LECTURAS | “Cómo leer literatura”, de Terry Eagleton

18/02/2017 - 12:03 am

En resumidas cuentas, ilustra, sobre las líneas básicas del oficio de crítico literario y contradice letra a letra el mito de que el análisis es enemigo del placer de la lectura.

Ciudad de México, 18 de febrero (SinEmbargo).- Leemos sin prestar atención, pendientes de mil cosas. A menudo nos quedamos únicamente con el argumento y dejamos de lado la forma, el modo como se explica ese argumento, que es lo que —sostiene Eagleton— confiere a un texto su carácter literario, su naturaleza de creación retórica. Víctimas de esa lectura superficial, ¿cómo aprender a distinguir el grano de la paja, cómo saber si un texto es bueno, malo o solo intrascendente?

En este manual de literatura para principiantes Eagleton enseña que la clave está en conocer las herramientas básicas de la crítica literaria, en fijarse en el tono, el ritmo, la textura, la sintaxis, las alusiones, la ambigüedad y otros aspectos formales de las obras literarias. A partir de un amplio espectro de autores —desde Shakespeare y Jane Austen a Samuel Beckett y J.K. Rowling—, examina la narratividad, la imaginación creativa, el significado de la ficcionalidad y la tensión entre lo que la obra literaria dice y lo que muestra.

Un libro para aprender los secretos de la lectura. Foto: Especial

COMIENZOS

Imaginemos que estamos escuchando el debate de un grupo de estudiantes durante un seminario sobre la novela Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. La conversación podría discurrir más o menos así: Estudiante A: No entiendo qué tiene de excepcional la relación entre Catherine y Heathcliff. No son más que un par de mocosos que se pasan el día peleando. Estudiante B: Bueno, es que tampoco es que sea una relación de verdad, ¿no? Se trata más bien de una especie de unidad mística de dos egos. No se puede hablar de ello de forma coloquial. Estudiante C: ¿Por qué no? Heathcliff no es un místico, sino más bien un salvaje. No es como los héroes de Byron: es una bestia. Estudiante B: De acuerdo, ¿y quién lo ha convertido en eso? La gente de las Cumbres, por supuesto. De niño era normal. Consideraron que no era lo suficientemente bueno para casarse con Catherine y se convirtió en un monstruo. Al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton. Estudiante A: Es evidente que Linton no tiene sangre en las venas, pero como mínimo trata a Catherine mucho mejor que Heathcliff.

¿Qué está sucediendo durante esta discusión? Algunos de los comentarios demuestran bastante perspicacia. No parece que se hayan quedado en la página 5, precisamente. Nadie ha confundido a Heathcliff con una población de Kansas. El problema es que, si alguien que jamás hubiera oído hablar de Cumbres Borrascosas escuchara esta conversación, no encontraría ningún indicio de que se trata de una novela. Tal vez incluso alguien podría llegar a la conclusión de que los estudiantes están cuchicheando acerca de una amiga común. Catherine podría ser una estudiante de Economía; Edgar Linton, el decano de Bellas Artes, y Heathcliff, un conserje. No se dice nada acerca de las técnicas aplicadas en la novela para la construcción de los personajes. Nadie discute el posicionamiento del libro respecto a cada una de esas figuras. ¿Las valoraciones son siempre coherentes, o tal vez podrían considerarse ambiguas? ¿Y qué ocurre con las imágenes de la novela, con su simbolismo y su estructura narrativa? ¿Reafirman lo que sentimos por sus personajes, o más bien lo mitigan?

Por supuesto, a medida que continuara el debate, seguramente nos quedaría cada vez más claro que los estudiantes están debatiendo sobre una novela. En ocasiones resulta difícil distinguir lo que los críticos literarios dicen sobre poemas y novelas de las cosas que comentamos acerca de la vida real. Y no hay nada malo en ello. No obstante, últimamente eso sucede con demasiada frecuencia.

El error más típico que cometen los estudiantes de literatura es abordar lo que dice el poema o la novela directamente y dejar de lado la manera en la que lo dice. Leer de ese modo supone dejar de lado el aspecto “literario” de la obra, es decir, el hecho de que se trata de un poema, una obra de teatro o una novela, y no de un informe sobre la incidencia de la erosión del suelo en Nebraska.

