“Andrić, que hunde sus raíces como narrador en una coralidad épica, está impregnado por el sentimiento de que la vida no se extravía en el tiempo, sino que se salva en la construcción duradera de la humanidad”. (Claudio Magris)
Ciudad de México, 18 de febrero (SinEmbargo).- Ivo Andrić nació en Travnik, Bosnia, en 1892. Comenzó a escribir desde los 11 años. Fue un firme defensor de la causa yugolasva y miembro del movimiento progresista Mlada Bosna (Joven Bosnia). En julio de 1914 fue arrestado y permaneció como preso político por casi un año.
En los años 30, su carrera como diplomático fue en ascenso hasta el punto de recibir condecoraciones internacionales. Su posición le sirvió para interceder ante las autoridades alemanas para salvar a estudiosos y escritores de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.
Las obras de Andrić se convirtieron en clásicos de la literatura moderna, serbia, bosnia y croata; entre ellas, destacan Un puente sobre el Drina, La crónica de Travnik y El lugar maldito. En 1961 recibió el Premio Nobel de Literatura y ha sido el autor más traducido de los Balcanes.
De esta obra, editada por Sexto Piso, Goran Petrović ha dicho: “Signos junto al camino es un libro cuya forma se nos escapa. Son a la vez anotaciones y apuntes de diario, son insomnio y vigilia, son textos tanto para escritores como para lectores, son también un inventario de pesadillas y un conjunto de historias cotidianas, son el inicio de una novela “total” y un poema solitario que infunde aliento y a veces, en regocijo, uno deja escapar por sus labios. En breves palabras: los Signos junto al camino son una sola pregunta: ¿Dónde estoy? Un hombre que no se hace esa pregunta, que siempre sabe con certeza dónde está, cuánto hay desde el “aquí y ahora” hasta el “allá y más allá”, es un hombre perdido, determinado por su imprudencia o soberbia. Es un hombre determinado por accesorios técnicos, sistemas de medición, estructuras sociales… pero no por sí mismo. Aunque suene paradójico, ese punto en el que está cada hombre es el camino”.
Por autorización de Sexto Piso, transcribimos las primeras páginas de Signos junto al camino, de Ivo Andrić Prólogo de Goran Petrović Traducción de Dubravka Sužnjevic
PRÓLOGO CAMINOS JUNTO A LOS SIGNOS SUPERFICIE
De un cajón saqué un fajo de hojas en blanco. De aquellas con las que “alimentamos” las impresoras. Empecé a releer los Signos junto al camino de Ivo Andrić anotando un motivo tras otro y los números de sus respectivas páginas, de vez en cuando trazando líneas y flechitas entre los temas opuestos. Por ejemplo: juventud-vejez; salud-enfermedad; silencio-habla; palabra-lenguas…
Comencé los preparativos para escribir el prólogo sentado en un sillón, usando para mis apuntes sólo una mesita. No avancé mucho, porque pronto resultó que la mesita no tenía el tamaño suficiente. Me pasé al escritorio. Ahí había más espacio. Saqué otro fajo de papeles del cajón. Pero no duró mucho y quedó claro que, a pesar de haber retirado otros libros y cosas del escritorio, éste no bastaba para un número cada vez mayor de hojas escritas. Por eso volví a cambiar de lugar.
Esta vez lo intenté en la mesa del comedor. Llevé el frutero a la cocina y cubrí la superficie de madera, no con un mantel, sino con las hojas de mis apuntes. Tampoco ahí avancé mucho, el desorden volvió, los cada vez más numerosos papeles iban cayendo a mi alrededor y conforme me agachaba para alcanzar uno, derribaba de la mesa otros dos o tres. Entonces decidí sentarme en el piso.
