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Jorge Javier Romero Vadillo

19/04/2018 - 12:48 am

¿Responderán los candidatos sobre seguridad y justicia?

En esta campaña, como suele ocurrir en México, ha habido mucho ruido y pocas nueces en lo que se refiere a propuestas creíbles y viables respecto a los grandes problemas nacionales. Pero me ha sorprendido la manera en la que todos los candidatos presidenciales han eludido el tema que ha dominado la vida del país durante más de una década: la brutal violencia que aflige a amplios grupos de la sociedad mexicana, en magnitudes similares a las de una guerra civil. Tampoco los pretendientes parecen hacerse cargo del desastre de la procuración y la impartición de justicia que ha caracterizado a México a lo largo de su historia y que es hoy uno de los principales obstáculos para enfrentar la desigualdad y para impulsar la inversión y el crecimiento.

Sin paz y sin justicia este país no podrá salir del atraso. Foto: Cuartoscuro.

En esta campaña, como suele ocurrir en México, ha habido mucho ruido y pocas nueces en lo que se refiere a propuestas creíbles y viables respecto a los grandes problemas nacionales. Pero me ha sorprendido la manera en la que todos los candidatos presidenciales han eludido el tema que ha dominado la vida del país durante más de una década: la brutal violencia que aflige a amplios grupos de la sociedad mexicana, en magnitudes similares a las de una guerra civil. Tampoco los pretendientes parecen hacerse cargo del desastre de la procuración y la impartición de justicia que ha caracterizado a México a lo largo de su historia y que es hoy uno de los principales obstáculos para enfrentar la desigualdad y para impulsar la inversión y el crecimiento.

Sin paz y sin justicia este país no podrá salir del atraso, ni dejar atrás la marginación de buena parte de su sociedad, ni alcanzará su tasa potencial de desarrollo económico. El dispar acceso a la justicia es una de las fuentes de la desigualdad social y las situaciones de violencia extrema destruyen a las comunidades y su convivencia. En la última década, México ha padecido una epidemia de homicidios de magnitudes catastróficas en muchas regiones y una ola de desapariciones que hace palidecer las ocurridas durante las grandes represiones dictatoriales de la década de 1970 en América del Sur, mientras que la justicia ha sido, desde los orígenes de la nación, una mercancía asequible solo para aquellos que pueden pagar su alto costo.

Sin justicia eficaz, oportuna y para todos, la corrupción, la negociación de la desobediencia de la ley y la compra de protecciones particulares seguirán siendo características esenciales de nuestra contrahecha institucionalidad. Mientras el ministerio público sea un instrumento político útil solo para quienes ejercen el poder y los jueces sean incapaces y venales, México seguirá siendo un mosaico de desigualdad y pobreza, donde la apropiación privada de los bienes públicos es la norma y no una excepción perseguida y castigada.

El gobierno actual ha fracasado evidentemente en su política de seguridad, pues no solo no logró reducir la violencia desatada por la desastrosa política de guerra por Felipe Calderón durante su gestión, sino que acabó optando por hacer permanente la militarización de esas tareas, lo que hace doce años se anunció como una medida transitoria que se levantaría en cuanto se contara con los cuerpos civiles aptos para enfrentar al crimen con uso proporcionado de la violencia y con pleno apego a la legalidad. El abandono del proceso de construcción de una policía federal moderna, bien equipada, profesional y vigilante de los derechos constitucionales de las personas –que fue una de las pocas luces en el entorno sombrío de la gestión de su predecesor– fue uno de los más grandes fallos de Peña Nieto, solo superado por el empeño por institucionalizar la militarización de las tareas que la constitución reserva a los cuerpos civiles encabezados por el ministerio público.

Aún mayor falta ha sido el empeño del actual presidente en mantener el control político sobre la procuración y la impartición de justicia. Todos fuimos testigos de su obcecación por capturar a la Suprema Corte de Justicia con sus
incondicionales, cuando ha sido la autonomía alcanzada por el máximo tribunal uno de los hitos del cambio político de las últimas dos décadas. Y en cuanto al ministerio público, si bien la reforma constitucional para crear una fiscalía autónoma fue producto de los celebrados acuerdos de los primeros meses de su gobierno, aquellos del Pacto por México, desde muy pronto quedó claro que se pretendía una simulación, pues en los transitorios del reformado artículo 102 constitucional se estableció un mero cambio de nombre de la actual Procuraduría General y el nombramiento de un fiscal por nueve años que le fuera fiel al presidente encargado de nombrarlo, o sea al propio Peña.

Frente a este desastre, se han movilizado diferentes grupos de la sociedad civil –esa de la que desconfía el candidato puntero– para exigir una seguridad sin guerra, que reduzca la violencia a partir del desarrollo de cuerpos civiles
profesionales y bien capacitados, con políticas de prevención que vayan a las causas de la delincuencia y de la violencia, que permitan el retiro progresivo de las fuerzas armadas de tareas que la Constitución les prohíbe y que han demostrado que no saben hacer, pues después de más de una década de despliegue no han contenido la violencia y el delito, mientras que han dejado una cauda de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, en la medida en la que actúan con lógica bélica.

También ha surgido el clamor cívico por una fiscalía que sirva, de manera que el nuevo órgano constitucional autónomo no sea una mera prolongación de la monstruosa Procuraduría General de la República, instrumento político especializado en la venta de protecciones particulares y en la persecución de los adversarios del gobierno en turno. La necesidad de construir un ministerio público eficaz, con capacidades técnicas y recursos, con personal bien calificado, en lugar de los agentes precariamente alfabetizados que hoy integran a la PGR –donde quienes deben ejercer la acusación pública no tiene siquiera los conocimientos jurídicos indispensables para enfrentar las exigencias el nuevo sistema de justicia penal– debería ser un punto central de la agenda política.

A pesar de la relevancia que estos dos asuntos tienen para la viabilidad del país y para la construcción de una convivencia pacífica y menos inicua, las reticencias que han mostrado los candidatos para abordarlos con seriedad
producen grima, cuando no indignación. Meade apenas ha atinado a ofrecer más de lo mismo, en una muestra de la oquedad de los planteamientos de quien se supone el más educado de los contendientes. Ha dicho estar de acuerdo con la fiscalía autónoma, pero no ha mostrado ningún compromiso con las reformas necesarias para garantizarla y que deberían hacerse ya, antes del fin de esta legislatura. Anaya se ha mostrado más proclive a aceptar los planteamientos de los colectivos cívicos, pero no impulsó que los legisladores de su coalición actuaran en consecuencia. López Obrador ha salido con la ocurrencia de la Guardia Nacional, conforme a sus nostalgias decimonónicas, y ha dicho que está de acuerdo con la fiscalía autónoma siempre y cuando él “proponga la terna”, muestra que ni siquiera sabe de qué está hablando. Zavala se presenta como la campeona de la guerra que desató su marido y el otro señor no merece ni siquiera ser mencionado, pues solo balbuce incoherencias.

De ahí que los colectivos de ciudadanos que queremos una seguridad sin guerra y una fiscalía que sirva reclamamos a los candidatos que en el debate del próximo domingo se definan sin ambages sobre estos temas. No son ya aceptables las ambigüedades y las indefiniciones cuando el país está ardiendo.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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