Las obras literarias son creaciones retóricas, además de simples relatos. Requieren ser leídas poniendo una atención especial en aspectos como el tono, el estado de ánimo, la cadencia, el género, la sintaxis, la gramática, la textura, el ritmo, la estructura, la puntuación, la ambigüedad y, en definitiva, todo lo que podríamos considerar “forma”.

Es cierto que también podría leerse el informe sobre la erosión del suelo de Nebraska de ese modo “literario”, simplemente implicaría prestar mucha atención a los mecanismos del lenguaje utilizado. Para algunos teóricos literarios, eso bastaría para convertir el informe en una obra literaria, si bien seguramente no sería capaz de competir con El rey Lear. En parte, cuando definimos una obra como “literaria”, nos referimos a que lo que se dice debe interpretarse en función de cómo se dice. Es el tipo de escritura en la que el contenido y el lenguaje utilizado para expresarlo forman una unidad inseparable. El lenguaje forma parte de la realidad o la experiencia en lugar de ser un simple vehículo para transmitirlas.

Pensemos en una señal de tráfico con la leyenda “Obras: previsión de tráfico lento en la circunvalación de Ramsbottom durante los próximos veintitrés años”. En este caso, el lenguaje no es más que un vehículo para una idea que puede expresarse de muchas maneras distintas. Una autoridad local de carácter innovador incluso podría escribirlo en verso. Si no estuvieran seguros de cuánto tiempo durarían las obras que dejan fuera de servicio un carril de la circunvalación, siempre podrían rimar “personal trabajando” con “hasta Dios sabe cuándo”. “Los lirios que se pudren huelen mucho peor que la cizaña”, en cambio, resulta mucho más difícil de parafrasear, al menos sin destrozar el verso por completo.

Esta es una de las muchas razones por las que a esto lo llamamos poesía. Decir que deberíamos fijarnos en lo que se ha hecho en una obra literaria en términos de cómo se ha hecho no significa que esos dos aspectos encajen siempre a la perfección. Por ejemplo, podría relatarse la vida de un ratón de campo con versos libres miltónicos. O utilizar una forma métrica estricta y encorsetada para expresar un anhelo de libertad. En casos como este, la forma contrastaría de un modo interesante con el contenido. En la Rebelión en la granja, George Orwell nos cuenta la compleja historia de la Revolución bolchevique con la forma aparentemente simple de una fábula cuyos personajes son animales de granja. En estos casos, los críticos tal vez hablarían de una tensión entre la forma y el contenido. Y es probable que consideraran esa discrepancia como parte del significado de la obra.

Los estudiantes que acabamos de oír en pleno debate tienen puntos de vista divergentes acerca de Cumbres Borrascosas. Eso da pie a toda una serie de preguntas que, en un sentido estricto, son más propias de la teoría literaria que de la crítica literaria. ¿Qué implica interpretar un texto? ¿Hay maneras correctas e incorrectas de hacerlo? ¿Podemos demostrar que una interpretación es más válida que otra? ¿Podría existir una explicación de una novela con la que nadie haya dado hasta el momento o que jamás haya pasado por la mente de nadie? ¿Es posible que tanto el estudiante A como el estudiante B tengan razón acerca de Heathcliff a pesar de opinar de un modo completamente opuesto al respecto?

Tal vez las personas que participan en ese seminario hayan tratado de resolver esas preguntas, pero no es algo muy habitual entre los estudiantes de hoy en día. Para ellos, el acto de leer es algo inocente. No son conscientes de la carga semántica que supone el simple hecho de decir “Heathcliff”. Al fin y al cabo, en cierto sentido Heathcliff no existe, por lo que parece extraño hablar sobre él como si fuera real. Es cierto que también hay teóricos de la literatura que creen en la existencia de los personajes literarios. Uno de ellos cree que la nave Enterprise realmente tiene un escudo térmico. Otro considera que Sherlock Holmes es una criatura de carne y hueso. Otro más argumenta que el señor Pickwick de Dickens es real y que su sirviente Sam Weller puede verlo, a pesar de que nosotros.

