Los colombianos votaron contra la ira de las FARC y el odio de Uribe, en la elección más sucia de su historia

18/06/2014 - 12:00 am

Por Andrés Hoyos

El domingo pasado, Juan Manuel Santos fue reelegido en la Presidencia de Colombia con el 50.93 % de los votos de la segunda vuelta. Foto: Efe
El domingo pasado, Juan Manuel Santos fue reelegido en la Presidencia de Colombia con el 50.93 % de los votos de la segunda vuelta. Foto: Efe

Bogotá, Colombia, 18 de junio (SinEmbargo).– El domingo pasado tocaron a su fin las elecciones más sucias y dramáticas que se recuerden en Colombia desde la época en que Pablo Escobar asesinaba candidatos presidenciales. Esta vez Juan Manuel Santos ganó la reelección por 912 mil votos, pero no tuvo tiempo de gozar su triunfo, porque a poco de pronunciar un animado discurso sobre la paz y la esperanza, su archienemigo, el ex Presidente Álvaro Uribe, reanudó la virulenta campaña en su contra, haciendo gravísimas acusaciones que desembocarán sin duda en una causa criminal.

Uribe incurrió varias veces en potenciales calumnias y en este país ése es un delito que da cárcel.

Óscar Iván Zuluaga, el candidato de Uribe, ganó la primera vuelta por 458 mil votos, pero el domingo Santos dio un salto sin precedentes del 136 por ciento, agregando a su cuenta 4.5 millones de votos, que le dieron la victoria. Tan espectacular volantín de la opinión electoral tuvo por encima de todo un sentido: Santos no es un político querido, pero la amenaza explícita de Zuluaga consiguió acabar con el proceso de paz y el miedo que de forma abierta fomentó el uribismo, logró que muchos abandonaran la apatía y salieran a votar por Santos y, sobre todo, a favor del proceso de paz.

Esta es la quinta elección presidencial sucesiva que en Colombia gira alrededor del mismo tema. En 1998, Andrés Pastrana ganó impulsado por un claro guiño de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que animó a los electores sobre un acuerdo posible, pero tras las catastróficas negociaciones del Caguán, el electorado dio a Uribe un categórico mandato de guerra en 2002, eligiéndolo en primera vuelta con el 53 por ciento de los votos.

Uribe procedió a reformar la Constitución para auto permitirse la reelección inmediata, que logró en 2006 por un apabullante 62 por ciento de los votos. El segundo mandato fue menos exitoso que el primero, con el agravante de que Uribe planteó un referendo para aspirar a una segunda reelección. Al final, la Corte Constitucional, en un fallo histórico, se lo impidió y entonces al Presidente no le quedó más remedio que promover la candidatura de su exministro de defensa, Juan Manuel Santos, quien ganó sobrado en la segunda vuelta de 2010.

Santos quiso gobernar con su propio equipo y ahí fue Troya, porque Uribe le exigió lealtad; es decir, obediencia, y al no obtenerla lo sometió a una guerra sin cuartel. El ex Presidente, conocido por sus furias y por su intenso sentido de la revancha, no escatimó en medios. Y así, confluyeron en la campaña que terminó el domingo todos los sentimientos de las anteriores: esperanza, ira y odio, con uno nuevo que resultó decisivo: el miedo. Porque no es que Santos haya ganado las elecciones, sino que el miedo al extremismo de Uribe y a la continuidad de la guerra convirtieron en compañeros de viaje a personas que antes escasamente se saludaban.

La extrema derecha hizo mucho énfasis en el horror “castrochavista” que significa una futura participación política de la guerrilla. Nada, sin embargo, anuncia que ésta será decisiva, no sólo porque la gente rechaza a las FARC en forma contundente –de hecho, Zuluaga ganó en varios departamentos donde la guerrilla tiene presencia histórica–, sino que a los movimientos políticos que le son afines les fue mal en las elecciones parlamentarias. Las FARC sin armas estarían doblemente desarmadas; por eso se resisten tanto a dejarlas.

Dos escenarios se perfilan como posibles: o Santos reedita en forma ampliada la estrategia de su primer período y forma una coalición caótica para complacer a todo el mundo, o lidera una alianza programática contra la extrema derecha, semejante a la Concertación chilena, que se centre no sólo en terminar el proceso de paz, sino en implementar el corazón de los acuerdos ya logrados. Lo allí pactado podría inscribirse en un amplio proyecto de centro izquierda y sería la base de esta Concertación a la colombiana. El Presidente reelecto tal vez tenga algo así en mente, aunque surgen dos obstáculos: su propia tendencia a la complacencia y a perder el foco, y la enemistad jurada de Álvaro Uribe y sus aliados. Dada la alta popularidad del expresidente, su enemistad polariza a la sociedad, intranquiliza a los militares y enreda los problemas.

En cuanto al resto de América Latina, el triunfo de Santos se sentirá con alivio. No, claro que no surge un nuevo aliado para el eje populista conformado por Maduro, Cristina Kirchner, [Rafael] Correa y [Daniel] Ortega, los dos primeros muy debilitados en tiempos recientes, pero al menos no viene otra vez el coco de la confrontación abierta que la gente del subcontinente asocia con Uribe. De hecho, Zuluaga incluía entres sus planes de gobierno un apoyo abierto a la oposición venezolana que, de inmediato, lo hubiera enfrentado al chavismo. Por su parte, Estados Unidos parece complacido con los resultados del domingo. Suponen, con razón, que cualquier conflicto en su antiguo patio trasero tarde o temprano les sale a costar y creen que Santos tiene buenas posibilidades de firmar una paz razonable.

Por último, si Colombia supera los obstáculos señalados, según el CERAC (Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos) podría agregar un 2 por ciento al crecimiento anual de su Producto Interno Bruto (PIB), lo que implica un salto espectacular, y al mismo tiempo estaría en capacidad de atacar su alta desigualdad, alimentada y congelada por el conflicto interno.

*Andrés Hoyos  es escritor y editorialista del Espectador, además de fundador de la revista El Malpensante.

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