Allí seguí leyendo los Signos junto al camino, alcanzando del cajón cada vez más papeles en blanco y colocando las anotaciones en torno mío. Mi postura era graciosa, tal vez indigna, desde luego incómoda, pero era la única posible, porque los papeles con los apuntes se multiplicaban, así que empecé a retirar todo lo que se podía: enrollé un tapete y después el otro, aparté las sillas, las macetas con plantas de interior… Sin embargo, el cuarto tampoco resultó ser suficiente, me parecía que podía llenar de apuntes cada parte libre del piso del departamento, incluso el balcón, y que podía seguir colocándolos ante la puerta de entrada y, escalera abajo, llegar al patio y llenar el pequeño jardín frente al edificio, después, seguir por la puerta enrejada y recubrir la acera, los escasos lugares libres para estacionarse, la bocacalle, la calle, el bulevar, toda la ciudad, incluso más allá de ella, recubrir los caminos que llevan a otras ciudades, países…
Es curioso. Signos junto al camino es un libro voluminoso, pero eran tantas las anotaciones que había hecho como preparativos para escribir su prólogo, que yo podía continuar colocando papeles en el exterior, fuera del departamento, del edificio, de la ciudad, incluso ahí donde no había asentamientos humanos, en cualquier sitio en el que hubiera lugar. Por supuesto, yo no era tan valiente. De hecho, me invadió el miedo de que pudieran declararme loco o arrestarme. No obstante, hoy día distinguimos países, ciudades, plazas, cruceros y caminos por los carteles de campañas preelectorales con serios rostros de políticos y eslóganes prometedores, por los espectaculares que nos ofrecen felicidad en forma de refrescos o ropa y por las botellas y bolsas de plástico diseminadas alrededor. Son los signos junto al camino de nuestros tiempos. Pero los papeles con anotaciones sobre un libro podrían interpretarse como una infracción, porque con ellos invadiría los espacios rentados o los supuestamente públicos. Así que desistí de ello, contentándome con los apuntes ya hechos y distribuidos sobre la mesita, el escritorio, la mesa del comedor y por todo el departamento.
DIRECCIONES
Desde luego, no sólo leía y anotaba… De vez en vez me levantaba y caminaba entre los papeles extendidos. Hace mucho había notado que pensaba mejor mientras caminaba. Iba derecho y de través… A veces me agachaba y escudriñaba una u otra hoja de papel; las líneas trazadas y las flechas dibujadas para relacionar los motivos encontrados de los Signos junto al camino de Andrić (por ejemplo: mañana-tarde; día-época; valentía-miedo; humano-inhumano…), empezaron a parecerme los diseños a lo largo y ancho de los mapas geográficos…
Empezaron a parecerme las líneas de direcciones de las carreteras más transitadas y de los senderos solitarios cuya anchura permitía el paso de tan sólo un transeúnte… Empezaron a parecerme las líneas de rutas de ferrocarril de trenes rápidos y de carga, incluso aquellas que dejaron sin mantenimiento, apenas visibles, invadidas por zarzas o desaparecidas en los túneles derrumbados.
Finalmente, empezaron a parecerme las líneas de ríos, de cordilleras, de las partes de costas lacustres, marinas, oceánicas… Las líneas trazadas y las flechitas dibujadas entre los motivos opuestos de Andrić empezaron a parecerme los entrecruzados indicadores de los puntos cardinales. Además: no sólo eran más numerosos que los cuatro puntos cardinales y las cuatro bisectrices entre éstos, sino que eran cientos, miles…
El mundo se extendía, a juzgar al menos por estas líneas y flechitas, en todas las direcciones posibles, no sólo hacia las usuales, el este, el sur, el oeste o el norte, sino también hacia cada hombre. Porque cada hombre, así interpretaba yo a Andrić, sea éste divinamente hermoso o contrahecho, rico o pobre, sombrío o alegre, sea carcelero o prisionero, sabio o “corto de luces”, tirano o sirviente, altanero o humilde, extraviado o peregrino, cada hombre es un punto cardinal. Y todos ellos forman la totalidad del mundo, que con tanta simplicidad dividimos en cuatro puntos cardinales.
ARRIBA Y ABAJO
Las trazadas hojas de anotaciones parecían ser, en realidad, páginas desencuadernadas, apenas un fragmento del voluminoso atlas geográfico y a la vez el atlas anatómico del hombre, que yo de momento no sabía ordenar ni lograba acomodar “una hoja contra la otra” para que encajaran y tuvieran continuidad… La tarea que emprendí, escribir el prólogo para los Signos junto al camino de Andrić, me parecía ser algo difícil, incluso imposible de realizar.
¿Dónde están los caminos? Aun cuando algunos se divisaban, no eran superficiales, sino que se adentraban en las profundidades más oscuras de la naturaleza humana… Otros se elevaban alto arriba, del mismo modo en que la luz matutina del sol abría las vistas, hacía erguir a la gente y a las plantas alicaídas y, curva tras curva, iba abrazando el planeta.
