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Julieta Cardona

17/12/2016 - 12:04 am

Alejandra

Nunca entendí bien a Alejandra. Antes de separarnos fue a mi casa con un ramo de rosas y lilas en una mano y un chingo de coraje en la otra.

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Me faltaban años para lograr un poco del coraje que ella traía en la mano de las rosas. Foto: Pinterest

Nunca entendí bien a Alejandra. Antes de separarnos fue a mi casa con un ramo de rosas y lilas en una mano y un chingo de coraje en la otra. Durante un buen rato tocó el portón con su puño mientras gritaba mi nombre. Todos los vecinos salieron menos yo, que me quedé observando, desde un huequito de la ventana donde nadie me veía, cómo Alejandra se marchaba en un coche que había pedido prestado para poder llegar al confín del mundo donde vivía yo.

La amé un montón. Por bonita y por loca. No era una más que la otra, era las dos al mismo tiempo. Por eso no salí cuando fue por mí: me faltaban años para lograr un poco del coraje que ella traía en la mano de las rosas y las lilas. Y, bueno, también me equivoqué un montón: esa noche ella iba a despedirse de mí, no por mí. «Vine a que terminaras de romperme el corazón con flores», rayó en el celofán.

Meses después le escribí pidiéndole perdón: No estaba vacía, Ale, sino miope. Me respondió que vivía en una cabaña sin dirección al final de una camino de terracería que empezaba en la carretera. En mi patio caminan alacranes rojos, describió, como tú. También me contó que leía en una hamaca que había colgado, que dormía en una cama matrimonial con mosquitero y la playa, que quedaba al otro lado de la carretera, siempre tenía corriente fuerte y bandera roja. Que era bellísima.

Fui a su confín del mundo en medio de la selva. No sé si me perdonó pero me dejó verla dormir. Me mecí en la hamaca y me gustó la cocineta donde hacía el café. Vi la bandera roja y caminamos toda esa terracería hasta la playa, bien agarradas de la mano. Jugamos fútbol, sudamos, tomamos cerveza y nos metimos al mar. Ella desnuda y yo viéndola de cerquita. Alejandra no lo sabía, pero se veía hermosa porque se sentía libre.

Amé mucho a esa mujer. Qué va: se me revolcaría en el estómago si la dejara. Hoy la soñé. Intercambiábamos mensajes encriptados. Metíamos, adentro de representaciones gráficas, todo lo que queríamos decirnos. Las imágenes eran dibujadas por nosotras mismas sobre un espejo vaporizando. Sobre una dibujábamos otra y sobre esa otra y sobre la última otra más y al final sonreíamos porque veíamos cómo después de todo el rayadero se abría un universo. Uno, por fin, con otra bandera. Una blanca.

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