Historia de mexicano preso en EU exhibe red policial de tráfico y abuso de migrantes

18/04/2015 - 12:04 am
Intercambio epistolar con la autora. Imagen: Archivo de la autora.
Intercambio epistolar con la autora. Imagen: Archivo de la autora.

Ciudad de México, 18 de abril (SinEmbargo).– El mexicano Roberto Rangel tuvo el infortunio de caer en una red de tráfico de ilegales orquestada por la Unidad Antinarcóticos del Departamento de Policía de Fresno, en colusión con agentes de la DEA y la oficina de Inmigración en los Estados Unidos. Fue en 1999.

Su vida daría un vuelco desde entonces. Hoy enfrenta una condena de 57 años a de por vida en la prisión de máxima seguridad en La Soledad, California, por un homicidio en primer grado de hace 14 años.

Un nuevo libro denuncia cómo los indocumentados, a través de esta red, son obligados a trabajar como informantes de la policía de Estados Unidos y a vender la droga que decomisa la propia Unidad Antinarcóticos. Rangel realizó ese trabajo contra su voluntad, “pues las veces que puso resistencia fue amenazado, torturado y abusado sexualmente por un oficial de policía”, de acuerdo con el testimonio.

El libro Me decían mexicano frijolero recibió el Premio Bellas Artes de Testimonio Carlos Montemayor 2013. Es el testimonio de Rangel, en manos de Ana Luisa Calvillo.

“En junio de 2001, Rangel resultó inculpado en un tiroteo donde fue asesinado un hombre. No pudo defenderse ante la corte: era un mexicano indocumentado, era pobre, no hablaba inglés y además, era analfabeta. Sin embargo, en la cárcel se sobrepuso a esta adversidad: aprendió a leer y a escribir, y se dedicó a pedir ayuda a través de cartas, de tal manera que su caso llegó hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington. Actualmente espera una resolución y apoyo legal para una apelación”, cuenta la reseña del libro.

Ana Luisa Calvillo conoció el caso Rangel a través de una organización religiosa en Estados Unidos que había recibido sus cartas pidiendo el apoyo de un periodista para contar su historia. Se pusieron en contacto por correo convencional y la comunicación se convirtió en una entrevista.

Y después de tres años de trabajo, dio como resultado este testimonio.

Roberto Rangel tiene hoy 40 años de edad.

Calvillo, la autora, es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y Maestra en Humanidades por la UACH con mención Cum Laude. Fue colaboradora de los diarios unomásunoExcélsior y Milenio, y de revistas culturales como GeneraciónCantera Verde y Tierra Adentro. Es autora de José Agustín, una biografía de perfilPentagrama de feMemorias de la casa chica ―mención honorífica en DEMAC 2006 y mención honorífica en el Concurso Internacional de Autobiografía “Alejo Carpentier” 2007―, Ecos de MetepecMurmullo mexiquense y Manual de géneros biográficos.

Además, ha sido docente de la UNAM y de la Universidad del Valle de México, entre otras instituciones. Actualmente reside en Chihuahua, donde es profesora y editora.

“El libro es un solo testimonio, de Roberto Rangel. Es su nombre real. Su historia revela no solo la tragedia personal (el haber sido torturado, violado y sentenciado a 57 años de prisión), sino la existencia de una red de tráfico de ilegales en la que los indocumentados son obligados a trabajar como informantes de policía y como distribuidores de droga al menudeo”, dijo la autora en entrevista con SinEmbargo.

“También describe cómo revenden la droga los agentes de la policía norteamericana en colusión con agentes de la DEA. Estas formas de tráfico son poco conocidas en nuestro país. Además, este testimonio nos da a conocer una nueva forma de esclavitud y explotación laboral en los Estados Unidos, particularmente en Fresno”.

Calvillo dijo que se trata de una historia real contada por el propio Roberto Rangel, a través de una entrevista “que le hice durante dos años por correspondencia, pues se encuentra preso”.

“Me contó la historia a través de cartas que al final sumaron 940 cuartillas, pero de ahí extraje su testimonio en 80 páginas, que fue lo que presenté al concurso del Premio Testimonio. Por otra parte, consulté los periódicos y su expediente para asegurarme de que lo que había dicho fuese real. Así pude constatar que sus argumentaciones coincidían plenamente con los documentos de la Corte. En 2012 su caso llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde estuvo pidiendo ayuda por carta, y el asunto está en revisión”.