DISTANCIAS
Aparte de eso, me confundían los números multiplicados de las páginas que marcaban en qué lugar de los Signos junto al camino podía localizarse cada motivo. Había tantos. Parecían kilometrajes de los mapas de tráfico; donde ninguno tenía más de tres dígitos; y donde algunos se repetían. Pero entonces, en esa caminata entre los apuntes extendidos, caí en la cuenta: no eran kilómetros (aunque en Signos junto al camino se mencionaban metrópolis y pequeñas ciudades, pueblos y aldeas, incluso una sola casa en un lugar solitario, como también lugares donde ya no había casas; aunque en Signos junto al camino estaban inscritos Bosnia y Belgrado, Madrid y Berlín, Bruselas y París, Roma y Luxor y Pekín…).
No eran kilómetros sino milímetros, como mucho centímetros, porque en todas partes, sin importar el lugar descrito, se anotaron la humanidad, los sentimientos que luchaban en un hombre, en el escritor Andrić, y con ello en su lector. Todo eso que se parece a un atlas del mundo, a la geografía de regiones lejanas, de distintas épocas es, en realidad, una fina impronta del alma. Del alma que incesantemente peca o peregrina, cae por las grietas de los instintos o se eleva hasta las impensables alturas de la nobleza.
Tal vez Andrić se refería a ese tipo de viaje, a esos caminos y no a los que hemos abierto entre las malezas y apisonado sólo por haber seguido, cual ganado, a nuestros líderes o por haber tomado un atajo, sin respetar la naturaleza, a fin de no esforzarnos, justificando aun el más mínimo oportunismo propio con metas generales, supuestamente grandes.
Sí, lo comparé. Jamás en la civilización humana se había viajado con tanta comodidad, nunca antes se habían salvado miles y miles de kilómetros con tanta facilidad… Y jamás había sido tan difícil para uno admitir si su alma se ha desplazado tan sólo unos micrones que separan lo inmisericorde de lo misericordioso, la verdad de la mentira, la justicia de la injusticia… Será que Ivo Andrić se haya ocupado en este libro de ese tipo de signos junto al camino. No se dejen engañar por los topónimos remotos, ni por todo tipo de paseos que el escritor emprendía por aquí y por allá, por las partidas y las llegadas, ni por los múltiples gestos y actividades rutinarios de la vida cotidiana…
Todo transcurre adentro. Y desde dentro. Ir tras el alma, caer o elevarse siguiéndola, atravesar en pos de ella los esteros, el agua, rastrearla por las colinas y los montes, seguirla hasta las cárceles de aire viciado, húmedos zaguanes o formidables templos, estar con el alma frente al abismo de una hoja de papel vacía, aún sin escribir, una hoja esencialmente más importante que aquella donde decía “Se otorga el Premio Nobel de Literatura…”: ése es el viaje del que hablan los signos junto al camino.
PUNTO
Signos junto al camino es un libro cuya forma se nos escapa. Son a la vez anotaciones y apuntes de diario, son insomnio y vigilia, son textos tanto para escritores como para lectores, son también un inventario de pesadillas y un conjunto de historias cotidianas, son el inicio de una novela “total” y un poema solitario que infunde aliento y a veces, en regocijo, uno deja escapar por sus labios.
En breves palabras: los Signos junto al camino son una sola pregunta: ¿Dónde estoy? Un hombre que no se hace esa pregunta, que siempre sabe con certeza dónde está, cuánto hay desde el “aquí y ahora” hasta el “allá y más allá”, es un hombre perdido, determinado por su imprudencia o soberbia. Es un hombre determinado por accesorios técnicos, sistemas de medición, estructuras sociales… pero no por sí mismo. Aunque suene paradójico, ese punto en el que está cada hombre es el camino.