Los acantilados a los que se refiere el apellido como topónimo se caracterizan por ser agrestes, indómitos e implacables, como el mismo personaje de Brontë. (Esta nota y las siguientes son del traductor). Esas personas no son enfermos mentales, simplemente son filósofos. Existe una conexión que la conversación de los estudiantes pasa por alto: la que se establece entre el debate que mantienen y la propia estructura de la novela. Cumbres Borrascosas cuenta su historia de tal modo que implica varios puntos de vista. No hay una “voz en off” ni un narrador omnisciente que ofrezca respuestas al lector. En lugar de eso, tenemos una serie de relatos de credibilidad variable que se incluyen unos dentro de otros como si se tratara de muñecas rusas. El libro entrelaza una mininarrativa con otra sin decirnos qué hacer con los personajes y acontecimientos que va retratando. No tiene prisa por contarnos si Heathcliff es un héroe o un demonio, si Nelly Dean es astuta o estúpida o si Catherine Earnshaw es una heroína trágica o una mocosa malcriada. Eso dificulta que los lectores puedan llegar a conclusiones definitivas acerca de la historia, una complejidad que la confusa cronología solo contribuye a aumentar.

Podríamos contrastar esta denominada “visión compleja” con las novelas de la hermana de Emily, Charlotte. Jane Eyre, por ejemplo, está narrada desde un único punto de vista, el de la misma heroína, y se supone que el lector asume que las cosas son como nos las cuenta Jane. No se permite que ninguno de los personajes del libro ofrezca un relato de los hechos capaz de contradecir el de la protagonista. Como lectores, podríamos sospechar que lo que Jane nos está contando es tendencioso o en ocasiones incluso malicioso, pero la novela en sí misma no parece reconocerlo.

En Cumbres Borrascosas, en cambio, la naturaleza parcial y sesgada de lo que nos cuentan los personajes forma parte de la estructura del libro. Lo advertimos enseguida, cuando nos damos cuenta de que Lockwood, el narrador principal de la novela, no es precisamente el tipo más brillante de Europa. Hay momentos en los que demuestra no enterarse mucho de los góticos acontecimientos que se producen a su alrededor. Nelly Dean es una narradora llena de prejuicios, que se la tiene jurada a Heathcliff y cuya narrativa no es de fiar en absoluto.

La manera como se percibe la historia desde la finca de Cumbres Borrascosas no tiene nada que ver con cómo se ve desde la granja de Thrushcross. Y sin embargo, los dos puntos de vista aportan algo, pese a estar enfrentados. Heathcliff podría ser tanto un sádico brutal como una víctima marginada. Catherine podría ser una niña petulante o una mujer hecha y derecha que busca realizarse como persona. La novela, de hecho, no nos invita a elegir. Lo que sí hace es permitirnos contemplar la tensión existente entre esas dos visiones de la realidad.

Eso no sugiere que tengamos que recorrer necesariamente un camino intermedio más razonable. Las medias tintas, en el caso de la tragedia, son más bien escasas. Lo importante, pues, es no confundir ficción con realidad, que es justo a lo que parecen arriesgarse los estudiantes que hemos oído en pleno debate. Próspero, el héroe de La tempestad. de Shakespeare, al final de la obra advierte al público para que no se cometa ese error. Sin embargo, lo hace de un modo que sugiere que confundir el arte con el mundo real puede mitigar sus efectos sobre ese mundo. Traducción de Luis Astrana Marín, Espasa-Calpe, Barcelona, 1983.

En este caso, como en otros más adelante, se ha incluido la versión original porque el autor hace referencia a algún aspecto concreto de ella en el texto. En todas las ocasiones en las que se cita una traducción, se sobrentiende que de cada texto se ha empleado siempre la referenciada en primer lugar.

Now my charms are all o’erthrown, Ahora quedan rotos mis hechizos And what strength I have’s mine own, y me veo reducido a mis propias fuerzas, Which is most faint. Now, ’tis true, que son muy débiles. Ahora, en verdad, I must be here confined by you, podríais confinarme aquí Or sent to Naples. Let me not, o remitirme a Nápoles. No me dejéis, Since I have my dukedom got ya que he recobrado mi ducado And pardoned the deceiver, dwell y perdonado al traidor, In this bare island by your spell, en esta desierta isla, por vuestro sortilegio, But release me from my bands sino libradme de mis prisiones With the help of your good hands. con el auxilio de vuestras manos.