Con autorización de la autora y de la editorial, SinEmbargo lleva a ustedes un adelanto de este testimonio aterrador de un mexicano en manos de policías estadounidenses que, de acuerdo con la denuncia, operan en plena colusión con el crimen organizado en aquél país.

El libro será presentado el próximo domingo 3 de mayo, a las 12:00 horas, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México.  Con la autora estarán Marco Lara Klahr, Guillermo Vega Zaragoza, César Antonio Sotelo Gutiérrez y Marcial Fernández, el incansable editor independiente de Ficticia, casa de Ana Luisa Calvillo.

MexicanoFrijoleroPortada

Fragmento de

Me decían mexicano frijolero

De Ana Luisa Calvillo.

(Ficticia 2015)

***

Rivas me dijo que se había quedado sin cocaína para vender porque no habían hecho decomisos en esos días. Pensé que me dejaría en paz un tiempo, pero más bien le urgía que yo consiguiera droga con otros distribuidores. Cuando le contesté “sí, señor” me di cuenta de que algo se había transformado dentro de mí: ya no tenía voluntad, sólo terror.

Me fui para Santa Ana porque allá vivía Raúl, un bato que les surtía a dos traficantes. Iba a raja diablos, metiéndole pata a la troca, y antes de llegar a la subida de Bakersfield me detuvo una patrulla de caminos. El policía me ordenó que me bajara y me pusiera enfrente de la troca. Yo llevaba 16 mil dólares en la guantera; me los había dado Rivas para comprar un kilogramo de coca. En cuanto el policía los descubrió, me esposó y me metió a la patrulla. Hablaba sólo unas palabras en español.

—¿A dónde vas con tanto dinero? —preguntó.

—A comprar droga —le dije—. Trabajo para el oficial Damián Rivas.

Para entonces, cada que me detenían las patrullas yo estaba dispuesto a decirlo todo. En el fondo deseaba que me agarraran y se destaparan las porquerías de Rivas y del Departamento de Policía completo. Pero no sucedía nada.

El policía habló por un radio. Luego regresó a la patrulla. Me quitó las esposas, me devolvió el dinero y dijo:

—Adiós, que te vaya bien.

En esos días, Rivas dijo que íbamos a investigar a Juan Reynoso, un traficante que vivía en Watsonville, California, así que yo debía citarlo en un restorán, supuestamente para hacer negocios.

Cuando llegó Juan, le presenté al oficial Rivas como mi socio Chuy. Juan sólo quiso tomar refresco, pero el policía pidió unos camarones para él y para mí —fue la única vez que me invitó algo de comer. Él odiaba verme comiendo. La vez que me descubrió en el departamento con un bistec, tiró el plato al piso, escupió sobre la carne y luego me obligó a tragarla del suelo. “Mugrientos mexicanos, en su pinche país comen puras tortillas y aquí quieren venir a comer carne”.

En el restorán, Rivas traía un alambre escondido en la ropa y todo lo que hablábamos se grababa desde otra camioneta. Acordamos con Juan que nos vendería diez kilos de cocaína: cinco, a 15 mil dólares cada uno, y los otros cinco, a 16 mil 500 cada uno.

Rivas se creía listo, pero en realidad era demasiado pendejo: cuando quería hacer un trato con los vendedores, si era de cocaína les decía: “¿Está buena la coquita?” Y cuando era de crank, decía: “¿Está buena la cranka? ¿A qué precio la libra?” Y cuando los vendedores escuchaban a Rivas hablar de esa manera, inmediatamente sospechaban que era policía porque ellos nunca mencionaban la droga por su nombre. Algunos, al kilo de cocaína le llamaban cuadro, y otros, muchacho. Si se los pedían cocinado en piedra, muchacho trabajado. Al crank, la mayoría lo llamaba jale y a la libra, muchacha mayor. Nunca hablaban de precios, sino de números. Juan Reynoso sospechó de nosotros, pero siguió adelante con el trato.

—Yo te aviso cuando tenga el dinero —le dijo Rivas y regresamos a Fresno.

Días después, Juan Reynoso me llamó por teléfono. Le había llegado una coca muy buena, según dijo, y quería darme una muestra.

—Pero ven tú solo porque no quiero ver a tu socio —me dijo.

Otra carta del mexicano para la autora. Imagen: Archivo de la autora.
Otra carta del mexicano para la autora. Imagen: Archivo de la autora.