AGREGADO
Si un lector mexicano se pregunta quién fue Ivo Andrić, tal vez hay que agregar que era un compañero en los tiempos de los señores, y un señor en los tiempos de los compañeros. Hay que agregar que fue doctor en Historia, pero como escritor mayormente trataba los destinos de gente pequeña, aquella que la ciencia histórica por lo general omite. Hay que agregar que fue diplomático, pero en la época de la Segunda Guerra Mundial rechazó firmar “muy antidiplomáticamente” la declaración de colaboración con el invasor alemán. Hay que agregar que como ganador del Premio Nobel de Literatura ganó la fama mundial, pero siempre rehuyó a la gloria. Hay que agregar que no hablaba mucho, más bien callaba, para poder narrar. Hay que agregar que pasó su infancia en la casa junto al puente sobre el Drina (desde donde ahora es imposible ver Un puente sobre el Drina porque lo tapan las “construcciones ilegales”). Hay que agregar que fue prisionero en la casamata austrohúngara en Maribor (ahora convertida, según me han dicho, en centro comercial). Hay que agregar que después de ganar el Premio Nobel compró una casa en Herceg-Novi (cuya planta baja ahora es una taberna). Hay que agregar que vivió en Belgrado (donde su departamento es hoy casa-museo). Y también hay que agregar que en ese departamento está su estudio y en él se encuentran tres escritorios. No muy grandes. El más pequeño, llamado secreter, lo usaba exclusivamente para escribir cartas, la correspondencia. El otro, un poco más grande, para escribir relatos y novelas. Y el más grande, aunque tampoco demasiado amplio, servía para seleccionar el material que leía y para anotar los apuntes para sus relatos y novelas. Estos escritorios de Andrić, repito, no son grandes. ¿Pero por qué habrían de serlo? No existe un escritorio lo suficientemente grande como para que en él pudiera describirse lo que ocurre en un hombre. Ese punto que es él. Ese copo de nieve en lo que llamamos universo. Goran Petrović
“Hay cada cosa escrita en este libro mío” Jovo Markov Džinović, quien trabajara como obrero en la construcción del Canal de Suez Hay cuentos populares tan universalmente humanos que olvidamos dónde y cuándo los hemos oído o leído, por eso habitan en nosotros como recuerdos de nuestras vivencias personales. Así es la historia del joven que, vagando por el mundo en busca de la felicidad, tomó un camino peligroso que no sabía adónde lo llevaría. Para no perderse, marcaba con su pequeña hacha la corteza de los árboles junto al camino con los signos que más tarde le indicarían la ruta de regreso. Ese joven es la encarnación del eterno y universal destino humano: por un lado, un camino incierto y peligroso; por el otro, la gran necesidad humana de no perderse, de arreglárselas y de dejar una huella tras de sí.
Los signos que dejamos tras nosotros no se escaparán del destino que le toca a todo lo que es humano: la transitoriedad y el olvido. ¿Pasarán totalmente desapercibidos? ¿Nadie los entenderá? Sin embargo son necesarios, como es natural y necesario que los hombres nos comuniquemos y nos descubramos mutuamente. Aun cuando esos signos breves y poco claros no nos salven de las tentaciones y de nuestro andar errante, pueden aligerarnos dichas tentaciones y andanzas, y ayudarnos al menos a comprobar que no estamos solos y que no somos los primeros ni los únicos en nada de lo que nos sucede.
Una noche en que oscurece pronto y el miedo invade a cada ser vivo y cada ojo busca la luz y cada cabeza, un refugio. Prendo los focos en todas las habitaciones. Todas las cosas cobran vida, se vuelven agradables y elocuentes, como si estuvieran agradecidas. La noche avanza rápida e imperceptiblemente. Todo lo que hago, leo, miro o como, todo es agradable, tranquilo, bueno y fácil. Me detengo y escucho un largo rato el murmullo en mis propios oídos. Ustedes seguramente deben conocer esa infinita y vaga conversación entre un hombre solitario y el silencio a su alrededor. En un momento me espabila un ruido fuerte que viene de fuera. ¿La lluvia? ¿El retumbo de coches que corren a lo lejos?
Voy despacio hacia el balcón. Miro. Aguzo el oído. No es nada. El cielo está luminoso y bello como todo esta noche y no provoca en mí ni recuerdos ni pensamientos tristes. Unas cuantas nubecillas, iluminadas por dentro. Regreso y me siento, sereno como si hubiera revisado un imperio que está acorde con mi voluntad. Me pregunto, entonces, sin esperar la respuesta, sin emoción: —¿Cuál es la tormenta que precede esta calma? ¿Qué peligro prepara?
Vacilo en escribir y afirmar ese pensamiento mío, porque nada es más real y más verídico que esa clase de presentimiento que pasa volando por la mente sin motivo, de improviso, mientras uno está sentado solo en la noche.1 1. Bruselas, 1929. * Yo convivo tan poco con la gente y cuando convivo, platico o me río a carcajadas con tan poca frecuencia que me parece que tengo una necesidad física insatisfecha del deseo de reír. * Viene la primavera. Yo pienso en un pequeño burrito gitano, viejo y enfermo, con profundas marcas de la albarda en su piel desaliñada. Lo soltaron al primer pasto que ha brotado, pero él levanta su gran cabeza greñuda como si tuviera más anhelo del aire y de la vista que del pasto: y con sus orejas inquietas corta el cielo primaveral.