Lo que Próspero hace, en realidad, es pedirle al público que aplauda. Eso es lo que quiere decir con With the help of your good hands (“con el auxilio de vuestras manos”). Al aplaudir, los espectadores del teatro reconocerán que lo que han estado viendo es una obra de ficción. Si no se dan cuenta de ello, es como si tanto ellos como los que están sobre el escenario fueran a permanecer atrapados en esa ilusión dramática para siempre. Los actores serán incapaces de abandonar el escenario, y el público se quedará petrificado en el patio de butacas.

Por eso Próspero habla del peligro de quedar confinado a esa isla mágica “by your spell” (“por vuestro sortilegio”), refiriéndose a la reticencia del público para abandonar la fantasía de la que ha estado disfrutando. En lugar de eso, debe utilizar las manos para aplaudir y así liberarse, como si estuviera atado a esa ficción imaginativa y no pudiera moverse. Al hacerlo, los espectadores confiesan que no es más que una obra de teatro; no obstante, esa confesión resulta esencial para que el teatro tenga efectos reales. A menos que aplaudan, se marchen del teatro y regresen al mundo real, serán incapaces de aplicar lo que la obra les ha revelado. El hechizo debe romperse para que la magia funcione.

De hecho, en su momento existía la creencia de que un hechizo podía romperse haciendo ruido y eso añade otro significado más al hecho de que Próspero pida el aplauso del público.

Aprender crítica literaria supone, entre otras cosas, aprender a aplicar ciertas técnicas. Como tantas otras disciplinas técnicas —el submarinismo, por ejemplo o tocar el trombón—, es más fácil aprenderla con la práctica que con la teoría. En todos los casos se requiere una atención especial al lenguaje, más atención que la que dedicamos a una receta de cocina o a una lista de tareas pendientes. Así pues, en este capítulo ofrezco unos ejercicios prácticos de análisis literario, tomando como textos los primeros versos o frases de varias obras literarias bien conocidas. Antes que nada, hablemos de cómo empiezan las obras literarias. En el arte, el final es algo absoluto en el sentido de que, en cuanto una figura como Próspero desaparece, lo hace para siempre. No podemos preguntar si realmente consiguió volver a su ducado, puesto que no sobrevive hasta la última línea de la obra.

De algún modo, el inicio de una obra literaria también es absoluto, aunque es evidente que eso no es cierto en todos los sentidos. Casi todas las obras literarias empiezan con palabras que pueden haberse utilizado ya innumerables veces, si bien no necesariamente combinadas de ese modo concreto. Si captamos el significado de esas frases iniciales, es porque llegamos a ellas con un marco de referencia cultural que nos lo permite. También podemos abordarlas con alguna concepción de lo que es una obra literaria, lo que se entiende por inicio, etc.

Ningún inicio de ninguna obra literaria llega a ser realmente absoluto. Toda lectura implica una ambientación considerable. Para que un texto resulte inteligible, muchas cosas tienen que estar en su sitio. Una de ellas son las obras literarias previas. Toda obra literaria se remite a otras obras, aunque sea de forma inconsciente. Y aun así, la apertura de un poema o una novela también parece surgir de repente de una especie de silencio, puesto que inaugura un mundo ficticio que no existía hasta el momento.

Tal vez sea lo más parecido que podamos encontrar al acto divino de la creación, como solían creer algunos artistas del Romanticismo. La diferencia es que nosotros formamos parte de la creación, estamos metidos en ella, mientras que, en el caso de un libro de Catherine Cookson, siempre podemos devolverlo al estante o simplemente deshacernos de él. Empecemos con las frases iniciales de una de las novelas más celebradas del siglo XX, Pasaje a la India, de E.M. Forster: Salvo por las cuevas de Marabar —y están a veinte millas de distancia—, la ciudad de Chandrapore no tiene nada de extraordinario. Bordeada, más que bañada, por el río Ganges, se extiende sobre la ribera a lo largo de un par de millas, y es apenas distinguible de la basura que el río deposita tan profusamente. Allí no hay escaleras para bañarse, pues en ese punto el Ganges no es sagrado; de hecho, no hay vistas sobre el río, y los bazares cierran por completo el amplio y cambiante panorama de la corriente. Las calles son miserables, los templos carecen de importancia, y aunque existen unas cuantas casas de calidad, están escondidas entre jardines o al fondo de callejones cuyas inmundicias disuaden a todo el que no haya sido expresamente invitado…

