocía ambos términos. Las primeras batallas ganadas por el ejército Insurgente fueron producto de su numeroso contingente y del factor sorpresa que acompañó a los rebeldes en los primeros momentos de la insurrección. Frente a la organización del ejército virreinal, pronto llegaron las derrotas.

Por encima de los demás jefes Insurgentes, Hidalgo se ganó la voluntad de su pueblo gracias a métodos poco ortodoxos: permitiendo el saqueo, la rapiña y en ocasiones hasta el asesinato. Fue ungido por los pobres que buscaban reivindicación. El desorden fue la característica de su movimiento. El desorden se convirtió en caos y el caos terminó por devorar a los primeros caudillos de la Independencia. El propio Hidalgo llegó a reconocer que nunca “pudo sobreponerse a la tempestad que había levantado”.

Hombre de extremos, el cura de Dolores tuvo momentos luminosos como decretar la abolición de la esclavitud y la restitución de tierras durante su estancia en Guadalajara en diciembre de 1810. Pero las sombras de la soberbia y el egocentrismo se posaron en su persona. “Tan repentino engrandecimiento, hizo desvanecer completamente la cabeza a Hidalgo –escribió Lucas Alamán-. Dábasele el tratamiento de alteza serenísima: acompañaban su persona oficiales que lo custodiaban y se llamaban sus guardias de corps, y en todo se hacía tratar como un soberano”.

Más que un acontecimiento histórico, los sucesos y los personajes que  desencadenaron el inicio de la Independencia parecen surgidos de una novela de aventuras. Una invasión en la península ibérica despierta la conciencia de los criollos americanos. Una conspiración que involucra a militares, autoridades políticas, a una bella mujer y a un cura. Juntas secretas donde se discute el futuro del territorio novohispano. Los acontecimientos se precipitan. Los personajes son delatados y el cura toma una decisión, cruza el punto sin retorno: iniciar la revolución. Con la violencia desatada, el buen sacerdote enferma de poder y la sinrazón lo toma de rehén. Cuando se percata del camino de sangre que ha dejado a su paso, recupera la razón. Es demasiado tarde, hecho prisionero junto con sus compañeros de armas, es fusilado.

Miguel Hidalgo murió arrepentido de haber llevado la guerra de Independencia por los derroteros de la violencia que por momentos pusieron en riesgo el futuro del movimiento Insurgente. Reconoció ante sus enemigos haberse “dejado poseer por el frenesí” causando incalculables males. Hidalgo ciertamente “hirió de muerte al virreinato” pero también dejó marcada en la conciencia social de los mexicanos el grito “mueran los gachupines” que llegó a materializarse con la expulsión de españoles ocurrida en 1828 y 1829. Aún así, en la crudeza de su movimiento se reflejó la violencia de varios siglos de injusticia social, ignorancia y pobreza auspiciada por la corona española.

“Padre de la patria” es un término excesivo bajo cualquier circunstancia. Sin embargo, el cura de Dolores, se ganó un lugar en la historia. Su grandeza, como la de sus compañeros de armas, se encuentra en el acto íntimo, libre y voluntario de atreverse.  Hidalgo dio un paso más y traspasó el umbral de la vida cotidiana, a la que renunció irremediablemente.

Para hacer una insurrección –escribió Lorenzo de Zavala- era preciso estar dotado de un carácter superior, de una alma elevada, de una fuerza de espíritu capaz de sobreponerse a los obstáculos que oponía un sistema de opresión tan bien combinado como el del gobierno español. Estas cualidades no podrán disputarse a estos hombres ilustres.

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