Es la primavera la que me trajo esa imagen de mi infancia en Višegrad. * Ante la desconcertada y obstinada vaquita que conduce al matadero, el campesino lleva un manojo de heno. Caminando tras ese heno que se le escapa sin cesar, la vaquita llega rápido al matadero donde la esperan las manos y las cuerdas del carnicero. Con el inalcanzable manojo de heno limpiaron el cuchillo que degolló al animalito.
* Antaño, en la infancia, escuché a los adultos decir de una familia: —Tienen un hermano al que ocultan. En esa época, debí tener ocho o nueve años, pasaba con gran emoción junto a la casa en la que vivía esa familia y me fijaba en sus ventanas deseando y a la vez temiendo ver a ese hermano al que no sacaban y escondían de la gente. Luego olvidé el asunto del hermano oculto por completo, pero ayer, después de tantos años, lo recordé y escuché la voz que otrora lo había dicho.
* Cuando un verano es lluvioso, se queja todo el mundo. Se quejan los vendedores de verduras, los hoteleros, los campesinos, y con justa razón. Se quejan también los ciudadanos y la ociosa gente bien, porque se echan a perder sus vacaciones veraniegas. Pero, ¿han notado cómo son las flores en un verano lluvioso? Más grandes, más bellas y más brillantes en cuanto al color y a la forma, sobre todo el color. Yo las observo como una gloria callada.
* En los alrededores de Ginebra, la noche entristece a uno por su humedad y por la ausencia de la gente y de los animales. En ninguna parte del mundo he visto un lugar con menos seres vivos en él. Y la niebla otoñal se extiende por los prados, cual gases tóxicos, con agresión y alevosía.
* Anita, la mexicana. Obesa y avejentada antes de tiempo, infectada, enloquecida por el alcohol y las drogas, acecha a los transeúntes en un rincón oscuro y sucio del barrio antiguo. Conoce apenas una veintena de palabras en francés. Cuando puede hablar en español, se pone feliz. Entonces se ríe y llora, extiende los brazos de júbilo y se muerde los dedos de desesperación. Todo eso alternadamente. Y habla, habla sin parar, sin ton ni son. Sobre Guadalajara, sobre México, donde vive su madre (“mamacita”), sobre un Joselito con quien vino a París y después se perdió y la abandonó. —Aquí estoy perdida, infeliz. Todos me dicen que soy tonta y que estoy loca, porque no sé hablar como ellos. Es sólo por eso. Cualquier cosa que diga, sólo se carcajean: Quelle blague! Es todo lo que saben. Continúa con un ademán y una expresión del rostro, dignos de la más grande tragedia: —Me persiguen como una estúpida, como un trapo. Pero yo sólo estoy infeliz, perdida entre la gente ajena. Y no tengo los dos mil francos que se necesitan para regresar a México. Y con una indignación extrema y sublime añade: —¡Buah! ¡Plata! ¡Siempre la plata!2 Su cuerpo enfermo, tristemente envejecido antes de tiempo, de repente está fresco y vivaz. Los gestos de la cabeza, atrevidos, expresan sentimientos elevados; las manos se tornan nobles, las piernas delgadas. Y los ojos —no me equivoco, porque los he visto muy bien— se vuelven los de una joven que llora enojada, inocente, buena, sensible, que cree en Dios, ama a toda la gente y no es capaz de hacer el más mínimo mal o algo indecente.
* Mientras vagaba por el campo desierto entre huertos de ciruelos, en el silencio y el tedio de una tarde pueblerina, junto a mí paso volando un enjambre de abejas parecido a un velo llevado y desgarrado por el viento, y se perdió en la lejanía. Me estremecí y sentí una emoción profunda en mis adentros; todo el paisaje adquirió un nuevo aspecto y mis pensamientos, una dirección completamente distinta.
* Sarajevo. La desnudez y el abandono oriental a la Gandhi. El lujo en cosas inesperadas que no son objeto de lujo en ninguna parte y para nadie. El agua más fría y más saludable del mundo. Las casas más extrañas que desde que se hicieron se ven deterioradas, propensas a caer y poco saludables, pero en las que se vive tan a gusto y tanto tiempo como en pocos lugares. El habla de hombres y mujeres caracterizada por las vocales sin un matiz o límite definido que hacen que el habla de los niños parezca un arrullo despreocupado. Todo eso cubierto de silencio. 2. En español en original. (N. de la T.)