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Tomás Calvillo Unna

18/10/2017 - 12:04 am

El eco de la palabra

Nuestra cotidianidad se trastocó en casi todos los órdenes. El común denominador es la experiencia del tiempo que ha perdido su sustancialidad al haberse extinguido la pausa

Pintura: Tomás Calvillo

Queremos seguir creyendo que no ha pasado nada. Y no obstante nuestras vidas ya no son las mismas, no lo queremos asumir, tal vez porque nos da temor el darnos cuenta que no tenemos la menor idea de a dónde vamos. Estamos ciertos de que ya no podemos regresar, que ya no hay vuelta de hoja.

Nuestra cotidianidad se trastocó en casi todos los órdenes. El común denominador es la experiencia del tiempo que ha perdido su sustancialidad al haberse extinguido la pausa. Compartimos la sensación de que el día, los días, las semanas, los meses, y los años, se comprimen en un instante al que intentamos llamar “presente”. La conciencia de ello se traduce en una profunda incomprensión y en el mejor de los casos en una añoranza, (probable ilusión), de que no era así antes.

La realidad es abrumante; las horas de sosiego o descanso ya no son tales, las ocupa lo que solía llamarse esparcimiento, este se ha convertido en una carga más de información, deseos, consumos, objetos.

Nuestras mentes se saturan de la angustia colectiva expresada en una suerte de contaminación visual que es uno de los rostros del ruido.

El sin sentido es el nombre de este juego que vanagloria los bienes materiales; lo que no deja de expresar la angustia por aferrarse a algo ante la fugacidad, algo que es solo un parpadeo existencial.

La capacidad de adaptación que ha sido la gran cualidad del ser humano es también en esta época la anestesia que nos lleva a límites no experimentados; sin saber a ciencia cierta hasta cuándo podrá continuar.

La realidad virtual requiere cada vez más de sutiles intermediaciones tecnológicas que se insertan en la realidad biológica (es allí donde está la confrontación civilizatoria no en los discursos culturales) el laboratorio es el planeta entero, el capitalismo experimenta con él, sin límites, es su máxima.

El diccionario desplaza las palabras: respeto, devoción, adoración… aparecen como un léxico primitivo e incluso “fundamentalista”.

La realidad virtual se mueve en esa esfera, es parte ya de esa condición, incluso sin ella ya no nos imaginamos. Vivimos de sus guiones y hallazgos tecnológicos para habitar las imágenes, desde esa perspectiva se expropia la realidad misma.

El arte aún se resiste a ello, pero cada vez más se suma a la imaginación codificada, a los algoritmos que no sólo seducen sino guían y eligen, se buscan variantes, es cierto, pero la velocidad y la masificación son dominantes.

La capacidad de comunicación en el nivel de lo inmediato se ha incrementado de una manera sorprendente e inimaginable. Todo ello obliga a profundizar en el concepto mismo de la relación humana, en todas sus gamas, familiar, laboral, como ciudadanos, etc. Y para poder hacerlo es necesario retomar el silencio, la soledad, la compañía, la lentitud y por supuesto la naturaleza; que en la era del conocimiento la descubrimos distante de nuestra cotidianidad a pesar de saber “más de ella”. Grave tema si entendemos que somos parte consustancial de su origen y destino.

En la mente se encuentran la encrucijada, los caminos que se bifurcan, el Koan de Oriente, la Libertad de occidente. Nuestras mentes se han convertido en un territorio para toda clase de experimentos, un territorio que estamos perdiendo.

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