Como sucede en otras muchas novelas, estas primeras palabras tienen algo de ensayado, como si el autor se aclarara la garganta y presentara la escena de manera formal. Un escritor suele estar en su momento óptimo al principio del primer capítulo: tiene ganas de impresionar, de atrapar al lector más veleidoso e incluso se siente capaz de superar los obstáculos que puedan presentarse. Y aun así, tiene que intentar no excederse, sobre todo si es un civilizado inglés de clase media como E.M. Forster, que valora la reticencia y los rodeos.

Tal vez sea esa la razón por la que el pasaje empieza con la expresión de una exclusión (“Salvo por las cuevas de Marabar”) y no con un estrépito de trompetas verbales. Avanza de soslayo hacia el tema en cuestión, a hurtadillas, en lugar de enfrentarse a él directamente. Si hubiera empezado con la frase “La ciudad de Chandrapore no tiene nada de extraordinario salvo por las cuevas de Marabar, y están a veinte millas de distancia”, no nos llamaría tanto la atención. Eso habría estropeado la gracia de una sintaxis que resulta elegante sin llegar a ser ostentosa. En cambio, demuestra un control y una habilidad que, por si fuera poco, renuncia a restregarnos en la cara. No se atisba en ningún momento un estilo refinado o lo que suele llamarse una “prosa florida”, es decir, adornada en exceso. La mirada del autor se concentra tanto en el objeto, que no deja lugar para un gesto autocomplaciente como ese. Las dos primeras oraciones de la novela postergan el tema de la expresión (“la ciudad de Chandrapore”) en dos ocasiones, de manera que el lector comprueba cómo se avivan ligeramente sus expectativas antes de llegar, por fin, a esta frase.

No obstante, las expectativas que puedan surgir se desinflan rápidamente, puesto que el autor nos cuenta también que en la ciudad no hay nada que valga la pena. Para ser más exactos, lo que nos dice de un modo más bien extraño es que no hay nada que valga la pena excepto las cuevas, y que las cuevas, en realidad, ni siquiera están en la ciudad. También nos informa que no hay escalones para bañarse en la ribera, básicamente porque no hay ribera. Las cuatro frases de la primera oración tienen un ritmo y un equilibrio casi métricos. De hecho, los versos originales pueden leerse como trímetros, versos con tres golpes de voz cada uno: Except for the Marabar Caves Salvo por las cuevas de Marabar And they are twenty miles off —y están a veinte millas de distancia—, The city of Chandrapore la ciudad de Chandrapore Presents nothing extraordinary. no tiene nada de extraordinario. El mismo delicado equilibrio aparece en la expresión “bordeada, más que bañada”, que tal vez suena demasiado quisquillosa. Se trata de un escritor con una mirada muy refinada, pero también serena y distanciada. Con un estilo típicamente inglés, mantiene a raya cualquier atisbo de entusiasmo (la ciudad “no tiene nada de extraordinario”). La palabra “presents” que vemos en la versión original (“presents nothing extraordinary”) es importante. Añade un matiz que se pierde en la traducción, consigue que suene como si se tratara de un espectáculo que se ofrece al espectador y no de un lugar en el que vivir. “No tiene nada de extraordinario”, ¿para quién? La res…

Terry Eagleton, un experto en la lectura. Foto: Especial

¿Quién es Terry Eagleton? Es profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Lancaster. Doctorado en el Trinity College de Cambridge, fue profesor en el Jesus College de la misma institución, en varios centros académicos de Oxford y en la Universidad de Manchester. Discípulo de Raymond Williams, Eagleton ha unido los estudios culturales con la teoría literaria, el marxismo y el psicoanálisis. Entre sus obras más importantes destacan La idea de cultura, El portero, Terror santo, El sentido de la vida, Sobre el mal, Razón, fe y revolución, La estética como ideología, Por qué Marx tenía razón y El acontecimiento de la literatura.

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