Yo no sabía llegar a la ciudad de Watsonville, pero me llevé a un cuate para que me guiara. Manejé a madres porque iba borracho. En unas curvas el límite era de 55 millas y yo iba a más de 80. Entonces me detuvo otra patrulla. El policía no hablaba español. Nos ordenó bajar de la troca, y por radio llamó a una grúa. Me acordé que traía cranka en la guantera. En eso llegó otra patrulla de refuerzo con un policía hispano. El que hablaba español vino a interpretarme:

—Me dice el oficial que te va a quitar la camioneta porque no traes licencia.

En ese momento me envalentoné:

—Trabajo para el oficial Damián Rivas. Voy por una muestra de cocaína para él.

—¿Tú trabajas para la policía de Fresno? —me preguntó.

—Pues no por mi voluntad —me descaré—: me obligan a trabajar como informante y a vender droga.

Le conté en pocas palabras desde que me habían cruzado por la frontera metido en la cajuela de un carro con el apoyo de la oficina de Inmigración.

—Estás loco —dijo el oficial—. Los policías no pueden traer a gente ilegal de México porque violan las leyes del país, y no te creo lo que dices. Dame el número de la policía, si es que lo tienes.

Se lo di y le marcó. En ese momento llegó la grúa que se llevaría la troca. Pero el policía terminó de hablar con Rivas y le dijo algo al otro oficial. Éste me miró y dijo:

—No grúa para ti.

El policía hispano sacó una cámara y nos tomó una foto a mi cuate y a mí.

—Esta foto es por si te volvemos a ver, ya sabemos quién eres —me dijo.

Nos dejaron ir.

Hice el trato de la muestra con Juan Reynoso y más tarde regresé a Fresno. Llamé a Rivas y me citó en los parqueaderos de una tienda que está en las calles Olive y Cedar. Ahí le entregué la coca y me ordenó esperar unos días.

Cuando Rivas consiguió el dinero para comprarle la droga a Juan, me citó en el edificio federal de la policía. Me estaba esperando con un oficial que era hispano, pero no hablaba bien el español, y con otro que se identificó como agente de la dea. Me mostró unas fotografías donde aparecía la casa de Juan Reynoso. Me pidió que le señalara la puerta por donde yo entraba cuando iba a verlo. Luego me ordenó llamar a Juan por teléfono para que grabaran la llamada. Juan me notificó que ya tenía los kilos de cocaína y que fuera por ellos al otro día.

Rivas pasó por mí a las seis de la mañana. Llegamos a Watsonville, al estacionamiento de una pequeña iglesia, y mi sorpresa fue que ahí estaba el oficial Pedro Santillán. Éste sacó dos portafolios. A una cosa que parecía batería de celular le picó con un alambrito y me la puso en la camisa.

—Camina hacia allá y ve diciendo: uno, dos, tres —me dijo—. Necesito que hables en voz alta. Déjame tomarte una foto para ponerla en mi archivo.

Después de todo eso, nos acercamos a la casa de Juan.

—Ve cuántas personas hay y si están armadas —me dijo Rivas.

—Que vaya un oficial conmigo —le pedí—, qué tal si Juan piensa que yo llevo el dinero y me mata para quitármelo.

—No seas culón, estúpido —dijo Rivas—, ve a hacer lo que te ordeno. Pídele que te deje ver la mercancía. Cuando la veas, me dices que te lleve el dinero porque “las cajas de naranja ya están listas” y te sales rápido porque vamos a caerle.

Me paré en la casa con bastante miedo. Cuando abrió Juan, le dije:

—Don Juan, déjeme ver los kilos para llamarle a mi socio porque es medio desconfiado.

Me llevó hasta un carro. Abrió la cajuela y miré la droga completa. Fui supuestamente por el dinero a la esquina. Rápidamente salieron los policías y le cayeron a Juan. Yo me escondí en una tienda y enseguida aproveché para pelar gallo.

Al día siguiente supe que los policías de la DEA no habían encontrado nada en la cajuela del carro, sino un poco de heroína dentro de la casa. Eso no era cierto: yo la vi con mis propios ojos y Juan no pudo haberla sacado en lo que caminé, así que lo más seguro es que aquellos se hayan quedado con todo y no lo reportaron.

En esos días mi amigo Vicente me prestó una pistola calibre 38 especial. Yo no quería cargarla, pero el policía me fastidiaba con que debía traerla por si intentaban robarme. No quiso conseguirme un permiso ni entrenamiento para usarla. En vez de eso, decidió humillarme. Se sentó en el sofá, se bajó el pantalón hasta la mitad de las piernas, cortó cartucho y me apuntó con la pistola:

—Ven acá —ordenó—. Chúpamela, mexicano frijolero.

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