REVISTA ARTES DE MÉXICO | Arte popular: Un arte de la memoria y de la innovación

18/02/2017 - 12:03 am

“La artesanía no quiere durar milenios ni está poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la acepta. La artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso; un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no idéntico. La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir”. Octavio Paz, Los privilegios de la vista

Por Alfonso Alfaro, Director del Instituto de Investigaciones de Artes de México

Ciudad de México, 18 de febrero (SinEmbargo).- Entre las múltiples maneras que tienen las personas de relacionarse con los objetos (de producirlos, de mirarlos, de utilizarlos, de abandonarlos) existen tres registros que, con diversa fortuna, suelen estar presentes en todas las épocas y en todas las latitudes.

Hay objetos llamados obras de arte, que aspiran a formular un desafío. Su ambición es rebasar los horizontes en que está inscrito el tiempo humano. Han sido concebidos como una invocación o como una ofrenda a las fuerzas que mueven el universo, o bien como impulso de búsqueda, actos de afirmación individual o de rebeldía en aquellas sociedades —hijas de la ilustración— donde los dioses no tienen ya nombre ni rostro ni voz ni sentimientos conocidos.

Esos objetos han sido marcados desde su nacimiento por la mayor de todas las ambiciones: rebasar los límites de la apariencia, de la verdad y de la materia. Han sido imaginados y labrados pensando en la trascendencia o, al menos, en el destino o en la gloria. Fueron concebidos pensando que algún día habrían de encontrar su sitio en un templo o bien en un museo, recintos que tienen la vocación de ser intemporales, de alzarse como diques construidos para resistir la erosión de los siglos.

Cada uno de estos productos del quehacer humano —que puede ser percibido sea como objeto sagrado, sea como obra de arte— representa para su propia tribu (incluyendo las modernas y las postmodernas) una rendija abierta hacia los mundos existentes más allá de las fronteras de lo posible. A esta categoría pertenecen las pirámides, las catedrales y las mezquitas, los sonetos, los frescos y las sinfonías.

En el otro extremo se encuentran los productos cuya vocación es la de ser satisfactores: fabricados para saciar una necesidad, un capricho, una fantasía: objetos diseñados exclusivamente para ser usados, para cumplir una función.

Es probables que, cuando se escriba en el futuro la historia del siglo que nos tocó vivir, se diga que el emblema de esta era fueron precisamente los objetos llamados de consumo, que dieron su forma y su rostro a las sociedades más pujantes de nuestra época, y desde ahí marcaron la pauta de ese nuevo patrón civilizatorio que nombramos provisionalmente el orden de la globalización.

Cada uno de los objetos pertenecientes a este género ha sido producido en la cadena de montaje; ellos aspiran a ser absolutamente similares entre sí, y desde que fueron imaginados o planeados tenían como destino final el basurero. Todos los geniecillos maravillosos a los que debemos las delicias de confort modernos han salido de una lámpara que no es la de Aladino sino la de Ford y Taylor, y están destinados a la podredumbre o al reciclaje: focos, estufas, frigoríficos, automóviles, aeroplanos, computadoras.

La influencia del modelo que da origen a estos objetos es tan grande que ha producido incluso una arquitectura desechable, básicamente armada con vidrio y acrílico, con metal y cemento. Ella da lugar a un urbanismo también de pacotilla destinado a relumbrar con los logotipos y los anuncios de neón y a perecer con ellos.

Las antiguas dinastías y corporaciones construían palacios y abadías que pretendían durar milenios, a imagen de las aspiraciones del linaje que los edificaba: los actuales corporativos, más realistas —o más mezquinos— buscan sólo el brillo efímero que pueda ser admirado a lo largo de unas cuantas décadas.

Entre estos dos extremos: entre un Arte con mayúscula, voluntarioso y prometéico, y el objeto industrial anodino, deletéreo y fugaz (entre las piezas que aspiran a la gloria del museo y las destinadas al deshuesadero, entre la obra realizada por un creador casi taumaturgo tocado por la gracia de la inspiración y las piezas producidas por las articulaciones mecánicas de un robot o por una mano de obra robotizada) se encuentran los objetos construidos a escala del hombre. Su horizonte es el de las artes de la memoria y de la innovación. Se les llama con frecuencia objetos artesanales.

Cerámica de Tonalá. Foto: RAM

Ellos no fueron engendrados por algún espíritu temporalmente posesionado de un cuerpo humano (durante el tiempo de la inspiración) ni tampoco por el departamento de producción de una sociedad anónima que decidió su volumen, su forma, su peso y su precio. Fueron fabricados siguiendo el aliento ordinario de los días; su elaboración se inició con lentitud cada mañana y se detuvo habitualmente tarde a tarde hacia el crepúsculo. Durante las fechas de jolgorio o de cosecha, los días de humedad extrema o de sol excesivo, las piezas esperaron pacientemente en la sombra a que alguien volviera a hacerse cargo de ellas.

El artesano les dio vida gracias al tacto suave y tibio, con la misma ternura con que Dios engendró a Adán: modelando el barro con sus propios dedos (¿cómo imaginar los dedos de Dios? Sus manos deben haber sido vigorosas y delicadas: las primeras manos de alfarero).

El cuerpo de cada una de esas obras fue surgiendo de la materia inerte a base de caricias. Su belleza existió primero en la imaginación de su hacedor y fue cobrando forma gracias a las horas sin numero en que era deseada, observada, corregida y admirada.

Su artífice influyó en su fantasía y la amó antes de conocerla, y luego, finalmente, la contempló gozoso con la misma satisfacción serena que experimentó el Padre Eterno al atardecer del sexto día.

Hubo más tarde alguien que quiso tenerla cerca de sí, llevarla a su casa. Fue pretendida porque parecía necesaria, pero sobre todo porque era hermosa, y fue elegida entre otras semejantes, señalada; recibió el encargo de hacer eco a algún recuerdo callado, a algún anhelo poderoso y desconocido de su nuevo propietario. Así como había sido su gestación sería su vida: al ritmo de las horas cotidianas, en la quietud del espacio doméstico. Su misión sería dar testimonio del tiempo de una vida.

Estas piezas son heredadas por cariño, no legadas por su precio: van sobreviviendo a lo largo de las generaciones mientras perduran los lazos del recuerdo o algún nexo orgánico con los seres que le dieron vida: su artífice o sus enamorados. Un día, quizá, desaparecerán con discreción en un trivial accidente doméstico e irán siendo borradas lentamente por el viento suave que nos permite olvidar. Pueden también morir la bella muerte de aquellos objetos útiles que terminan su ciclo en un museo: callados, aislados bajo los reflectores, sin riesgos pero también sin caricias, entregados al análisis de los eruditos y a la admiración de los visitantes…

Algunas de las publicaciones de Artes de México dedicadas al arte popular son: Juguete tradicional I y II; Textiles mazahuas; El rebozo; Cerámica de Tlaquepaque; El arte tradicional del Nacimiento; Cerámica de Mata Ortiz; Hojalata; Arte popular. Museo Ruth D. Lechuga; Cestería; Textiles de Oaxaca; Metepec y su arte en barro; Textiles de Chiapas; Cerámica de Tonalá; La talavera de Puebla; La mano artesanal, y Revelaciones del arte popular mexicano, entre otras. Están disponibles en esta página.

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